¿Cómo nos duele el dolor? ¿De cuántas formas y con qué matices? Hace unos días la editorial Atrasalante, en coedición con la Universidad Autónoma de Sinaloa, publicó “Espejo de doble filo, Antología binacional de poesía sobre la violencia Colombia-México”. Es una antología devastadora.
La selección corrió a cargo de Iván Trejo, quien hace más de una década pudo ver en Medellín el futuro de la ciudad donde reside: Monterrey. Y tal vez por eso, o precisamente por eso, porque los poetas ven el futuro y tienen una voz privilegiada para hablar del amor y de la rabia, es que Trejo decidió hacer este trabajo de selección. Sesenta poetas de cada país. Sesenta colombianos y sesenta mexicanos.
Sesenta colombianos que inician con Luis Vidales, nacido en 1904, y terminan con Danny Yasid León, nacido en 1990. Reuniendo en un volumen a Álvaro Mutis, José Manuel Arango, Emilia Ayarza, Juan Manuel Roca, Mery Yolanda Sánchez y tantos otros que tal vez usted ya conozca y, si no, sentirá al leerlos que los conoce de toda la vida.
Sesenta mexicanos cuya puerta abre Octavio Paz y, al final, Esther M. García, nacida en 1987, no la cierra: porque por desgracia en este país parece que todo se cierra menos la violencia. Y ahí están, con su voz y con su grito, Jaime Sabines y Rosario Castellanos, Gabriel Zaid y Carmen Boullosa, José Emilio Pacheco y Cristina Rivera Garza, Javier Sicilia y María Rivera. Sesenta mexicanos. Ciento veinte en total.
No puedo decir que yo haya tenido la suerte de escribir el epílogo de la antología, pero sí el privilegio. Porque este es un libro que deberíamos de tener todos al alcance de la mano si queremos empezar a reconstruir nuestro corazón.
No digo más, dejo un fragmento del texto que escribí, a posta, como una invitación a su lectura:
“Al final quedan las preguntas, las ventanas: los límites de esta casa que somos, de nuestro hogar disfuncional, nuestros cien años de violencia. Ojalá fuera de otra manera. Ojalá no fuéramos mexicanos ni colombianos cuando la casa se torna pesadilla, ¿pero qué país del mundo no ha sido convertido en un campo de exterminio? ¿Francia? ¿Kenia? ¿Canadá? “Recuerda que la paz es una dádiva incierta que te concede la guerra”, escribió Raúl Henao y nuestra memoria –por ilusa, por soberbia- persiste en olvidarlo. “Aquí no pasa”, decimos. “Ésta es la cuna de la civilización”, vitoreamos. Hasta que la rabia vuelve con unas y otras formas, cada vez más claras, más ingeniosas y científicas, de pronunciar el terror. Entonces afirmamos que la poesía sirve para nada, después de Auschwitz, después de un hijo asesinado. Y nuestra afirmación es honesta, pues hemos presenciado el fin de la civilización en un instante, hemos sido testigos del fin de la humanidad, de todos los sentimientos que creíamos caros y en valía, en el momento justo en que alguien igual a uno mismo tomaba una arma y daba muerte a alguien igual a uno mismo. Fin de las certezas adquiridas: porque es imposible aprender a priori, porque cada vida segada nos duele diferente. Peor, todavía, porque al tratar de escribir sobre la violencia las palabras se quedan cortas, sentimos, se declaran incapaces de transmitir, de limpiar las heridas, de curarnos. Y, sin embargo, declaramos el fin con las palabras, escribimos un poema para hacerlo.
Porque somos humanos.
Y esperanza.
Porque cada que escribimos fin también escribimos esperanza. Y tendemos una mano para tocar otra mano. Y nuestro corazón herido se abre para tocar otro corazón herido. Ciento veinte corazones, ciento veinte que llaman a la mesa a otros tantos, a sus padres, hermanos, hijos, vecinos, tíos, y tomaríamos vino si tomáramos vino, nomás por lo que evoca, nomás por lo que nos han dicho que confiere de sagrado, pero tomamos tequila y tomamos aguardiente, porque somos colombianos y mexicanos, y vertemos un chorrito al piso para convocar a las ánimas, para que vengan nuestros fantasmas y beban con nosotros.”