Confieso que tengo un problema con palabras como “tomar conciencia”. Cierto, suenan grandilocuentes, hacen ver a quien las dice como alguien preocupado y comprometido con el entorno y nadie en su sano juicio diría que el país está bien. Sin embargo, en su generalidad esta frase legitima un estado de las cosas o lleva a justificar atropellos a nombre de un presunto “despertar de las conciencias” de quienes se considera “dormidos”.
Sobre el primer escenario recuerdo que en los años ochenta, durante el noticiero 24 Horas con Jacobo Zabludovsky, había una cápsula protagonizada por “Doña Furibunda”: una mujer de clase media con mandil y tubos que mientras cortaba verduras o preparaba la comida se quejaba de los políticos, el transporte urbano, los servicios públicos o cualquier otro problema cotidiano. El resultado: fortalecer una vaga noción de que “todos los políticos son iguales y además estamos amolados” en horario triple A, fortaleciendo el sentimiento de fatalidad colectiva que necesitaba el régimen para legitimarse.
El otro camino necesita de una persona que sea reconocida por otros como “consciente”. Esto va más allá de estar “informado”, sino tiene más que ver con poseer una verdad superior o al menos tener la razón sobre cómo deberían tomarse las decisiones públicas. Gracias a ellos se llega a dividir el mundo entre “buenos” y “malos”, donde en algún momento los primeros triunfarán sin importar los obstáculos que pongan los segundos. Por ello, reza el discurso, es indispensable “convertir” o eliminar a quienes se opongan al plan del iluminado. El resultado es predecible: expropiaciones, persecuciones, purgas, campos de “reeducación” y otras linduras.
La semana pasada se estrenó la última película de Luis Estrada: La dictadura perfecta, y ha generado polémica desde los trailers y las estrategias de promoción. Aunque se revela una sátira directa y fuerte, ¿qué nos deja? ¿Qué deberíamos hacer con el cuadro desolador que nos dibuja?
Antes de seguir, quiero dejar claro que me gustó la película al contrario de las expectativas que tenía: imaginaba un conjunto de clichés y chistes ideologizados con personajes estereotipados por el encasillamiento de algunos actores. Por lo tanto reconozco que me divirtió la obra y comencé a respetar más la calidad interpretativa de no pocos de los histriones.
¿Hubo censura por parte de Televisa? La historia que ofrece Luis Estrada suena convincente: a la televisora no le pareció el resultado e intentó bloquearla. Sin embargo, prosigue, una cadena de cines decidió desafiar al oligopolio. Pero si quitamos los calificativos tenemos una compañía que vio la oportunidad de ganar dinero por una película a la que al parecer otros no querían distribuir, como sucede con cualquier mercado libre.
¿Y los actores de Televisa, de los cuales varios tienen contratos de exclusividad? Para esta narrativa actuaron por libre voluntad y si no fuera porque algunos participan en el embrutecimiento de las masas con las telenovelas, la progresía podría considerar su participación casi como heroica. Sea como fuere, casi todos han participado de manera activa en la promoción de la película.
A reserva de que no conocemos la postura oficial de Televisa, la frase “la película que (ponga aquí el nombre del villano del momento) no quiere que vean” ha sido uno de los más exitosos ganchos publicitarios para este tipo de películas. Recordemos por ejemplo a Fraude: México 2006 de Luis Mandoki, que estuvo semanas exhibiéndose. Incluso tenía militantes gritando consignas durante su exhibición para que el asistente contase con la experiencia brechtiana completa.
¿Le quita el sueño a Televisa la táctica publicitaria de Estrada de ir a todos los medios para decir que teme la censura? No creo: la experiencia de “Doña Furibunda” muestra que una protesta de ese tipo, la cual sólo es asumida por un grupo ruidoso de sectarios, hasta ayuda a fortalecer al sistema. A lo sumo se trataría de una raya más al tigre, pues.
La sorpresa aumenta cuando el espectador ve que la película fue cofinanciada por el Fonca, Imcine y otras dependencias públicas. Es más, una entidad tan priísta como Durango prestó al palacio de gobierno y el congreso local como locaciones. ¿Cómo leer esto? En el peor escenario, al poder le interesa tener una crítica domesticada vía fondos públicos. En el mejor escenario, hemos alcanzado un nivel de libertad de expresión los suficientemente sólida para que no sea motivo de escándalo o censura una película como esta. Y ojo, eso no significa que las cosas están del todo bien en esta materia. Pero seamos realistas: desde hace catorce años a nadie le importa que un actor personifique a un presidente en funciones, desde que Andrés Bustamante lo hizo con Vicente Fox.
Ahora bien, ¿qué hacer con el mensaje, que parecería reducirse a un “ni modo, así somos”? Y a final de cuentas, ¿no hacen cosas similares todos los gobiernos y medios de información en el mundo? A menos que decidamos contemplarnos el ombligo mientras nos lamentamos de cuánto nos duele el país, las grandes empresas mediáticas y gobiernos tienen a sus estrategas en medios, cuya función es generar noticias que desvíen la atención del público sobre otros temas importantes.
Vayamos más lejos: en todo el mundo hay masas susceptibles de ser manipuladas por políticos inescrupulosos, y esto no depende del grado de desarrollo de un país, la educación de su gente o el nivel de pobreza. Hasta en democracias que consideramos “avanzadas” basta con un breve periodo de inestabilidad e incertidumbre para que los votantes se lancen a los brazos de cualquier demagogo, venga de la izquierda o la derecha.
Entonces, ¿qué hacer para evitar la influencia de los medios? Hay dos formas, las cuales llevan a dos tipos de actitudes de los políticos: ampliar o restringir las libertades.
El primer camino implica tener medios que compitan entre sí, acceso libre a los medios y considerar que salvo los llamados a la sedición o la intolerancia, debe haber libertad de información. ¿Van los políticos a “denigrar” a otros? Desde luego, pero ese es problema de tribunales civiles. Lo anterior implica reconocer que habrá medios afines a uno u otro partido, pero todos tienen sus propias opciones. Y los políticos deben asistir a todos si desean realmente ganar votos: lo que importa en este marco es su capacidad de respuesta ante ataques.
El segundo implica restringir, pues se trata de proteger a las masas manipulables de sus propias decisiones. Si hay comunicadores que dicen lo que a un grupo no le gusta escuchar, la tendencia es a decir que son “vendidos”. Naturalmente, no se debe decir cosas que a los políticos no les gusta porque son “conspiraciones” para “bajarlos a la mala”, lo cual premia la victimización por encima de la competitividad. Y la lucha no es tanto por la libertad de información sino por ver quién está autorizado a decir una “verdad”: un oligopolio mediático es lo que más conviene a ese tipo de clase política.
¿Puede la televisión fabricar una candidatura presidencial triunfadora? Si bien son influyentes en moldear las percepciones de la opinión pública, su capacidad se ve potenciada o limitada por arreglos como los arriba descritos. Por lo pronto tenemos una clase política tan poco representativa y responsable que los hace a todos, sin importar su color partidista, dependientes de los medios masivos para afianzarse ante la opinión pública. En este juego, y si seguimos con la teoría conspiratoria, un medio puede hacer una apuesta que podría ser o no exitosa, pero a final de cuentas todo grupo de interés va a apoyar a alguien.
La progresía puede regocijarse en los casos reales o presuntos de Enrique Peña Nieto y recientemente de Manuel Velasco Coello, pero ¿no se convirtió López Obrador en un fenómeno masivo gracias a sus conferencias “mañaneras” cuando era jefe de gobierno del Distrito Federal? Semejante exposición le permitió por varios años sentar la agenda de discusión diaria. Eso implicó que los medios consideraron por alguna razón que era relevante lo que decía. ¿Por qué no se ha repetido esta experiencia, ni siquiera por parte de los jefes de gobierno que le sucedieron? Dejemos a un lado las especulaciones de si hubo o no un trato con las televisoras: no se podrían explicar las elecciones de 2006 sin ese componente mediático.
En lugar de contemplarnos el ombligo sobre el peso de una compañía en la fabricación de un gobernante, deberíamos fijarnos en temas como la calidad de políticos que generan nuestras creencias de lo que debería o no permitirse que prohíban en materia de comunicación política.