Una creencia que ha sido constante a lo largo de la historia humana es pensar que se está viviendo en la época más degenerada de la humanidad, y que por lo tanto vendrá tarde o temprano un gran cataclismo que restaurará una mítica era dorada.
Platón se quejaba de que los jóvenes ya no respetaban a sus mayores e incluso veía la evolución de los sistemas políticos como marcada por la decadencia. En la India se cree que vivimos en el Kali-Yuga, el ciclo más oscuro. No vayamos más lejos: basta con que una teoría cuasi apocalíptica tenga algo de difusión para que surjan cientos de gurús, libros, amuletos y paquetes de turismo esotérico: la fatalidad vende.
Sin embargo esta creencia es perniciosa en la política, pues se desplaza la capacidad del individuo para influir en los temas públicos y se fomenta la creencia de que alguien nos salvará de nuestra condición y nos llevará a una era dorada. Y nos guste o no, la demagogia se alimenta de este tipo de discursos. Contemplarnos el ombligo y lamentarnos de nuestras desgracias, reales o imaginarias, es la mejor actitud para perder lo que hemos ganado en nuestra todavía incipiente democracia.
El pasado 30 de enero tuvo lugar un foro académico en la Universidad Iberoamericana, donde se afirmó que tenemos la peor clase política en décadas: los partidos no presentan soluciones concretas para los problemas y están más enfocados en mantener sus cotos de poder, tenemos una crisis de representación que lleva al divorcio entre la ciudadanía y la clase política, los gobernantes son insensibles y la democracia se encuentra vacía. Los argumentos son indiscutibles. Sin embargo, creer que los problemas son causados exclusivamente por la calidad de los tomadores de decisiones puede llevar a la caída del experimento democrático.
¿De verdad son tan malos nuestros políticos como dicen? La verdad, no. Incluso son tan buenos o malos como lo han sido siempre, toda vez que son tan humanos como todos nosotros. Esta perspectiva ha sido el fundamento de las democracias modernas: si todos podernos convertirnos en tiranos, lo mejor es dispersar el poder y crear mecanismos verticales y horizontales de control y rendición de cuentas.
¿Nuestros políticos eran mejores? En realidad eran menos vigilados y por ello les resultaba más fácil simular bondad. Durante los años dorados del PRI había políticos que presumían vivir en la medianía o como lo llamaban, la “austeridad republicana”. Hay una anécdota de uno de ellos, quien tenía un automóvil viejo pero bien cuidado y se paseaba en las calles en éste. Sin embargo cada dos años lo llevaba a Estados Unidos donde le cambiaban el motor, le daban una pintada y le cambiaban las vestiduras: simular un estilo de vida era más costoso pero los votantes se lo tragaban.
¿Qué ha pasado? Muchas cosas: la sociedad se ha hecho infinitamente más compleja y exigente. Tenemos una democracia formal, aunque sin mecanismos eficientes de rendición de cuentas. Las políticas de transparencia han acotado los márgenes de discrecionalidad de los políticos, aunque nuestro marco jurídico los protege demasiado y fomenta la impunidad. La tecnología permite una mejor vigilancia y capacidad de reacción, aunque la ciudadanía todavía no sabe qué exigir. Los problemas son más visibles, pero las instituciones son débiles, pues se diseñaron para que grupos políticos rotasen cada seis años y por ello todo empieza desde cero con cada gestión.
¿Tenemos la peor clase política? No, pero es un consuelo para quien desea contemplarse el ombligo. ¿Estamos en un momento crucial para México? Definitivamente: el horizonte de los próximos cuatro a seis años será crucial para la consolidación de nuestra democracia o la caída en un nuevo autoritarismo o demagogia. Todo dependerá de qué tan asertivos seamos para conocer los problemas y presionar por cambios puntuales.
¿Nuestros políticos están más ocupados en conservar sus cotos de poder? Naturalmente: no les cuestan sus errores ni les conviene hacer otra cosa, toda vez que las reglas del juego político que se diseñaron en los cuarenta del siglo pasado y no se han modificado significativamente así lo permiten.
¿Servirá una ciudadanía propositiva frente a los políticos? Totalmente cierto, y eso sólo se logrará si van más allá de los hashtags, las consignas y los lugares comunes.
¿Qué deseamos, contemplarnos el ombligo y pensar que alguien nos salvará, o asumir que los problemas sólo podrán encausarse con agendas concisas y una presión asertiva? De la respuesta dependerá nuestra democracia.