La semana pasada el video del secuestro del Diputado Federal por Jalisco, Gabriel Gómez Michel, le dio la vuelta al mundo. México volvió a llamar la atención internacional por la fragilidad de su estado de derecho.
El hecho es grave porque no es un secuestro y asesinato cualquiera. Que un legislador federal, cercano a las más altas cúpulas del partido en el poder presidencial sea secuestrado a plena luz del día con una coordinación impecable de al menos cinco vehículos; frente a las cámaras de vigilancia; para luego ser encontrado calcinado junto a su asistente al interior de un vehículo, no puede ser otra cosa más que un mensaje. Uno muy contundente, por cierto.
Aquellos que perpetraron el delito sabían que los estaban grabando y no se intimidaron. Las instrucciones eran precisas y el mensaje brutal: no hay precaución ni miedo. El crimen organizado en México es poderoso y con el secuestro de Gómez Michel hizo alarde de su poder.
Me parece que podemos aprender dos lecciones del hecho. Una: la violencia exhibida no es un fin en sí mismo, sino un recurso para perseguir otros objetivos y; dos: el hecho representa -simbólicamente- un punto de quiebre en el mal equilibrio de poderes entre la élite político-empresarial de este país y el crimen organizado.
Me explico.
Dice Diego Gambetta en “La mafia siciliana”, que la violencia es uno de los recursos de los carteles para conseguir sus objetivos. Las razones de su aparición pueden ser diversas: el paradigma prohibicionista que genera los incentivos para la generación de un mercado negro de drogas muy lucrativo, la necesidad de “mostrar” rudeza frente a los competidores, la inestabilidad en la relación de las familias que integran los carteles. Pero sobre todo, la violencia expresa la capacidad de fuerza del mafioso para controlar un territorio -su territorio- y brindar protección o garantías. En el sentido más profundo, dice Gambetta, lo que verdaderamente está en juego es la protección.
Con el asesinato del Gómez Michel, así como con el de más de 60 funcionarios de Jalisco documentados periodísticamente en los últimos meses, los miembros del Cártel de Jalisco Nueva Generación establecen un precedente y le dicen a las autoridades estatales del Gobernador Aristóteles Sandoval, y a las autoridades federales del Presidente Enrique Peña Nieto, que en Jalisco -les guste o no- mandan ellos.
Y “mandar” es un término amplio: expresa el control exhaustivo de un territorio sobre las transacciones, las conductas, los castigos. En pocas palabras: el ejercicio del poder como dominación, dijera Foucault.
La segunda lección es todavía más preocupante. Si bien en México hemos tenido ya la experiencia de múltiples asesinatos políticos de la más diversa naturaleza y circunstancia, el crimen de Gómez Michel significa un desafío de un cartel del crimen organizado a la clase más poderosa de este país: la élite político-empresarial.
Y aquí es imposible no recordar la continua advertencia de Edgardo Buscaglia: tarde o temprano ese grupúsculo que se enriquece a diario a costa de la extracción de rentas, la corrupción y la impunidad, será alcanzado por el crimen organizado con el que se ha coludido al nivel de la mímesis.
La clase política mexicana ha considerado durante muchos años que es capaz de administrar al crimen organizado. Confía en su capacidad de negociación para llegar siempre a un buen arreglo, un trato en el que todos resulten ganadores. Lo que todavía no entienden es que la mafia es por naturaleza monopólica. La mercancía es el poder y el poder no se comparte. Es exclusivo.
La protección institucional desde la élite política hacia el crimen organizado ha posibilitado su descomunal crecimiento y es obvio que en el futuro será incapaz de ejercer algún tipo de control sobre el mismo.
No veo incentivos para que el crimen organizado abandone sus conquistas, tampoco veo disposición alguna de la clase política gobernante para combatir la corrupción que lo hace posible. Ya lo señaló Juan Pablo Castañón de Coparmex: ha pasado un tercio del sexenio y seguimos sin Comisión Nacional Anticorrupción.
El diagnóstico no es promisorio. El choque de trenes es inevitable. Habremos de aprender como los colombianos que durante décadas perdieron periodistas, policías, legisladores y hasta candidatos presidenciales, mientras jugaban a “administrar” el problema.
La experiencia es dolorosa: no hay atajos ni soluciones mágicas. La única alternativa es la construcción de instituciones para contar con un verdadero estado de derecho.
Los criminales han enviado su mensaje, espero que la clase política acuse recibo.