Felipe Calderón quiso ser el Presidente del Empleo y terminó siendo el Presidente de la Guerra contra las drogas. Traidor de su propio eslogan y el peor enemigo de sí mismo, porta ahora el estigma de la violencia.
Recién sentado en la silla presidencial, emprendió la batalla imposible de pelear de frente contra los carteles del crimen organizado: reyes de la corrupción, la traición, la guerra silenciosa y fragmentaria.
A golpe de discurso apasionado y cuasi colérico, Calderón intentó una y mil veces vender su abordaje militarizado y lineal (allí está Google como evidencia). La “estrategia” era una y, por lo tanto, monolítica: donde hubiera Capo tendría que haber detención o asesinato, donde hubieran homicidios habría que llevar Operativos, donde hubiera tráfico habría que realizar decomisos. Allá donde el orden se perturbara habría que instalar retenes. Habría que comprar todos los juguetes tecnológicos de la popular serie de televisión ‘24’ para rastrear, localizar, medir, interceptar, espiar, intervenir, ejecutar… El sexenio cerró sobre los 70 mil muertos. Los ahora llamados “Muertos de Calderón”.
Dice Felipe Calderón, el expresidente, que ahora duerme más tranquilo. Que durante su mandato cada muerte le pesaba como ninguna. Esas muertes que Javier Sicilia le reclamó con dolor e indignación en el Castillo de Chapultepec. El encuentro propició uno de los diálogos más nítidos y dolorosos que haya tenido en este país un Ciudadano con su Presidente. Un diálogo precioso e infecundo.
Calderón organizó Foros, Encuentros y Diálogos a los que acudieron expertos de todo tipo: médicos, sociólogos, políticos y politólogos, sicólogos y hasta filósofos. Notables representantes de las ciencias duras y las ciencias blandas expusieron con amplitud y conocimiento de causa sobre la naturaleza compleja –complejísima- del narcotráfico, la drogadicción y el crimen organizado. Los encuentros arrojaron conclusiones valiosas y abrieron vertientes novedosas para el debate. Un debate que encontró siempre la misma respuesta del Presidente: la estrategia se mantiene.
Las piezas de los diferentes diálogos sirven para rastrear el discurso del Presidente Calderón y encontrar en él las motivaciones que lo llevaron a emprender la Guerra contra las drogas. La pregunta ha sido recurrente: ¿qué sabía el Presidente Calderón que el resto de los mexicanos no sabíamos?
Mucho se ha insistido en la razón de la legitimación política como fondo de la decisión. Discrepo. Si bien la urgencia de legitimidad era palpable, siempre he creído que Calderón decidió con un criterio moral más que con un criterio político. Me parece que decía la verdad cuando le explicaba a Sicilia que no le quedó de otra: que si piedras había para pelear, entonces había que lanzar pedradas.
Me explico.
Felipe Calderón es uno de los animales políticos mejor acabados de nuestra historia reciente. Formado en la vida partidista al cobijo de Castillo Peraza y pulido en el afilado cincel legislativo, el joven Felipe que comenzara en Reforma escribiendo columnas políticas, desarrolló una amplia capacidad política para corregir el rumbo, identificar con claridad su posición y actuar en consecuencia. Así lo hizo cuando a contracorriente ganó la elección interna del PAN para ser el candidato a la Presidencia y, así también, cuando apretó el paso para derrotar a López Obrador y convertirse en Presidente de México.
No veo entonces por qué apresurar una guerra que se antojaba imposible desde cualquier análisis estratégico. Al contrario, si la apuró es precisamente porque la consideraba posible. Porque la creía viable. La política ofrece un margen de maniobra que la moral no permite. Calderón es un político, pero sobre todo es un moralista. Empujado por su moral, Calderón nos metió a todos en la Guerra que ahora marca de tono escarlata su sexenio.
Como la motivación era moral, la estrategia de Calderón adoleció de los mismos defectos del carácter del Presidente: su incapacidad de escuchar y su incapacidad para corregir el rumbo. Cosa curiosa, el hombre que en política era capaz de llevar al máximo estas habilidades, en la Guerra contra las drogas se pierde porque le domina su moral personal. Así, cuando Calderón arremete contra aquellos “que envenenan a nuestros hijos”, no lo está diciendo en sentido figurado, sino en el sentido más real que usted pueda imaginar.
Frente al problema del narcotráfico y el crimen organizado Calderón no actúa pues, desde la lógica del Presidente, sino desde la lógica del Salvador.
Empecinado en sus creencias, en SU creencia, sucumbe a la dicotomía: los buenos vs los malos, lo prohibido vs lo permitido, lo subterráneo vs lo público, etc. Y es incapaz de apreciar la naturaleza real del fenómeno al que se enfrenta: un sistema complejo donde las soluciones pasan precisamente por el pensamiento sistémico y no por el sentido común. Vamos, en el pensamiento complejo las buenas intenciones suelen ser las peores.
Los saldos de la Guerra de Calderón los sufrimos todos. México aún no se recupera del impacto económico de la inseguridad y pasarán muchos años, décadas y generaciones enteras, para que podamos establecer verdad, aplicar justicia y avanzar en algún proceso de reconciliación de alcance nacional que le permita a los mexicanos resignificar el dolor de cientos de miles de víctimas de la violencia.
Y mientras que las víctimas permanecen, Felipe Calderón, el expresidente, no aprende. En lugar de optar por la prudencia y el respeto por quienes resultaron afectados por sus decisiones, aprovecha cada oportunidad ante los medios para justificar los resultados de su gestión. Esta semana sucumbió de nuevo a la tentación de justificar sus decisiones presidenciales en materia de seguridad y en entrevista para la agencia de noticias AP, manifestó: “Donde la estrategia no pudo completarse es donde los gobiernos locales no sólo no cooperaron sino que incluso obstruyeron, dado que estaban colaborando con los criminales, prueba de ello es Michoacán”.
Como bien señaló ya Carlos Puig, algo está muy mal en la declaración del expresidente. Algo está muy mal porque como Presidente tenía atribuciones y responsabilidades para con esos gobernadores a quienes ahora acusa de cómplices. Debió tomar cartas en el asunto y llevarlos ante la justicia. Debió probar su culpabilidad con el debido proceso y meterlos a la cárcel.
No lo hizo. Prefirió el reproche público en diversos actos de gobierno. Un reproche que daba nota pero que no impartía justicia. Ahora se lamenta ante la prensa internacional y transfiere la responsabilidad a aquellos “que no cooperaron”. Aquellos que, en su habitual lógica moralina, representan el lado negativo de su dicotomía: los malos.
Cierro.
Las gestiones presidenciales suelen arrojar grandes lecciones políticas. La gran enseñanza pública de la gestión calderonista ofrece, me parece, una enseñanza distinta: un aprendizaje ético.
Calderón, en su afinada inteligencia, debe saber que como Presidente desperdició la oportunidad más valiosa que tiene un mandatario nacional cuando se enfrenta a problemas grandes y complejos: la oportunidad de elevarse sobre sus defectos para encarar con virtuosismo ético sus circunstancias.
Vaya paradoja triste la del gran Calderón polemista: rehuir al debate y apostar por la arenga y la propaganda. Vaya lección triste la del Calderón Presidente: renunciar a la trascendencia por haber jugado el rol mocho y obtuso del moralista.