“Te amo, papá”, me dijo mi hija hace dos meses por primera vez. Apenas comienza a hablar. Antes dijo palabras como “leche” y “libro” y frases como “tortilla con limón” y “pinche perro”. Todas éstas fáciles de explicar desde el pequeño Piaget que todo padre lleva dentro: la leche es su principal alimento, la casa está llena de libros, la tortilla y el limón le encantan y “pinche perro” suele ser esa expresión que escapa tan diáfana cuando encuentro que el chucho de la casa se ha orinado en las cortinas.
Además, todas esas frases y palabras se refieren a elementos concretos, visibles y tangibles (leche, libro, tortilla, limón, perro). Y no involucran un pronombre ni una conjugación. Así que desde que lo dijo la primera vez he estado atento para tratar de entender cuándo y por qué lo repite. No he conseguido nada. Ni la frecuencia ni el contexto me revelan cosa alguna. A veces lo dice varias en varias ocasiones al día y a veces sólo una o ninguna. A veces lo dice cuando la llevo a dormir, cuando la abrazo o así nomás, casi como ocurrencia, mientras está jugando a hacer una torre con sus bloques de colores. Lo que sí es que, cada que lo dice, sonríe.
Es decir, cuando lo dijo, la primera duda que me asaltó después de la alegría fue si mi hija realmente entendía lo que estaba diciendo. Luego me pregunté si yo realmente sabía lo que era amar y si acaso era capaz de definirlo. Supongo que llegué a la misma conclusión que usted: no puedo definirlo más allá de algún grupillo de frases cursis y cliché pero según yo, claro, sí sé lo que es eso. ¿No es lo que nos pasa a todos?
Si es así, entonces tengo más preguntas. Obviamente mi hija habrá escuchado la frase cuando se la decía a mi mujer o viceversa. Obviamente habrá visto que, después de la frase, venían sonrisas y ya ha de saber que sonreír es algo muy agradable. ¿Quién no? Entonces supongo que los miles de desaparecidos y asesinados en este país habrán dicho “te amo” alguna vez. Y habrán sonreído. Pero también los miles de asesinos y secuestradores, los policías, los manifestantes, los militares, los sicarios, las víctimas y los victimarios. Todos. O tal vez haya por ahí alguien tan raro que nunca lo haya dicho, pero insuficiente para atribuirle a él solo tanta violencia.
Así, a pesar de tanta evolución, tanta ciencia y tanto todo, los mayores misterios de los seres humanos siguen siendo los mismos: ¿por qué somos capaces, a la vez, de los sentimientos más bellos y más atroces y si acaso somos capaces de entender los sentimientos más bellos y más atroces cuando los sentimos?