México es un país de símbolos. Curioso que en tiempos de poner naves en los cometas sigamos agarrados a la puerta vieja de un Palacio Presidencial. No digo que la dejemos quemar así como así, pero sí vale reflexionar sobre la vigencia de nuestros símbolos y su verdadero significado.
Traigo el tema porque me llama la atención como últimamente venimos abusando de uno con significados bastante complejos: la capucha. Ahora vemos “encapuchados” en los más diversos eventos y circunstancias. Desde actos de protesta donde los que marchan pacíficamente con una pancarta, cubren su rostro con un trapo improvisado (una camiseta, un pañuelo); hasta los que usan unas más profesionales para cubrirse del humo mientras queman, por ejemplo, un Palacio de Gobierno o la sede de un Partido Político.
Fue un pasamontañas (un tipo más moderno de capucha) quien dio vida y misticismo al Comandante Marcos en Chiapas y fue el abandono de ese artilugio lo que abrió paso a la “muerte” del célebre personaje. Y son también pasamontañas más sofisticados los que portan casi de manera generalizada nuestras policías a lo largo y ancho del país.
Las capuchas son un invento humano viejo. Nacieron para protegernos del frío o del sol. Su etimología es italiana (Capuccia) y alude a “Caput” de “cabeza”. Por eso llamamos Capuchinos a los monjes que la integraron a su hábito y, por eso también, llamamos de igual manera al café que lleva esa pequeña “capuccia” de leche encima.
Pero, volviendo a México, llama la atención como en tiempos en que la violencia se desborda como consecuencia de la estrategia calderonista y la rivalidad entre los carteles del crimen organizado, la capucha vuelve a figurar como un accesorio recurrente: la vemos primero en los asesinos que graban los videos de ejecuciones con arma blanca o sierras eléctricas; la vemos luego –más como reacción que como estrategia- en los cuerpos policiales obligados a combatir esa misma violencia; y la vemos ahora en los manifestantes que rompen ventanas y queman vehículos. En todos los casos, la finalidad es proteger la identidad de quien la porta.
A la capucha sobreviene la anonimia. La capacidad de esconder el nombre. De ser nadie. De evadir la responsabilidad. En ese abandono de la individualidad el acto irresponsable es tentador porque se antoja improbable la consecuencia. Por eso, detrás de la máscara opaca que es la capucha, el atrevimiento es mayor. Por eso los abusos de autoridad de nuestra policía que ha decidido dejar de tener rostro y ser anónima. Por eso la osadía de quien enfrenta a un cuerpo de granaderos bomba molotov en mano.
Me parece que en el fondo esas capuchas son el reflejo de la opacidad que nos distingue como sociedad. Somos una sociedad de lo “oscurito”. Lo que nos escandaliza a menudo, no es la gravedad de los hechos que se conocen, sino que nos atrevamos a descubrirlos.
Lo somos sobre todo en la política, donde nuestra clase gobernante se indigna con los medios de comunicación y periodistas que se atreven a dar a conocer actos de corrupción o tráfico de influencias. Ya lo dijo la Primera Dama Angélica Rivera: venderá la casa porque no permitirá que se dañe su reputación mientras se siga hablando del tema. Lo dijo el propio Presidente Enrique Peña Nieto: en la revelación hay intentos de desestabilización nacional. Del Tráfico de influencias y el Conflicto de interés, delitos tipificados, ni hablar.
Como consecuencia de ese afán por la secrecía dejamos de llamar a las cosas por su nombre y usamos eufemismos, frases ingeniosas. Evasivas que rehúyen las preguntas concretas. El cantinfleo es la expresión graciosa de ese vicio nacional que consiste en sacarle la vuelta a la realidad.
Usamos capuchas a diario. Las usan los gobernantes para esconder con tretas contables los fraudes en sus finanzas. Las usan los medios que disfrazan de contenido la promoción de tal o cual candidato o gobernante. Las usan los empresarios que cubren de filantropía sus estrategias financieras para evadir impuestos. Las usan los líderes sindicales que recubren de austeridad sus estilos de vida ostentosos. Y las usan los criminales que lavan sus nombres haciendo negocios con empresarios legítimos y corrompiendo políticos.
La transparencia, la apertura y la rendición de cuentas son lo contrario a la opacidad y el secretismo de esas capuchas. Y son también el pilar sobre el que se puede construir el estado de derecho en una sociedad.
De tan repetido se nos olvida: la calidad democrática de un país pasa por la calidad de sus medios de comunicación, y la de estos por su capacidad para acceder a la información y manejarla con independencia y profesionalismo. De ambas patas cojeamos de manera dolorosa: por un lado estamos lejos de los más altos estándares internacionales de Acceso a la Información y, por otro, es evidente que la independencia periodística es cosa rara entre los medios de este país: basta ver cuantas veces es portada a la semana el Gobernador en un diario local o cuantos minutos de tiempo-aire le dedica libremente un conductor televisivo al Político que simula entrevistar en cadena nacional.
Nos hemos vuelto un país de capuchas. Un país para la secrecía y el escondimiento. Un país para la vida secreta y no para la vida pública. Urge avanzar en sentido contrario. Ya vimos que las reformas económicas no alcanzan si no se transforma la vida institucional, si no construimos actores que aseguren los debidos contrapesos y el procedimiento contradictorio.
Urge pues que medios y periodistas hagan su trabajo y cumplan su rol en el juego democrático para develar lo que hay detrás de esa capuchas: nombres, cuentas, rostros, relaciones, propiedades, cuentas de banco. Urge que respondan al interés público y no al interés de unos cuantos.
Sabemos que el Poder no lo permite fácilmente. Presiona, corrompe, coopta, compra, amedrenta. Amenaza y cumple. Sabemos que no hay garantías. Sabemos que tiene precio. Pero también sabemos que es posible si los ciudadanos no los dejan solos.