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Francisco Ortiz Pinchetti

23/09/2014 - 12:00 am

De paellas y otras aventuras

Cuentan que el cineasta Luis Buñuel, además de inmenso creador, era un extraordinario paellero. (Para no evitar problemas, como decía un amigo, aclaro de entrada que la Real Academia Española acaba de aceptar nuevas acepciones de esta palabra, que se incluirán en la edición 23 del Diccionario de la Lengua Española, por aparecer a fines […]

Cuentan que el cineasta Luis Buñuel, además de inmenso creador, era un extraordinario paellero. (Para no evitar problemas, como decía un amigo, aclaro de entrada que la Real Academia Española acaba de aceptar nuevas acepciones de esta palabra, que se incluirán en la edición 23 del Diccionario de la Lengua Española, por aparecer a fines de este año. Ahora paellera o paellero no será sólo el recipiente metálico en forma de extendido sartén en que se prepara este singular, complicado y exquisito guiso de arroz, sino también la persona que hace paellas y la persona aficionada a la paella). Tenía este aragonés nacido en el 1900 y que adoptó la nacionalidad mexicana en 1949 la buena costumbre de cocinar ese platillo emblemático de su país natal al menos dos veces al año: una, con motivo de su cumpleaños, el 22 de febrero, y otra hacia octubre/noviembre con la llegada del Otoño. Lo cocinaba personalmente en el jardín de la casa en que vivió los últimos 30 años de su vida y hasta su muerte (acaecida el 29 de julio de 1983) en la cerrada de Félix Cuevas número 27, de la colonia Del Valle, que fue adquirida por el gobierno español y hoy convertida en un recinto cultural a su memoria, la Casa Buñuel. Solía compartir el guiso con amigos del ambiente cinematográfico, mexicanos y republicanos españoles exiliados aquí, y con lo más granadito de la intelectualidad local –incluidos por supuesto Octavio Paz, Carlos Fuentes y Gabriel García Márquez-- con la que convivía este monstruo del surrealismo. Y dicen que al menos en un par de ocasiones enfureció a tal grado por la impuntualidad de algunos de sus invitados, que fue capaz de  literalmente tirar, voltear la paellera con su rico contenido sobre el césped de su cuidado jardín, con lo que por supuesto entre maldiciones y cosas peores daba por clausurada la convivencia.

Por supuesto que yo sería incapaz de un arrebato así, sólo permitido a un genio de su tamaño, pero comparto la importancia que daba Buñuel a la presencia puntual de los comensales, a los que ahora podemos llamar también paelleros sin temor de cometer pecado gramatical alguno. Y es que más que un platillo, la paella es una convivencia. La degustación debe ser el colofón de una tertulia de amigos, que  participan en alguna forma en el ritual que implica la confección del guiso mientras departen sus comentarios y vivencias, como en una reunión fraterna. No hay nada más sabroso que esa chorcha en la que se alternan las preguntas culinarias con los comentarios chuscos y las noticias del día. Lo único que no se vale es tratar de enmendarle la receta o el estilo al paellero, que son intocables.

Sabemos que la paella valenciana, la original y verdadera,  está elaborada a base de los productos de la huerta, es decir, verduras, pollo y conejo, básicamente. Sin embargo, la modalidad más común en España y más conocida en el mundo entero es la paella mixta, que involucra además de esos ingredientes a la carne de cerdo y los mariscos. Hasta donde he podido indagar, el autor de Los Olvidados (1950) preparaba una suculenta paella mixta, quizá similar en su receta a la que me atrevo de vez en cuando a perpetrar.  La aprendí de mi padre y con mi padre, de quien fue pinche en varias ocasiones. A su vez, él la había aprendido, contaba, de unos banderilleros valencianos de la cuadrilla de alguna figura de los años cuarenta que la prepararon para algún convivo de taurinos aquí en México. Tiene ciertas peculiaridades que en ocasiones me han valido regaños de señoras expertas en cocina, pero la verdad es que al final, aunque no hay dos paellas iguales, casi siempre he salido por la puerta grande. Por eso, me atrevo a compartirles más el ritual que las cantidades, pues éstas dependen estrictamente del número de comensales. (Les adelanto sólo que debe asegurarse una pieza da pollo –pierna o muslo— una costillita o trozo de carne de cerdo y un par de camarones grandes por persona). Obviamente, la paella se prepara necesariamente al aire libre, en el patio o el jardín. En una sola ocasión, a insistencias de mi hermano José Agustín, la hice en el balcón del departamento donde vivía en la colonia Condesa. No necesito describirles la forma como el olor bajó de piso en piso hasta colmar pasillos, escaleras y cubos de luz, al grado de provocar  la apenada visita de más de un antojadizo vecino.

Hay que usar una paellera (a la que antes la RAE llamaba paella) del tamaño adecuado para el número de comensales. Un buen número es 15. El máximo que me atrevido a hacer, es para 30. Lo primero, además de encender el carbón en un anafre adecuado al tamaño del recipiente de acero inoxidable es asegurarse de contar con el auxilio de un buen o una buena pincha (joder, Fox), auxiliar que deberá actuar a partir de nuestras concisas instrucciones, a veces con una mera mueca. Su primera chamba será la de lavar y acondicionar los ingredientes. Picar la cebolla, despuntar los ejotes, descascarar los chícharos, etcétera. También el preparar  en una cazuela al menos tres o cuatro litros de caldo de pollo y conservarlo permanentemente caliente. Disolver en medio vaso de agua hirviendo las fibras de azafrán español auténtico de cuando menos ocho sobrecitos (para 15 personas)  y tenerlo a la mano.

Todo a punto, y luego de persignarnos, empezaremos por verter  aceite de oliva hasta cubrir el fondo de la paellera y dejarlo calentar casi a su hervor. Ojo: hay que cuidar que la paellera esté bien horizontal para que el aceite no se cargue a un lado. Entonces colocaremos  en él los dientes pelados de tres o cuatro cabezas de ajo para que se frían y se doren. Cuando están dorados, hay que sacarlos, escurrirlos y disponerlos junto con unos bolillos rebanados como botana para los invitados, que en este momento –¿verdad don Luis?— deberán ya estar todos presentes.  Entonces vendrá a la paellera la cebolla picada, hasta que acitrone y luego, sin perder el ritmo y de manera sucesiva en orden al tiempo de coacción de cada ingrediente: las costillitas o trocitos de pulpa de cerdo y las piezas de pollo, primero, y esperar a que se frían; proseguimos con las alcachofas partidas en cuatro, los ejotes a la mitad, los chicharos limpios, el pimiento rojo en tiras, la morcilla de arroz en rebanadas, el chorizo español en rodajas, las salchichitas especiales para paella, las almejas medianas,  mejillones en concha, jaibas chicas partidas  y camarones grandes con cabeza (no necesariamente gigantes), en el entendido de no dejar de mover y revolver con una cuchara de madera y de ajustar de vez en vez el aceite de olivo, del que se consume a final de cuentas casi medio litro. Todo deberá sofreírse adecuadamente. Cuando ello haya ocurrido, deberemos verter sobre el guiso, directo de la caja, seco, el arroz Cristal que para este menester resulta insustituible. Puede repartirse en forma de cruz y enseguida revolverlo perfectamente con el resto de los ingredientes con la pala. Tras un par de  minutos a lo mucho para que también sofría el arroz, traemos y vertemos el consomé de pollo bien caliente hasta cubrir los ingredientes. La seña es llenar de líquido hasta los remaches de las agarraderas de la paellera.  Siempre habrá que tener suficiente consomé caliente de reserva, por si hace falta reponer líquido, lo que puede ser definitivo en el destino de nuestra paella y nuestra carrera de cocineros. Vendrá luego el azafrán diluido en medio vaso de agua caliente. Enseguida vamos a sazonar con sal y pimienta negra molida, al gusto. Deberemos repartir todo muy bien con la pala a lo ancho del recipiente. Y entonces sí, se prohíbe revolver más. El guiso tendrá ahora unos 20 minutos de coacción, que deberá ser comprobada de rato en rato.  Corregiremos la sazón, de ser necesario. La única forma de mover el guiso, sin que se bata, es tomar entre dos personas la paella por sus asas, levantarla y agitarla con cuidado a izquierda y derecha, para volverla a poner al carbón, cuyo encendido parejo deberemos cuidar. Generalmente, el grado óptimo de coacción coincide con el agotamiento del caldo, aunque no es menester que la paella quede completamente seca. A manera de firma, acostumbro vaciar un vaso de vino tinto un poco antes de retirar la paellera del anafre para asentarla  en el piso de tierra (o pasto) previamente mojado. Ahí adornaremos nuestro platillo con perejil finamente picado y rajitas de pimiento rojo de las que vienen enlatadas. Finalmente cubrimos el recipiente con una manta bien humedecida y así la dejaremos en reposo durante unos diez o quince minutos, lapso en el que acabará de cocerse y el arroz resumirá el caldo restante con todos sus sabores y olores. Entonces es el momento de destaparla y llevarla a la mesa, decía mi padre, mientras se reza un padrenuestro. Válgame.

 Twitter: @fopinchetti

Francisco Ortiz Pinchetti
Fue reportero de Excélsior. Fundador del semanario Proceso, donde fue reportero, editor de asuntos especiales y codirector. Es director del periódico Libre en el Sur y del sitio www.libreenelsur.mx. Autor de De pueblo en pueblo (Océano, 2000) y coautor de El Fenómeno Fox (Planeta, 2001).

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