El 5 de enero el portal del Washington Post publicó un análisis de Katherine Corcoran, la jefa de la oficina de Associated Press en México, sobre la gestión del Presidente Enrique Peña Nieto. A propósito del mensaje pronunciado en cadena nacional por el Presidente, Katherine cierra su análisis con contundencia:
“In his Sunday address, Pena Nieto promised to be a better listener, and to “combat corruption and impunity and strengthen transparency.” If he can, for many in the country, that would be “Mexico’s moment.”
But once again, he offered no specifics.
“No specifics”, una frase que bien podría traducirse como “Nada concreto”.
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Esta semana, analistas de la UNAM y el Colegio de México señalan en Sin Embargo algo que también me preocupa: la insistencia en el discurso triunfalista del Presidente a pesar de los lamentables hechos recientes en Ayotzinapa y Tlatlaya, a pesar de los bajos precios del petróleo, a pesar de las revelaciones de la “Casa Blanca” y a pesar del dólar caro y un crecimiento económico muy bajo.
El Presidente insiste y repite: “México se resolvió a cambiar- México ya está cambiando-México es otro”. ¿Es verdad? ¿Las reformas estructurales nos convertirán en el mediano y largo plazo en un mejor país?
No lo creo. Lo dijo también José Ángel Gurría, Secretario General de la OCDE, en su reciente paso por México: “El problema del impacto en la sociedad es que genera ese cinismo, la piel se vuelve muy gruesa y la sociedad no compra las reformas, no cree, no le compra la capacidad al Estado de poder resolver sus problemas”.
Estamos pues ante un diálogo de sordos. Con una Presidencia empeñada en sostener una versión de la cosa pública que no resiste el contacto más mínimo con la realidad. Una versión que se derrumba ante la inseguridad de las calles, ante el desempleo en las empresas, ante el ticket del súper que no alcanza para lo mínimo.
Los discursos ya no le alcanzan al Presidente Peña Nieto. Es ineludible la necesidad de que veamos acciones muy muy concretas en materia de combate a la corrupción, transparencia y rendición de cuentas.
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Pero hay algo en lo que discrepo con Gurría: no es que la sociedad no le compre al Estado su “capacidad” para resolver los problemas, lo que no le compra es la “voluntad”.
Los mexicanos ya no creemos en los discursos de Peña Nieto, Osorio Chong o Luis Videgaray porque los creamos totalmente ineptos, sino porque desconfiamos de la autenticidad de sus intenciones.
Cómo creer en la voluntad de Enrique Peña Nieto para combatir la corrupción con la viga en el ojo que representa la “Casa Blanca” de Grupo HIGA. O en la voluntad de Videgaray con la casa de Malinalco. Así no se puede. No nos chupemos el dedo.
Pero el razonamiento incluye también a gran parte de la clase política de este país: ¿cómo creerle al PRI su compromiso con el Sistema Anticorrupción si lo bloquea en el Congreso?, ¿cómo creerle al PRD su compromiso con la honestidad, si para elegir al candidato a Gobernador de Guerrero hay que seguir pactando con Ángel Aguirre?, ¿cómo creerle al PAN su renovación moral con la lucha intestina que exhiben Calderonistas y Maderistas?, ¿cómo creerle al PVEM con su burda e ilegal precampaña en cines?
Los mexicanos leemos y vemos a diario noticias que evidencian el tráfico de influencias, el conflicto de interés y la corrupción de la que son protagonistas nuestros servidores públicos. No se necesita una investigación muy profunda para ver como desde el regidor, el alcalde, el diputado, el gobernador y hasta el líder sindical se vuelven millonarios tras unos años de paso por la “vida pública”. Ya vemos con normalidad que nuestra clase política sea una clase política rica.
Pero no es la normalidad. Decía en una alguna nota José Mujica que a aquellos que les gusta mucho la plata hay que correrlos de la política. “Son un peligro”, dice Don Pepe.
Son un peligro porque en su afán de enriquecerse han vilipendiado a la política y nos han sumido a todos los ciudadanos en el desencanto y la desconfianza. Son responsables no solo de sus actos de corrupción y enriquecimiento, sino de las consecuncias sociales y culturales de los mismos. Sobre todo del vínculo roto que existe ahora en México entre ciudadanos y gobernantes.
Restituir ese tejido tomará mucho tiempo. Muchas reformas obviamente, pero sobre todo mucha implementación apegada a la ley y a la ética, muchas acciones concretas que construyan transparencia y rendición de cuentas: funcionarios juzgados y consignados, funcionarios destituidos, patrimonios malhabidos recuperados.
Dice un dicho que “Obras son amores y no buenas razones”. A muchos mexicanos se les viene acabando la paciencia, ya no quieren un Presidente que solamente los escuche, quieren un Presidente que actúe en consecuencia.
La posibilidad latente de una exacerbación de la violencia en las movilizaciones está allí, no podemos negarla. Por eso, el Presidente tiene como principal reto inmediato abandonar las buenas intenciones y para cada caso concreto empezar a ofrecer -ahora sí- algo más específico.