El Congreso de la Unión en México es un ente liviano. Apenas pinta. No influye. Cuando un Poder Legislativo no pesa, no es poder en términos reales. Es una comparsa.
Ninguna de las cámaras ha demostrado interés alguno por ejercer el poder fiscalizador que les fue concedido. En esa omisión, a todas luces voluntaria, renunciaron a su naturaleza más elemental: el contrapeso.
Nuestros diputados y senadores juegan al añejo rol del “muertito”. Hacen como que trabajan: como que representan, como que legislan, como que fiscalizan.
No niego que la actual legislatura en ambas cámaras ha sido capaz de hacer posible el aire reformista que se respira en nuestro país. Caben allí las publicitadas reformas estructurales, mismas que llevaban años sin aprobarse por el boicot del PRI mientras estuvo fuera de Los Pinos. Reformas que elevaron en el ámbito internacional la expectativa del Mexican Moment.
Gracias a esas reformas se pudo, por fin, abrir la industria energética al capital privado, se aprobó una reforma fiscal con algunos rasgos de progresividad, contamos con una reforma laboral que permite mayor flexibilidad para las empresas. Pero también hay que señalar que son los mismos diputados y senadores que han atorado la creación de la Comisión Anticorrupción, los mismos que han sido incapaces de proponer y acordar una figura de Fiscal Anticorrupción independiente. Los mismos que redujeron el margen de acción de la Ley General de Transparencia y los mismos que se niegan a legislar más ampliamente el tema de moda: el conflicto de interés.
Pero mi reclamo no obedece a sus incumplimientos en materia de legislación. Que si bien son importantes, me parece que no es la principal debilidad del Poder Legislativo actual.
Señalo al Congreso por su incapacidad para asumir la responsabilidad más importante que se les encarga a todos y cada uno de los diputados y senadores: la de representar a los ciudadanos de sus distritos y sus estados; la de traducir los reclamos, exigencias y necesidades de sus representados en la voz del poder al que pertenecen. Si fuera así, estaríamos viendo desfilar por cada una de las cámaras a Enrique Peña Nieto por la “Casa Blanca” y Grupo HIGA, por la de Ixtapan de la Sal y la familia San Román; a Luis Videgaray por la casa de Malinalco; a Jesús Murillo Karam por el caso Ayotzinapa y a Salvador Cienfuegos por Tlatlaya.
Todos esos personajes deberían rendir cuentas a los legisladores en comparecencias bien planeadas, duras y exigentes, porque al hacerlo así nos rendirían cuentas a nosotros los ciudadanos.
No ha sido así. Las pocas comparecencias de las que hay registro han sido días de campo para los funcionarios y ningún legislador ha sido capaz de articular siquiera la idea formal de llamar a cuentas al Presidente de México.
No es casualidad entonces, que a unos meses de la elección intermedia el fantasma del abstencionismo se antoje bastante real. Que los diputados y senadores ocupen los últimos lugares de credibilidad en todas las encuestas. ¿Para qué ir a votar por caras que se vuelven máscaras?
Nadie les cree porque a nadie representan, salvo a sus propios intereses y los de sus partidos.
Pero, desafortunadamente, nuestros diputados y senadores distan mucho de ser figuras decorativas. Con las decisiones que toman –o dejan de tomar- y con las posiciones que asumen, moldean por acción u omisión la vida pública de este país.
Al renunciar a su rol, nuestro legislativo afecta gravemente la estructura democrática de México. En la medida en que el escrutinio a la decisiones y actos del Ejecutivo desaparece, su figura se diluye y la democracia se debilita. ¿Cómo construir instituciones cuando el poder que las configura se desmorona?
La calidad de las democracias está bastante más relacionada con la calidad de sus Legislativos que con la calidad de sus Ejecutivos. El Poder Legislativo es, y debe ser, el poder más cercano a la gente. El interlocutor natural de la sociedad civil organizada. La olla donde se cocinen las intereses del colectivo.
El momento actual exige del Presidente Peña Nieto una disposición y un apertura que evidentemente no tiene. Ante la crítica vemos la repetición de un discurso cada vez más alejado de la realidad. Ante las preguntas (cuando permiten hacerlas): la evasión o la no respuesta. Con más razón para esperar que el Legislativo recuerde su rol y lo asuma con determinación. La oposición debe recordar que es oposición y que su naturaleza es esa: o-ponerse.
Entonces, en el vacío de interlocución que los ciudadanos vivimos con el Presidente, conviene voltear los ojos a nuestros representantes, a nuestros diputados y senadores, y empezar a exigirles una cosa muy sencilla: el cumplimiento de la función por la que se les paga. Traducir nuestras demandas en presión personalizada (a cada diputado y a cada senador con nombre y apellido) para que fijen postura y la concreten en puntos de acuerdo, en llamados a comparecer, en iniciativas relacionadas con nuestro problema más grave: el endeble estado de derecho y la corrupción que impera en nuestro país.
Mal haríamos en seleccionar equivocadamente el próximo domingo 7 de junio en la elección federal. En permitirles a los partidos tradicionales que nos impongan candidatos impresentables en la boleta. Mal haríamos en darle el visto bueno a corruptos probados. También, y dado que no coincido con la postura abstencionista, creo que haríamos todavía peor al firmar cheques en blanco y dejar de votar.
Termino.
Enrique Peña Nieto y su equipo han dejado mucho que desear estos dos años. Su postura ante la corrupción es increíble: al discurso falaz con el que la combate, le acompañan hechos probados que la alimentan. “No entiende que no entiende” dice genialmente The Economist. Dejemos la buena fe, el cambio no puede provenir de su voluntad.
En ese escenario, habrá que recordar que cada tres o seis años vienen los candidatos por nuestro voto, con las manos sucias y sus sonrisas cínicas tan relucientes. Tirarán dinero en forma de despensas para lograr el resultado y se irán después a sus legislaturas numerosas. Serán uno entre cientos. Se mimetizarán en sus bancadas, en sus grupos parlamentarios, en sus improductivas comisiones. Para que no se noten sus carencias, sus faltas al pleno, sus iniciativas tan lamentables. Jugarán a difuminarse para no ser nadie en los momentos cruciales, mientras votan en unidad como la instrucción del Coordinador les dicte.
Por eso propongo un cambio de mando. Sin dejar de ver al Presidente, exijamos mejor a nuestros diputados federales y senadores, desde cada distrito; también desde cada estado, pues los Congresos Locales están todavía a merced de los gobernadores. Exijamos para que nos digan que opinan o que hacen a diario para impedir, por ejemplo, que la corrupción continúe como hasta ahora.
Seamos incómodos: hagamos las preguntas, recordemos las promesas, evidenciemos sus omisiones. Verá que se nota, verá que aguantan bien poquito.
@manuense