Tengo la fortuna de dirigir un periódico con 42 años de antigüedad e independencia en México. Junto con mi equipo, soy responsable de su línea editorial y de los resultados del negocio ante el Consejo de Administración. Eso me permite tener un punto de vista un tanto distinto sobre el affaire Aristegui.
Toda proporción guardada y, me disculpo de antemano por la ambición, pero creo poder ponerme un poco en los zapatos de ambas partes del conflicto.
Hay poco nuevo que decir a estas alturas. Pero intentaré construir desde ese doble rol.
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Primero, abundaré desde el periodismo:
He leído infinidad de notas y columnas para comprender una situación a todas luces indeseable en el panorama informativo mexicano: el despido de una de las periodistas más influyentes del país de su espacio radiofónico por razones demasiado difíciles de creer.
Reducir su separación a un mero conflicto obrero-patronal es ignorar el contexto. Y eso no es hacer periodismo.
Nadie gana con el despido de Carmen, ni sus incondicionales aliados: “izquierdosos”, “activistas”, “chairos”; ni sus acérrimos detractores: “de derecha”, “neutrales”, “objetivos”, “moderados”. Adjetivos pululan en las redes sociales.
Perder la voz de Carmen Aristegui es un golpe doloroso a la pluralidad informativa de México.
¿Por qué?
Los periodistas son poderosos gracias a su influencia. Y la de Carmen Aristegui se explica con su trabajo, sobre todo uno de los más recientes: el impecable y demoledor reportaje que descubrió el conflicto de interés en una casa de la Primera Dama, Angélica Rivera, propiedad de un contratista consentido por el gobierno federal. La ya famosa #CasaBlancaDeEPN.
Un golpe del que todavía la Presidencia no se recupera, ni lo hará el resto del sexenio.
Un golpe al que siguieron otros similares publicados por otros medios -curiosamente- en el extranjero.
Gracias a ese reportaje -sería mezquino no reconocerlo- se fortaleció en México la discusión sobre nuestro añejo problema de corrupción, la necesidad de retomar en la agenda la creación de un Sistema Nacional para combatirla, el nombramiento de un nuevo Secretario de la Función Pública y hasta el fortalecimiento de la defensa de expertos de la sociedad civil por aprobar una Ley General de Transparencia sin retrocesos.
No quiero decir que Carmen Aristegui sea infalible. Pocas cosas más equívocas y subjetivas que el trabajo periodístico que exige verificación, verificación, verificación. Pero me llama la atención que en esta coyuntura se justifique la decisión de MVS con base en los yerros anteriores de Aristegui.
Tampoco es válido que en el debate de las razones se le critiquen a Aristegui sus convicciones, que por cierto nunca ha escondido. Más allá de su supuesto ego o su capacidad para “estirar la cuerda”, es claro que la periodista decidió hace mucho abandonar la neutralidad y asumir un rol defensor de causas.
Habrá quien diga que eso nos periodismo y que la labor de quienes nos dedicamos a este oficio debe reducirse al mero “retrato” o “reflejo” de la realidad. No creo en esa idea, más bien coincido con Jorge Ramos: cuando el poder abusa, a los periodistas nos toca ser contrapoder. Y en México el poder abusa todos los días.
Por eso desviar el debate hacia la exigencia de periodistas inmaculados es una hipocresía, lo que sí podemos exigir es periodistas comprometidos y congruentes, honestos y profesionales. Transparentes en sus ideas y sus causas.
Vamos, una cosa es si tal o cual tipo de periodismo nos gusta, y otra cosa es negar su derecho a existir. Hacerlo es atentar contra el Derecho a saber de la sociedad.
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Voy ahora desde lo empresarial:
No me desgasto en los motivos ampliamente difundidos de manera oficial: el mencionado “abuso” de la marca era salvable con una disculpa, la rectificación y algo de negociación entre las partes. Así de simple.
Por eso construyo desde un argumento más complejo.
El modelo de negocio tradicional en un medio de comunicación como los periódicos es el “Modelo de la Influencia” planteado por Philip Meyer en The Vanishing Newspaper, pero aplica para otros medios: producir contenido valioso para una determinada audiencia, ganar credibilidad, obtener influencia social y luego comercializar esa influencia con las empresas interesadas en vender sus productos a la audiencia cautiva vía publicidad o circulación.
Mientras más utilidades, mejor calidad en el contenido y, así sucesivamente, en un círculo virtuoso. El círculo se revierte cuando se va en detrimento de la calidad del contenido, la audiencia decrece o se degrada y, por lo tanto, la capacidad para hacer negocio disminuye.
Entonces, visto desde el modelo tradicional, correr a tu conductora estrella (una de las cinco más influyentes del país según Parametría) es un auténtico suicidio escopeta en mano. Estoy seguro que Joaquín Vargas lo sabe… debe saberlo.
Ante ese sinsentido, sirve atender a otro contexto mediático: el mexicano.
La industria mundial de los medios de comunicación se encuentra en plena refundación. La digitalización es la disrupción tecnológica más poderosa de este siglo y como tal, también es una amenaza para el modelo de negocio tradicional de los denominados mass media: prensa, radio y televisión.
En medio de esa tendencia hay que incrustar la todavía más difícil situación de la industria mexicana. Una industria en la que los grandes productores de contenido de interés público han sido tradicionalmente los periódicos, no así la radio y la televisión, plataformas más dedicadas al entretenimiento que a la formación de una opinión pública madura.
Formados en los más de 70 años de hegemonía priista, los medios mexicanos nunca fueron capaces de desarrollarse como entes independientes del poder. Fue gracias a la alternancia que comenzaron a probar el sabor de la libertad de prensa pero se toparon con un problema: ¡eran incapaces de sobrevivir financieramente sin el apoyo del poder!
Sin embargo, para mala suerte de las audiencias, el creciente flujo de dinero a los gobiernos estatales hizo que los medios locales encontraran una solución cuasi inmediata y vieran en los gobernadores su tabla de salvación. Tomaron así la peor de las decisiones: cedieron el control de sus líneas editoriales al mejor postor.
No es casualidad que, mientras en países con altos consumos de medios y lectoría como Estados Unidos los periódicos quiebran casi a diario, en México veamos el fenómeno contrario: el nacimiento de pasquines, revistas, semanarios y hasta grupos multimedios apalancados en los ingresos de los “convenios” con gobernadores, alcaldes y presidentes. Sobre todo en épocas electorales.
Convenios que no solo incluyen inserciones pagadas o spots producidos, sino “menciones estratégicas” en prime time, cientos de minutos de micrófono abierto en entrevistas de radio o decenas de portadas con cortes de listón como notas de 8 columnas. Para muestra los más de 200 millones de pesos que recibió la OEM para difundir las reformas.
En esa mecánica hemos visto como ciertos consorcios empresariales detectaron la facilidad para hacer otros negocios a través de un periódico o una televisora. El uso y abuso de una línea editorial para alabar o extorsionar a un gobernante. La redacción como arma, los columnistas como garrotes. Los métodos pueden ser variados, pero el objetivo es el mismo: dinero.
En esa selva, la independencia es un ave rara. Los medios y periodistas libres se vuelven incómodos para el poderoso acostumbrado a la alabanza. Por eso es particularmente difícil estar al frente de un medio independiente en este país y en estos tiempos: porque mientras el modelo de negocio se agota, el periodismo encuentra en portales, blogs, Twitter o Facebook, nuevas plataformas para desarrollar la profesión de manera más económica y a veces con mayor impacto, pero aún sin la rentabilidad de antaño.
Se trata ahora de conciliar las visiones periodísticas individuales con el proyecto institucional. El reto de las organizaciones de medios es mantener la credibilidad acumulada para transitar a modelos más esbeltos y más innovadores que permitan ejercer el periodismo sin sacrificar la independencia en el camino.
Ignoro si la decisión de MVS obedece a una situación de esta naturaleza o si la intención fue mantener una buena relación con el poder en turno para garantizarse un buen ingreso en publicidad oficial. Algo que no podemos saber debido a la opacidad con la que estos recursos se manejan y que puede corroborarse con el Índice de publicidad oficial que realiza anualmente FUNDAR.
En ese caso, podemos agradecer al caso Aristegui la oportunidad que se abre para empezar a debatir modelos más transparentes sobre la compra gubernamental de espacios en medios para difundir información de interés para la ciudadanía.
Estoy seguro que de contar con una mejor legislación en este sentido el caso Aristegui sería mucho más sencillo de dilucidar. Por ejemplo: ¿saber con detalle cuánto dinero recibe MVS del Gobierno Federal y para qué, sería un excelente paso para conocer la razón verdadera del despido de Aristegui?
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En ese contexto complejo el espacio de Carmen Aristegui era agua en el desierto: un noticiero con un equipo profesional capaz de llevar a cabo trabajos de periodismo de investigación serios y contundentes como el de la “Casa Blanca” con total independencia.
La discusión en redes durará unos días, pero dudo mucho que alcance para que MVS rectifique. La decisión se antoja irrevocable.
Ahora, en medio de la agitación hay una pregunta cuya respuesta servirá para comprender si hemos aprendido algo sobre periodismo, independencia y pluralidad en este país: ¿quién contratará a Carmen Aristegui?