Coleccionar enemigos

08/03/2015 - 12:00 am

El otro día estaba haciendo mi sesión de yoga habitual y la maestra hizo una meditación guiada en la que nos pedía que pensáramos en una persona con la que habíamos tenido dificultades y le mandáramos una luz blanca desde el centro de nuestro corazón… mi meditación se convirtió en una reflexión obsesiva.

Para mí, 2014 fue el año de hacer enemigos. Es muy posible que haya hecho otros a lo largo de mi vida sin enterarme, pero el año pasado tuve que tomar decisiones que me llevan a la certidumbre dolorosa de que ahora hay en el mundo al menos tres personas que al oír mi nombre torcerían la boca. O peor. Uno pertenecía a mi ámbito laboral, otra al amistoso, el tercero al amoroso. A los tres tuve que despedirlos porque nuestras ideas no coincidían, porque su presencia en mi vida la hacía menos buena. Las tres decisiones fueron muy dolorosas, tomaron meses y hasta años en tomarse y se enfrentaron a reacciones sumamente violentas: a nadie le gusta que lo despidan.

Siendo de tan diferente especie, hoy que reflexiono me sorprende darme cuenta de que tuvieron algo en común: las tres personas se sorprendieron muchísimo de lo terminante de mis decisiones, aun cuando había dado varias advertencias. No soy una persona impulsiva, en absoluto. Soy obsesiva, soy perfeccionista: tengo que saber que hice lo mejor posible en todas las situaciones, que las cosas no terminaron porque yo no intenté algo. Después de las agresiones que recibí por los tres frentes y de la recuperación que había que pasar, pues a todos los había querido mucho, había puesto grandes esperanzas en las relaciones y me sentía descorazonada (literalmente a veces), supe que había hecho lo mejor. Pero ahora tenía enemigos, gente cuya mirada se nublaría al pensar en mí. Y a mí me pasaría lo mismo.

Nunca había querido tener enemigos: era de las que se aguantaban todo, seguían pidiendo las cosas “bonito” y buscaban conciliar. Cuando se me llenaba el jarrito, venía una confrontación, o una simple mentada de madres privada, seguida de un atracón de dulce, para tener de nuevo el jarrito listo para ser llenado por la primera gota que se parecía tanto a la última que ya hasta resultaba aburrido. Mucho tenía que ver con mi ego: quería que todos me quisieran. ¿La frase “Nadie es monedita de oro”? La odiaba. Me volví una corrupta: le daba “mordidas” a la gente para que me quisiera, dulces a las niñas a las que no les caía bien en la primaria, regalitos en la adolescencia, porque no soportaba la idea de no ser perfecta para todo y para todos. Yo quería ser monedita de oro. Pues resulta que no se puede. Ni “perita en dulce”, lo que sea que esa expresión de hace dos siglos signifique. Llegará, tarde o temprano, el momento de decirle a alguien algo tan desagradable, que no podrá sino convertirse en tu enemigo. Las cosas se romperán y no podrán repararse. O no querrán ser reparadas. El hecho de que a mí me hayan llegado tres momentos juntos, habla de mi momento de vida: al fin entendí que no hay tiempo para relaciones por compromiso, para cafecitos intrascendentes, para trabajos indeseables. Al fin entendí que hay un placer muy grande en decirle a alguien, con todas sus letras: “eres un mal amigo”, “eres egoísta”, “estás despedido”, “eres lo peor que me ha pasado en la vida”, etcétera. Estas declaraciones nunca serán objetivas y de eso se trata: la objetividad no importa. Importa creer en uno, en su versión, declararla en voz alta y que pase lo que tenga que pasar.

“Quien no tiene enemigos es que no ha hecho nada importante”. Otro refrán, complementario al de la monedita. Quien no tiene enemigos es que no ha tomado posturas y se ha quedado en el gris, en Suiza, en me abstengo para no tener una etiqueta, en me callo para que no te enojes, en me aguanto para conservar una amistad. Conservar como qué, ¿como unas coles en vinagre, en una repisa? Odio las coles. Al demonio.

He dejado ir relaciones porque no me quedaba nada que aprender en ellas, pero me quedaron muchas cosas para aprender gracias a las despedidas, la principal es ésta:  un buen enemigo puede ser más útil que un amigo mediocre. A los amigos, como coles, no los quiero; a los enemigos sí. Quiero coleccionarlos y acomodarlos en anaqueles para, cuando me sienta débil, pasearme por la bodega de conservas y recordar mis batallas, las veces que decidí no callarme. Los enemigos me han empujado a tomar posturas importantes, a decir: “Definitivamente no pienso como tú”. Esa no es mi visión del mundo, de la amistad, del amor, de la literatura, de mi trabajo, de la familia. Y estoy dispuesta a pelear por eso.

No le deseo mal a los despedidos, pero si trabajo en perdonarles es porque ansío terminar de romper las cadenas que me unen a ellos y que me hacen más pesado el camino. En cuanto a la luz blanca que sale de mi corazón, se la enviaré a mis hermanos, a mis amigos, a mis perros. Ninguna energía le pertenece a mis enemigos: ni la positiva ni la negativa. Lo único que deseo es que, cuando me vean en su anaquel avinagrada como sauerkraut, me recuerden como lo que intenté ser hasta el último instante: una oponente honorable.

Lorena Amkie
Nació en la Ciudad de México en 1981. Su idilio con las palabras empezó muy temprano y la llevó a pasearse por la poesía, el ensayo y el cuento, para encontrar su hogar en la novela. Graduada de Comunicación por la Universidad Iberoamericana, ha publicado la trilogía gótica para jóvenes Gothic Doll (Grupo Planeta) y la novela El Club de los Perdedores. Imparte talleres de escritura creativa y colabora con distintos medios impresos y digitales. Su cercanía y profundo respeto hacia su público, así como su estilo franco y nada condescendiente, le han valido la atención de miles de jóvenes en México y Latinoamérica, situándola como una de las autoras de literatura juvenil más interesantes en el mundo de habla hispana actualmente.
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