La burocracia de las corporaciones: Stalin y Jobs

05/03/2015 - 12:00 am

La primera vez que viví en Ciudad de México me pareció increíble el trato de algunos comerciantes. En lugar del viejo y bonito lema “el cliente siempre tiene la razón” parecían guiarse por uno más novedoso: “si no te gusta, llégale”. Mismo que, como en esas compañías certificadas ISO-9000 que muestran su “misión” enmarcada en cada oficina, tampoco tenían empacho en recordárselo al cliente (con o sin algunas palabras pintorescas después del “llégale”).

Lo anterior no tenía sentido desde mis incipientes clases de economía y administración (¿qué empresa puede ser rentable si desprecia a su clientela!) Y supongo que tampoco lo tenía para los lugareños a los que les preguntaba, pues preferían darme explicaciones teleológicas, casi místicas: “es que así somos en la capital, mano”. Pero en aquel entonces, a inicios de los 90s, ya sospechaba que habría de haber alguna explicación económica. Lo extraño es que todo lo que encontraba eran comparaciones con las ineficientes e ineficaces burocracias estatales.

Al parecer, el tiempo me dio la razón.

Un año de garantía 

El principal objetivo de una empresa capitalista es hacer dinero. Por lo mismo, son extremadamente eficientes y eficaces en reducir costos para aumentar la ganancia. Los libros típicos de administración nos hablan, por un lado, de cómo reducir dichos costos en los procesos de producción, almacenamiento, distribución, etcétera. Y, por otro, de cómo hay que tener siempre al cliente satisfecho para que siga comprando. Pero lo que normalmente omiten es que también se pueden reducir gastos en la atención al cliente (justo antes de hacerlo encabronar mucho).

Tal vez el primer ejemplo de estos es uno que sólo recordaremos los que somos lo suficientemente viejos: hacer válida una garantía. Hace muchos años, uno sólo llegaba con el producto y le decía al vendedor: “no funciona”. Y se lo cambiaban. Luego hubo que guardar un papel que decía “garantía” y también había que llevarlo junto con el producto. Después fue necesario también guardar el ticket de compra. Más tarde: ¡guardar la caja! Es decir, a través de trabas administrativas más o menos ingeniosas, cada vez ha sido más complicado hacer válida la garantía de algo que compramos y esto, por supuesto, redunda en mayor ganancia para los vendedores y/o productores.

Pero todavía en aquellos años en que sólo había que guardar la caja, el ticket y la garantía, uno podía coquetearle al vendedor, pasarle “una corta” o darle un regalito para que nos solucionara el problema: ¡todo al más puro estilo de las dependencias de gobierno corruptas e ineficientes!

Después ha sido peor.

La caída del sistema

Desde mediados de los 80s, en México y otros países, las grandes empresas encontraron una nueva frase mágica para desatender al cliente sin que éste se encabronara mucho: “el sistema no me deja”. Seguro le ha sucedido, quiere hacer un cambio en su compra y he ahí la frasesita de la dependiente: “es que el sistema no me deja”. Y ya se amoló. O se conforma con lo que compró o compra doble (máxima ganancia para la compañía).

Como en el caso de las garantías, la inutilidad del “sistema” también incluye otras trabas burocráticas ad hoc para que el cliente gaste más, sobre todo en los bancos y los supermercados. En estos últimos pueden ser: ausencia de precios en los productos, lectores de códigos de barras escasos y escondidos, necesidad de llamar “al supervisor” para cancelar una compra en la caja, etcétera. Todo para que, como en las oficinas burocráticas en las que lo hacen dar a uno vueltas y vueltas, uno se desespere. Pero, en lugar de renunciar a su denuncia, uno termina aceptando todo: todos los productos que lleva en el carrito, el seguro médico que le quieren enjaretar en el banco, el seguro de vida, el donativo para la empresa de caridad, etc...

El call-center, ese lugar maravilloso

Después de las computadoras, vino el call-center. Nos prometían que ahí se iban a resolver todas nuestras quejas y dudas y que tendríamos mejor atención. “Es la base de la retroalimentación del cliente”, rezaban los libros de administración. Y, en la práctica, usted ya sabe cómo funcionan: peor que oficina de gobierno.

Primero, uno tiene que sortear una grabadora para “elegir la opción” (si está reportando un robo, marque uno; si está reportando un magnicidio, marque dos...) donde, por supuesto, la última opción  posible es hablar con un ser humano. Y si lo llega a encontrar, tampoco le servirá de mucho porque, en primera, la persona también tiene que hablar como máquina: sin salirse del guión que le dieron. Y, segundo, porque en el call-center también tienen una frase mágica: “un momento, por favor, lo transfiero”. Y le ponen a usted musiquita y, cuando por fin alguien más le contesta, tampoco puede resolverle el problema y le dice de nuevo “un momento, por favor, lo transfiero”, y así ad nauseam.

En algunos casos, esta ineficiencia puede jugar a favor del cliente. En cierta ocasión quise cambiar los kilómetros que me había dado Airfrance a cambio de no abordar un avión cuyos boletos habían sobrevendido. Llamé al call-center que estaba en no-sé-qué-país y jamás pude sortear el laberinto de “un momento, por favor”. Así que fui a las oficinas centrales en Ciudad de México y los amenacé con que no me movería de allí hasta que ellos mismos hablaran y comprobaran la inutilidad de su call-center. Me hicieron esperar más de una hora pero funcionó. La propia gerente de Airfrance México fue la que llamó, una, dos, tres, cerca de diez veces y tuvo la misma suerte que yo. Así que me regalaron el boleto completo.

Pero en la mayoría de ocasiones, usted lo sabe, es imposible arreglar algo en un call-center. Además, ahora tienen otra frase maravillosa: “No nos está autorizado transferir llamadas”. Así, es como ir a una de esas oficinas de gobierno kafkianas donde el dependiente se la pasaba resolviendo crucigramas y le decía a usted: “en un momento lo atiendo”, “no, eso no se puede”, “el supervisor no está, dése la vuelta mañana”, “es que le faltó la firma del síndico”, etcétera.

Un sistema es un sistema es un sistema

Las variaciones de estos tres ingredientes (requisitos idiotas, rigidez de los procedimientos y centros remotos de atención a cliente o call-centers) tienen alcances casi increíbles e insospechados. Si quiere canjear el beneficio de una promoción, lo harán entrar al laberinto para que usted desista: la promoción ya funcionó, usted compró a lo bestia, así que qué caso tiene hacérsela válida. Siguiendo con el ejemplo de las aerolíneas, intente cambiar sus millas acumuladas para “un viaje a cualquier lugar del mundo” y hágalo a un destino caro (digamos, Hermosillo-Taipei o Hermosillo-Maputo). En mi caso, tardé cuatro meses hablando casi diario al call-center de Aeroméxico donde, por supuesto: 1) nunca podía hablar con la misma persona y 2) siempre intentaban darme algo más barato a cambio (“Tenemos un boleto Hermosillo-Los Ángeles, ¿le parece bien?).

Cuando uno quiere poner una queja, es incluso peor. Si usted tiene la desgracia de usar Telmex, como casi todos los mexicanos, seguro le han dicho, muy amables: “Ya quedó registrado, nuestro protocolo es de 48 horas para solucionarlo”. Y pasan tres días y usted sigue con el problema y le vuelven a decir: “Ya quedó registrado, nuestro protocolo es de 48 horas para solucionarlo”. Y así pueden pasar meses: ellos renovando la solicitud para que todo quede dentro “del protocolo” y usted sin servicio.

En otras empresas transnacionales son aún más hábiles. En DHL, por ejemplo, su “sistema” no permite poner una queja hasta que te entreguen tu paquete. No importa que lo tuvieras que recibir el lunes y sea viernes y nada. Ellos saben, claro, que una vez que recibas el paquete, lo más seguro es que te olvides de poner la queja.

Ejemplos similares hay muchos más pero en todos estos está la constante de que, por un lado, no quede rastro de su ineptitud. Para esto también tienen otra herramienta maravillosa: la pseudo-encuesta automatizada con opciones ad hoc (¿Qué le pareció el servicio? a) Bueno b) Muy bueno c) Excelente) y sin lugar para que uno se pueda quejar de lo que realmente se quiere quejar. Y, por otro, siempre aparentan ser legales.

La legalización de la corrupción

Junto con las acusaciones de ineficiencia e ineficacia, uno de los argumentos preferidos para explicar el atraso de los gobiernos tercermundistas y protosocialistas ha sido la corrupción. Y es aquí donde también podemos ver cómo las grandes compañías parecen haber aprendido muy bien de la burocracia al estilo “José López Portillo”, pero con un giro: es una corrupción “legal”.

Me explico. La corrupción gubernamental ha incluido varias modalidades y algunas de ellas tienen el fin de “engrasar el sistema” para que funcione. Para esto, aparte del tráfico de influencias, por lo general se paga una cantidad extra por el servicio, se da un soborno. Ahora bien, ¿qué otra cosa es tener que pagar un extra para, por ejemplo en una mudanza, contratar un “seguro” que “garantice” que la empresa en verdad va a hacer su trabajo (llevar sus muebles de un lugar a otro sin dañarlos)? ¿No es éste, precisamente, el servicio que en teoría ofrece la compañía? Entonces, ¿por qué hay que pagar más? Ejemplos al respecto hay muchísimos (mensajería, mudanzas, taxis, tarjetas bancarias anti-robo, etc...) donde, si uno quiere que en verdad le den el servicio por el que paga, hay que dar un soborno “legal”.

Otra de las constantes de los malos gobiernos, desde que se tiene noticia, ha sido cobrarle más al ciudadano por lo que es obligación del estado proveer: subiendo o instaurando impuestos por decreto, por ejemplo, por el número de ventanas. En el caso de las compañías, la más socorrida de estas artimañas es con esa cláusula que dice “Cambios en las políticas sin previo aviso”. Y ya se fregó. Un día le cobran más sólo porque sí. Si acaso se da cuenta, olvídese del reembolso. Quiere cancelar, bienvenido otra vez al laberinto burocrático (y a la flojera de buscar otra compañía).

También están los casos donde uno hace una cotización (en internet o un call-center) y luego resulta que le van a cobrar un montón más porque es culpa de usted, porque no les dijo lo que usted no sabía que ellos necesitaban saber. O, por supuesto, está la ausencia descarada de aviso de cobro por un servicio: asunto que va desde las compañías de telefonía celular que no te avisan, a priori, cuanto te costará el minuto de una llamada (tal vez le parezca increíble, pero en Colombia, hace unos años, antes de enlazar la llamada una grabación te indicaba cuánto costaría el minuto) hasta las cafeterías y restaurantes donde sólo te dicen, con una sonrisa, “¿súper-extra-grande está bien?”, pasando por todos esos “servicios” que “contratas automáticamente” (“envía PULPO al *777”, “ahora te vamos a depositar en una cuenta bancaria -y te quitarán un varo cada que saques dinero”).

Todos esos cobros son legales porque son raros los gobiernos que digan lo contrario. Pero de ninguna manera son en beneficio para el cliente (como tampoco lo es que usufructúen con tus datos personales como si te obligaran a afiliarte al Partido). Entonces, ¿por qué siguen funcionando estas compañías que maltratan a su clientela?

Si no te gusta, llégale

Por la misma razón por la que algunos comerciantes de Ciudad de México tenían ese lema: llégale. Dada la cantidad de población y el flujo de gente en ciertos establecimientos, los comerciantes del D.F. se podían y pueden dar el lujo de perder a uno, diez o treinta clientes al día. Pues de todas formas habría cientos.

Las grandes compañías no sólo saben también que su número de clientes es inmenso sino que, además, el cliente no tiene otro sitio a dónde ir. Incluso en los rubros donde en teoría “hay competencia”, en la práctica las políticas de todas las compañías son convenientemente similares (supermercados, aerolíneas, bancos, mensajería, mudanzas, aseguradoras, constructoras, etc...) De modo que, aparte de perder tiempo buscando la mejor opción, al final nos encontramos con que la mejor opción es casi igual a la primera opción. Así, pareciera que en este bello capitalismo del siglo XXI, las grandes compañías aprendieron muy bien la lección de las peores burocracias del mundo: ¡para usarlo a su favor y en contra nuestra!

PS.- Para un buen sabor de boca, acá Diez minutos, excelente cortometraje de Alberto Ruiz Rojo sobre los call-centers:

Luis Felipe Lomelí
(Etzatlán, 1975). Estudió Física y ecología pero se decantó por la todología no especializada: un poco de tianguero por acá y otro de doctor en filosofía de la ciencia. Es miembro del Sistema Nacional de Creadores de Arte y sus últimos libros publicados son El alivio de los ahogados (Cuadrivio, 2013) e Indio borrado (Tusquets, 2014). Se le considera el autor del cuento más corto en español: El emigrante —¿Olvida usted algo? —Ojalá.
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