Iba a la FIL del Zócalo ilusionadísimo, mi compa. Con un varo ahorrado y hartas ganas de encontrar aquellos libros y manuales que le ayudaran a mejorar su jale de acuacultor en Guasave, Sinaloa. Y ¡téngale!, regresó con una sola buena noticia: sus ahorros intactos.
Historias como ésta son típicas entre mis amigos de ciencias naturales y a mí mismo me sucedió cuando terminé la carrera de física y por fin tuve dinero para comprar libros: al inicio sí encontré lo que buscaba, porque eran los manuales típicos y básicos (Genes, de Lewin -que iba en la VII edición-, las lecturas de Feynman, el Tippens, el Krebs, el Taiz y Zeiger, y similares), pero cuando quise pasar de lo más simple a algo un poquito menos choteado: nanais.
Me explico. Si usted no estudió ciencias naturales, muy probablemente los autores anteriores le suenen harto desconocidos y especializados. Pero es como si usted buscara libros de arte y sólo hubiera de Van Gogh y Miguel Ángel; si buscara una novela y sólo estuvieran Cervantes y García Márquez; si buscara algo de administración y nomás Fayol y Taylor. Referencias obligadas, sí, pero apenas un pie de casa, un atisbo. Más aún, una ventanita por la que apenas, si acaso, se alcanzan a identificar áreas completas del quehacer humano: ¿podríamos intuir el performance, el happening, la instalación, etcétera a partir de Van Gogh y Miguel Ángel?, ¿los sistemas de calidad a partir de Fayol y Taylor? Y, si somos bien imaginativos e inteligentes, ¿podríamos llevarlo a la práctica sólo con esa bibliografía?
Obviamente no.
Y ése es el busilis del asunto. Mismo que tiene varias ramificaciones.
Primero, al haber áreas completas del conocimiento ausentes de los anaqueles de las ferias y las librerías (y, por supuesto, de las bibliotecas) es como si dichas áreas no existieran o, tácitamente, le dijéramos, como sociedad, al futuro interesado que eso no importa, que no vale la pena y sirve para nada. ¿Para qué quieres estudiar química atmosférica u oceanografía física? Olvídate de ese momento maravilloso en que, siendo niño o adolescente, te imaginaste las reacciones químicas de los gases en el cielo o el flujo de las corrientes marinas y te preguntaste el porqué de las olas.
Segundo, al encontrarnos sólo, si acaso, con los manuales básicos (digamos de apicultura o silvicultura) el futuro emprendedor se verá en la necesidad de ir prueba y error, repitiendo décadas y décadas de experimentos, para tener sus abejitas o hacer un manejo del cachito de bosque que tiene en su parcela. Por supuesto, nuestro interesado podría consultar los artículos científicos más actuales al respecto pero, si usted ya sabe algo de esto, ya sabe que es más una fantasía que una realidad: el acceso -por costo, distribución, lenguaje y demás- es complicado. De aquí que la defensa de la educación tecnológica de los normalistas de Ayotzinapa parezca ser la última de esa utopía de llevar la educación tecnológica a todos los mexicanos.
Tercero, a diferencia de las ciencias sociales, en ciencias naturales es casi una misión imposible encontrar los trabajos fundacionales de cada área: los Principia de Newton, las Leçons de Cuvier, los Elements de Lyell, etcétera. De modo que si alguien quiere ir a revisar los principios de una área de estudio para entenderla a cabalidad o revolucionarla (Kuhn dixit), se topa con pared o, en el mejor de los casos, habrá de leerlos en la pantalla y en el idioma original.
La cuarta ramificación es una linda paradoja: llevamos años cacareando clases de inglés en las primarias y la mayor parte de los libros de ciencia que se encuentran en las ferias y librerías ¡están en español! Esto no tendría mayor problema si 1) en nuestra lengua hubiera una industria que tradujera rápida y prolíficamente o 2) nuestro idioma estuviera al último grito de la ciencia. El problema es que estos dos postulados son falsos y normalmente pasan años antes de que se traduzca un texto (y eso si está escrito en inglés o francés; si no, hay que esperar a que llegue el teléfono descompuesto de la traducción de la traducción).
Quinto, si bien es cierto que una parte de nuestros problemas actuales no tiene ni tendrá una solución tecnocientífica (la violencia, por ejemplo), otra parte sí. Y, además, es urgente. El problema es que, al carecer de textos y de una comunidad tecnológica y científicamente alfabetizada, no falta el burro con iniciativa (también conocido como alcalde, jefe de gobierno o gobernador) que se gasta millonadas en tonteras de alguien que le supo dorar la píldora: ejemplos tenemos en todas nuestras ciudades. De aquí que, por supuesto, la lucha de los investigadores, profesores y estudiantes del IPN sea totalmente válida.
Sexto, si usted es humanista, escritor, artista o similar, es posible que le parezca que lo que aquí se dice sea una suerte de oda o nostalgia por el programa positivista del Porfiriato y ya esté pensando en las amenazas que esto implica (y si usted no es de izquierda, esté pensando en Calles y Cárdenas y sus terrores “ya superados” de la educación socialista, como mencionaba cierto articulista de Newsweek en Español respecto a los normalistas de Guerrero). Y tiene razón: aquí pretendo revivir la discusión entre la perspectiva platónica y aristotélica del conocimiento. Pero, por suerte, han pasado muchos años de debate y, como propusiera C. P. Snow, no se trata de una cuestión maniquea, de blancos y negros, sino de complementarnos.
Es decir, en el caso de la literatura, imagine qué habría sido de estos muchachos sin sus lecturas científicas: Borges, Reyes, Arreola, Calvino, Sciascia, Asimov, Bioy Casares, Sábato, Volpi, Pratchett, Bradbury, Orwell, Huxley, Vian, Lem, Gary, Chimal (ambos, Carlos y Alberto), Machado de Asís, Dick, todos los futuristas y estridentistas y un largo largo etcétera. Y es que, por un lado, la ciencia y la tecnología han sido fuentes de inspiración y de recursos que han coadyuvado a abrir las posibilidades de las artes (piense usted en la plástica sin el óleo y demás desarrollos químicos, por no hablar del cine, la música o la fotografía). Y, por otro, han sido los artistas y los humanistas quienes han puesto el dedo en la llaga al reflexionar sobre la ciencia y la tecnología, quienes son capaces de devolverle el “lado humano”, social y ambiental que en ocasiones olvidan los científicos: desde Mary Shelley hasta los cuestionamientos ambientales, pasando por los dadaístas y demás.
Dicho de otro modo, una sociedad donde no sólo el egresado común de la preparatoria (digamos, un chofer repartidor de refrescos) sino incluso los humanistas y artistas no tienen acceso a lecturas tecnocientíficas, o no quiere leerlas por algún prurito cultural (me he encontrado con colegas escritores que afirman que aún los bestsellers de divulgación científica, como Stephen Jay Gould, James Gleick o Jared Diamond, “son complicadísimos”), es una sociedad condenada al divorcio cultural, al desarrollo de expertos en monologar en su torre de marfil, a no entender por qué estudiantes de ingeniería y normalistas protestan hasta que, trágica, fatalmente, es demasiado tarde. Peor aún, una sociedad con fanáticos del sarcasmo que creen que el chiste y la burla son siempre muestras de inteligencia. Para estos casos, nos dicen, la ciencia siempre puede ser un antídoto contra el fanatismo.