Por más difícil que sea, es necesario alzar la voz en medio de tanta consigna no para unirse, sino para llamar al silencio y hablar de cosas que quienes tejen los eslógan no desean que pensemos. La tragedia es enorme y dolorosa. Pero si no somos capaces de poner el problema en su perspectiva corremos el riesgo de que otros terminen tomando decisiones por nosotros.
La indignación es justificable, pero si no viene acompañada de una comprensión de cómo llegamos a este punto corremos el riesgo de ahondar la crisis. Frente a una clase política rebasada que pareciera estar pasmada ente lo que sucede, diversos actores políticos y sociales que medran y lucran tanto de la desgracia como de un discurso de ruptura y una opinión pública cada vez más desconcertada, flaco favor haríamos a las víctimas de Ayotzinapa si los convertimos en mártires sin entender por qué sucedió el crimen.
Explicar no significa justificar un hecho: eso es tan monstruoso como el asesinato. Sin embargo también es condenable reducir los argumentos a consignas, descalificar a quienes piensan distinto, eludir responsabilidades y ser selectivos sobre la violencia que se va a tolerar, ignorar o justificar y aquella que se va a denunciar. Más bien tiene que ver con identificar actores y sus motivaciones, entender qué persiguen y señalar la culpa que tienen en todo esto. Sí, esto es más cercano a un circo staliniano que algunos quieren vender como una “comisión de la verdad”.
Es necesario aprovechar este momento de crisis para cuestionar las causas del problema y plantear soluciones. Los problemas no se resolverán de inmediato; de hecho pueden tardar décadas en mejorar sustancialmente. Construir instituciones sólidas tomará tiempo y para ello se necesita continuidad y mecanismos de rendición de cuentas más eficaces a los que hoy tenemos. Pero sólo con acuerdos básicos se puede avanzar. Todavía más cuando es poco imaginable que la clase política hable con claridad de esto, toda vez que no va a trastocar de manera voluntaria un estatus quo que les beneficia.
¿La culpa la tiene el Estado? ¿O más bien vemos la consecuencia natural de un conjunto de reglas que permitieron que esto sucediera? Nuestro sistema político se diseñó para que el poder rotase periódicamente entre diversos grupos de un partido, de tal forma que no se pudieron construir instituciones sólidas que permitiesen la primacía del derecho sobre acuerdos no escritos. Y en su debilidad y porosidad, permitieron la entrada de grupos que operaban al margen de las instituciones o buscaban debilitarlas. La regla fue la cooptación y la asignación de prebendas, no la seguridad. No se puede culpar a una entidad tan grande y compleja que se difumina la responsabilidad.
Si la culpa no es de un Estado, la crisis que hoy enfrentamos va contra una institucionalidad, no contra un gobernante, partido o “clase política”. ¿Cómo salir de esto?
La disyuntiva es revisar las reglas o acabarlas de tirar por la borda. Y al contrario de lo que algunos románticos pueden pensar, el segundo escenario implicaría alguna especie de recaída autoritaria, sea al populismo o al golpismo. Puede que los lectores vean atractivo uno u otro escenario. Están en su derecho: sólo piensen las implicaciones de cada uno.
Si buscamos mejorar las instituciones, ¿por dónde empezar? Hay mucho por hacer en todos los campos: el político, el económico y el social. El problema de los dos últimos es que deberían ser objeto de la lucha partidista: intervención del Estado y libertad; y optar por uno u otro en las reglas del juego generará tarde o temprano intereses enquistados que buscarán mantener sus privilegios. Ese no es materia de la Constitución, sino de leyes.
Ahora bien, las normas políticas deben reducirse a las reglas del juego para la gobernabilidad y el cambio pacífico del poder. Si queremos considerarnos demócratas la solución es optar por libertades públicas, no limitarlas, a riesgo de de fortalecer a quienes desean liberar al pueblo de sus propias decisiones. Y esto no se puede lograr si no limitamos al poder y perfeccionamos nuestros mecanismos de rendición de cuentas. Mucho se logró en el pasado ejercicio de reforma política, aunque sus efectos no se verán sino a partir de 2018. Hay que dar pasos adelante.
¿Una agenda mínima? Podríamos pensar en tres temas.
Primero, liberalizar las reglas electorales. Ningún político mexicano ganaría una elección en otra democracia. El financiamiento público predominante no incentiva a buscar el voto y competir, sino a garantizarse una renta a partir de conservar un umbral de representación. Hay que revisar las reglas de ingreso, para facilitar la creación de nuevos partidos y candidatos independientes que pongan presión a los partidos existentes. Y tener reglas de comunicación política menos restrictivas en materia de personas que pueden divulgar mensajes y campañas de contraste. Un político que dice que las campañas negativas “denigran” sólo quiere ocultar sus actos. En todo caso, las calumnias son tema de tribunales civiles, no deberían ser tratadas en leyes electorales.
Segundo lugar, revisar los sistemas de inmunidades. El “fuero” sólo debe ser prerrogativa de legisladores, a ser revisada por su respectiva cámara. Y el juicio político se concibió como un instrumento de control extremo del legislativo hacia los poderes ejecutivo y judicial. Si leemos el Título Cuarto de la Constitución Política con esa óptica veremos un conjunto de reglas creadas para fomentar de manera expresa la impunidad.
Y por último la transparencia. Los partidos no van a limitar sus márgenes de maniobra si no hay incentivos para hacerlo o castigos si lo evitan. Otra vez, las reformas que se hicieron hace poco en esta materia fueron importantes. Sería conveniente impulsar los temas pendientes.
Este momento de crisis puede ser una oportunidad para fortalecer la democracia si sabemos por dónde empezar.