Peña Nieto: no hay de otra

26/02/2015 - 12:00 am

México no crece. No lo suficiente. El dato recién revelado por INEGI es decepcionante. Apenas 2.1%.

Insuficiente para un país con un bono demográfico monstruoso. Ese bono que en la realidad significa millones de jóvenes que demandan mejor educación y más empleos bien remunerados. Un montón de jóvenes que no pueden esperar porque, literal, en esa espera les va la vida. La posibilidad de una vida digna.

Ese bono que en otros escenarios debía ser una gran fortaleza para México, se está convirtiendo en un pesado lastre con fecha de vencimiento.

Ya se sabía que el dato de crecimiento sería mediocre y por eso empezaron las excusas: que si la caída en los precios del petróleo, que si el bajo crecimiento de Estados Unidos, que si la crisis europea.

No se puede negar la coyuntura: la economía internacional no pasa por su mejor momento pero, curiosamente, el motor de la economía externa no es la verdadera razón de la mediocridad en el desempeño económico mexicano. Al contrario, el dólar caro está favoreciendo a los exportadores. Por eso no podemos echarle la culpa a los americanos o a los griegos.

La parte de la economía que no funciona para México es el mercado interno. Los mexicanos no consumen porque no tienen dinero para hacerlo.

Y no es casualidad, el Gobierno actual ha tomado malas decisiones de política económica.

En primer lugar podemos mencionar la tan cantada reforma fiscal que no llegó a reforma, acaso a una tímida miscelánea aprobada a pesar de las advertencias y críticas de COPARMEX y el CCE. Si bien hay signos de progresividad en el tratamiento fiscal de las personas físicas, la reforma no alcanzó a lograr dos de los principales objetivos de una verdadera reforma en esta materia: la ampliación de la base de contribuyentes y el fomento a la inversión y la generación de empleos. Al contrario, la reforma le ha dado más recursos al gobierno pero está sangrando a los empresarios. No se puede invertir así.

Por otro lado, México sigue muy lejos de ser una verdadera economía de libre mercado. A pesar del TLC con Estados Unidos y Canadá, y el resto de convenios comerciales con cuanto país se nos atraviesa, la verdad es que al interior la mayor parte de los sectores económicos siguen dominados por monopolios u oligopolios.

Más grave todavía es que muchos de estos sectores son considerados estratégicos en la economía del siglo XXI: telecomunicaciones y medios, por ejemplo. No se puede construir una economía de primer mundo si la banda ancha esta dominada por una empresa preponderante o si la libertad de expresión pasa por el tamiz de una televisión abierta con claros nexos con el gobierno en turno.

Además, la Comisión de Competencia está muy lejos de ser un árbitro poderoso capaz de poner en su lugar a empresas y empresarios que violen la ley o cuyos negocios vayan en detrimento del patrimonio de los consumidores. En ese aspecto, el aire reformista también ha sido insuficiente para generar nuevos equilibrios.

En Por qué fracasan los países: los orígenes del poder, la prosperidad y la pobreza, Daren Acemoglu y James A. Robinson afirman que la diferencia histórica de fondo entre los que países que han logrado altos niveles de desarrollo y los que continúan en el atraso, no es cultural, racial o de recursos naturales, sino política.

Lee usted bien: ¡política!

En ese libro apasionante, Acemoglu explica que lo importante es la capacidad de los países para construir lo que denominan como “instituciones económicas inclusivas”. Es decir, instituciones que sirvan para repartir el poder entre las élites y los ciudadanos de modo que las primeras no puedan extraer rentas ilimitadas de los segundos. Así explica el caso de Nogales, Arizona y de Nogales, Sonora; una ciudad en la que solo una barda separa al primer mundo del tercero.

Las instituciones políticas inclusivas son el marco de referencia para que el Estado se convierta en un verdadero ente garante de seguridad y libertad para los ciudadanos. Dichas instituciones deben ofrecer seguridad para la propiedad privada, contar con un sistema jurídico imparcial y servicios públicos que proporcionen igualdad de condiciones en que las personas puedan realizar intercambios o firmar contratos.

Su objetivo es construir certidumbre sobre los incentivos que llevan a la prosperidad y, en ese sentido, las instituciones inclusivas no pueden entenderse separadas de ejes transversales de construcción democrática como la transparencia, la rendición de cuentas, el combate a la corrupción, la aplicación de justicia.

Justo dos de esas instituciones: el Sistema Nacional Anticorrupción y los alcances de la Ley General de Transparencia se discuten ahora al interior del Congreso. Dos proyectos de gran calado democrático que se niegan a dejar pasar el PRI y su partido satélite, el PVEM.

También hay que recordar que ese tipo de instituciones no surgen de la nada, sino que demandan la participación activa de los ciudadanos organizados para construirlas.

El éxito de su formación radica en la firmeza y la constancia con la que ciertos sectores sociales presionen a las élites para que cedan en su cuota de poder. Y también dependen de la capacidad de los liderazgos civiles y políticos para saber leer y aprovechar los momentos de debilidad o necesidad de las élites.

Dice Acemoglu:

“… los países pobres lo son porque quienes tienen el poder toman decisiones que crean pobreza. No lo hacen bien, no porque se equivoquen o por su ignorancia, sino a propósito.”

¿La razón? Es una obviedad pero hay que tenerla clara: No está dispuestos a perder sus privilegios. Vale recordarlo cuando atestiguamos la feroz resistencia del Consejero Jurídico de la Presidencia, Humberto Castillejos, a dejar pasar una Ley General de Transparencia moderna y de avanzada.

Me cuento entre quienes afirman que la debilidad del Presidente Peña Nieto será una condición permanente el resto de su sexenio. De modo que los mexicanos tenemos una oportunidad histórica para usarlo como aliado –sí, dije aliado- en la construcción de esas instituciones a las que se refiere Acemoglu.

Mucho se ha hablado también de la burbuja que rodea al Presidente y del aislamiento al que lo confina su primer círculo de colaboradores. No creo que sea un aislamiento infranqueable, basta con leer uno que otro columnista crítico, uno que otro portal independiente.

Más bien creo –como me dijo el otro día un amigo en una comida- que Peña Nieto sabe perfectamente lo que se necesita cambiar pero no quiere hacerlo. La razón es la misma: estaría acotando el poder y los privilegios de la élite político-económica a la que ha pertenecido siempre. No puede morder esa mano.

Esa es la lógica de las élites, pero justo ahora, en medio de esta crisis de representatividad, de credibilidad y de confianza, esa lógica no parece la actitud más inteligente.

Seguir simulando a fuerza de spots y gacetillas un discurso de combate a la corrupción que en los hechos se derrumba, solo hace más grande la brecha que separa al Presidente de sus gobernados.

Continuar como hasta ahora le garantiza al Presidente Peña Nieto conservar el statu quo pero con una certeza desagradable: volverse cada día más débil. Sin embargo, tiene el argumento perfecto para plantarse frente a los grupos que lo encumbraron y cambiar el rumbo: no le queda de otra.

Adrián López Ortiz
Es ingeniero y maestro en estudios humanísticos con concentración en ética aplicada. Es autor de “Un país sin Paz” y “Ensayo de una provocación “, así como coautor de “La cultura en Sinaloa: narrativas de lo social y la violencia”. Imparte clase de ética y ciudadanía en el Tec de Monterrey, y desde 2012 es Director General de Periódicos Noroeste en Sinaloa.
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