Tanto para ciudadanos como personas públicas, la política es un juego de conocimiento, inteligencia y táctica, cuya ejecución requiere la cabeza fría. Y para los primeros, además, es necesaria una dosis de cinismo y escepticismo, dado que gobernantes, legisladores y candidatos van a tratar de convencerlo de que sus opciones son las mejores; aun cuando eso implique engañarlos.
De hecho y al aceptar que la comunicación política de cada actor involucrado implicará una dosis de engaño, una democracia requiere la mayor libertad de expresión e información posible para que el ciudadano haga su juicio a través del debate y el contraste. También ayudan reglas electorales que premien la competitividad del individuo, de tal forma que se puedan identificar las mejores opciones, sean o no partidistas.
¿Qué pasa cuando las reglas no sólo limitan la libre información, sino que además están hechas para que los partidos se protejan entre sí? En ese caso podríamos hablar de una democracia, aunque de una calidad baja. O si se prefiere, es posible comparar las leyes electorales bajo este esquema como una normatividad para proteger oligopolios políticos.
México está en esa condición: la normatividad electoral limita a los partidos la contratación de espacios en medios masivos, los spot de campaña son sujetos a controles en términos de tiempo y mensajes. La imposibilidad por competir por el mismo puesto hace que votemos con base en promesas y no desempeño. Y los partidos controlan verticalmente el acceso a las candidaturas.
¿Cómo podemos salir de esta condición? Los partidos no van a autolimitarse de manera voluntaria. De hecho esfuerzos como las candidaturas independientes fueron un logro de la ciudadanía a costa de éstos. Además el debate sobre muchos temas está orientado según los intereses de los institutos políticos.
La mejor salida es permitir que opciones individuales puedan traicionar a los partidos, de tal forma que puedan destacar su oferta. Se trata de sacar a los institutos a salir del estado catatónico en el que se encuentran, obligándolos a competir en otras condiciones fuera de su zona de confort. Esta es la principal relevancia de los trásfugas.
¿Es una decisión fácil salir de un partido para competir ya sea independiente o por otra alternativa? Nunca lo es, e implica apostar el capital político que se tiene para ganar lo que se ambiciona. Pocos logran hacerlo con éxito y por cada nombre que logra reinventarse hay al menos diez fracasos.
¿Les conviene a los partidos que salga gente de sus filas? Claro que no, y van a hacer todo lo posible para evitarlo e incluso intentarán neutralizarlos. En ocasiones lo harán con una saña desproporcionada. Basta ver la sobrerreacción de un grupo de legisladoras panistas el pasado lunes 23 por la salida de Laura Ballesteros.
¿Hay algún cambio de partido “bueno”? Seamos realistas: no hay tal cosa. Es más: instituto se salva de su dosis de escándalo y desprestigio. Sólo cuando vemos que el problema son las reglas podemos dejar de creer que las soluciones vendrán de manera espontánea. Se necesita apoyar opciones que puedan ser más competitivas que los mismos de siempre.
Es posible que haya comentaristas que aplaudan a un político que se cambie a un partido afín, de tal forma que hasta le perdonen todos sus pecados previos. Sin embargo cuando el brinco es a uno que odian le endosan las fallas que perdonaron previamente a otros. Comparen la tolerancia y aceptación que unos dan al hecho de que Ebrard haya pasado del PRD a MC, aun cuando haya pasado antes por el PRI y el PVEM y la forma en que se rasgan las vestimentas por la salida de Polimnia Romana Sierra del PRD al PRI. Distingamos el debate de la nota militante.
¿Qué hacer? Hay partidos con los que simpatizamos y otros por los que nunca votaríamos, y todos tenemos nuestras particulares e incuestionables filias y fobias. Nunca seguiríamos a un candidato por el que no simpaticemos a un partido que tampoco nos guste.
Pero si hay un caso de candidato afín a partido que no nos gusta o viceversa, vale la pena ver qué hace el individuo para desmarcarse del color político que aborrezcamos. ¿Tiene un discurso novedoso? ¿Habla de temas y agendas que los otros partidos evitan? ¿Es más carismático y mejor comunicador que los militantes de partido?
No se trata aquí de llamar al voto por una u otra opción, sino de invitar al debate más frío sobre las opciones. Ciertamente en la medida que podamos distinguirlas de los partidos presionaremos a los institutos de manera más eficaz a abrir sus procesos de toma de decisiones.
Premiar la competitividad ayuda a mejorar al sistema político. Ponderemos las ofertas y a los candidatos por encima del instituto. Los trásfugas han hecho grandes aportaciones a la democracia desde la primera escisión del PRI en 1987, vengan del partido que vengan.