La (nueva) esclavitud voluntaria

10/09/2014 - 12:00 am

I. Jihaji bhai

La primera duda apareció cuando tuve que exponer sobre Surinam para la clase de geografía de la secundaria. Yo siempre había pensado que Surinam era un país latinoamericano y que, por ende, su composición cultural y racial sería similar a la mexicana o a la brasileña. Sin embargo, primero me encontré con que hablaban holandés. Después me encontré que, aparte del idioma, la población no podría estar más alejada del mundo latino o romano: la mitad provenía de Asia y la otra mitad de África (salvo por los poquitos indígenas que sobrevivieron en la selva y los otros poquitos descendientes de holandeses). En aquel tiempo anterior a internet, mi búsqueda pudo suponer el porqué de tres grupos raciales, África, América y Europa, pero no me dijo nada de Asia. Y como se podrá usted imaginar, mi maestra de geografía tampoco fue de mucha ayuda.

Muchos años después, en Wáshington, me encontré con el término “jihaji bhai” o “jahaji bhai” que significa “la hermandad del barco” y se refiere a los lazos de amistad que formaban las personas del sur de Asia en sus días atravesando el Pacífico para llegar a trabajar a América, por allá del siglo XIX.

II. La taxista de Liverpool

En días pasados tuve que ir a la Ciudad de México por cuestiones de trabajo y, en uno de los traslados, la mujer que ruleteaba el taxi se explayó contándonos a los presentes sus problemas financieros. Estaba desesperada, ya no tenía con qué pagar y no quería que la pusieran en el buró de crédito. De entrada yo imaginé que había adquirido un crédito inmobiliario, que alguno de sus seres queridos había enfermado y el hospital o las medicinas para aliviarlo eran carísimas o, en el peor de los casos, que se trataba de las letras del auto, su medio de transporte y forma de ganarse la vida. Pero no, su deuda era con una tienda departamental de “prestigio”.

En resumen, la mujer tiene que pagar por los siguientes 36 meses (3 años) la cantidad de 15mil pesos cada mes. Es decir, tiene una deuda total de $540,000 pesos. ¡Más de medio millón! El equivalente al enganche de una casa en la Ciudad de México o, dependiendo el lugar de la República, a comprar dos casas pequeñas de contado, tres autos, miles de kilos de tortillas...

Pero la mujer no había comprado una casa ni tres autos, había comprado artículos para el hogar y para su persona. Es decir, nada que pueda considerarse una inversión.

Los taxistas, como casi todo ser humano, siempre mienten a la hora de decir sus ingresos. Pero en general un taxista en cualquier lugar del mundo gana lo equivalente a lo que percibe un estudiante post-doctoral en el mismo rancho. Así, para el DF, la mujer deberá de ganar alrededor de $20,000 pesos mensuales libres de polvo y paja. Si paga cada mes su deuda, por tres años tendrá que vivir con $5,000 pesos mensuales. Si tiene casa propia y pocos hijos, la libra. Si paga renta o tiene varios dependientes económicos, ¿cómo se imagina usted que serán sus condiciones de vida los siguientes tres años? Peor aún, ¿podrá aguantar la tentación y no volver a comprar a “meses sin intereses”?

III. Los “coolies” y el engaño de los contratos

La diáspora sudasiática podría considerarse como la segunda oleada de esclavitud humana más atroz de la historia, donde México, al igual que Estados Unidos, Canadá, Cuba, Perú, Sudáfrica, Australia, Zimbabwe, Madagascar, Reino Unido, Holanda, Portugal, España, Alemania, Francia, Belice, Trinidad y Tobago, Samoa, Fidji y muchísimos países más fueron receptores, copartícipes y/o traficantes de millones de personas. Sin embargo, es muy probable que nunca hubiera oído hablar de ella.

¿Por qué?: porque era “legal”.

Es decir, era la sustitución decimonónica, pretendidamente humanista y legalista de la esclavitud de negros africanos. Se cambiaron las regiones de procedencia de los esclavos y, en teoría, los nuevos esclavos eran voluntarios y temporales pues ¡firmaban un contrato! Uno que los vinculaba en condiciones leoninas con su patrón y, en la práctica, terminaban viviendo y muriendo en las mismas circunstancias que sus pares africanos siglos atrás: en las plantaciones de tabaco, los cañaverales, las minas y la construcción de ferrocarriles. El contrato afirmaba que el contrayente cedía su trabajo de forma exclusiva para un patrón por un determinado número de años (5 a 10, por lo general) y, al término de éste, quedaba libre para volver a su hogar. Para el legalismo anglosajón, quienes promovían esta modalidad, eso estaba muy bien (además de que los portugueses ya monopolizaban el tráfico de esclavos en África) pues 1) había sido por voluntad propia que se firmaba (y todo hombre y toda mujer tiene que cumplir con lo que firma), 2) era un contrato temporal (así que no era esclavitud de por vida) y 3) al final iban a ser libres de volver a su casa.

Sin embargo en la práctica: 1) muchos de estos “voluntarios” eran secuestrados a punta de fusil y obligados a firmar, 2) muchos morían a causa de las condiciones infrahumanas de los barcos, 3) de los que llegaban a su nueva chamba (del suajili “shamba”, plantación o trabajo en la plantación) se calcula que el 80% no sobrevivía a las condiciones de trabajo y moría antes de terminar el contrato pues 4) el sueldo prometido alcanzaba para menos de lo necesario para cubrir con las necesidades básicas y el esquema de la “tienda de raya”, esa versión también “legal” del endeudamiento indiscriminado, seguía en pie, de modo que, 5) al término del contrato el “coolie” sobreviviente se veía obligado a re-contratarse “voluntariamente” con el patrón debido a sus deudas adquiridas o, en el mejor de los casos, 6) sus ahorros no le alcanzaban para pagarse el viaje de regreso a su tierra y los únicos trabajos disponibles para él o ella eran volver a contratarse de esclavos voluntarios y temporales una vez más.

Así, los “coolies” y sus hijos y nietos (de los pocos que lograban sobrevivir, valga recalcar) vivieron de facto como esclavos hasta que un evento radical cambió su infierno: por lo general una guerra (la primera o la segunda guerra mundial), una revolución y, en los menos casos, una reforma de ley que declaró ilegales ese tipo de contratos (normalmente, una reforma por el miedo a una revolución).

Por eso, básicamente, es que en lugares como Surinam, California y todos los demás mencionados, hay tanta población del sur de Asia: India, Java y sur de China, principalmente.

IV. México y sus coolies postmodernos

Un cuarto de siglo después de la “caída del comunismo” este afán legalista que supone que son legítimos los contratos leoninos a favor del contratante ha tomado nuevos bríos. Se podrían citar muchos casos (darle clic por descuido a uno de esos contratos que aparecen de cuando en cuando y sin aviso en el celular, por ejemplo) pero me parece que el mencionado de la taxista es suficiente. En todos ellos, el argumento a favor de su legitimidad es que es el individuo el que voluntariamente contrae el acuerdo. Es decir, es el mismo argumento que con los coolies; el que se argüía en esa época y el que está detrás de las versiones edulcoradas de este atroz episodio histórico (por ejemplo, las de Wikipedia en inglés y portugués, los idiomas en donde son más extensas). Versiones edulcoradas porque no sólo tratan de justificar lo injustificable sino porque también omiten, convenientemente, que para hacer posibles estos contratos fueron necesarias guerras de invasión a los países “exportadores de coolies” (las Guerras del Opio, por ejemplo).

No obstante, si uno de los principales quehaceres de un estado es procurar las condiciones necesarias para el bienestar de sus ciudadanos -y más aún en una democracia como en la que nos dicen que vivimos- ¿es válido que el Estado Mexicano permita la existencia de este tipo de contratos? No se me malentienda, el Estado Mexicano no permite hoy día contratos de esclavitud voluntaria y temporal. Pero sí permite otro tipo de contratos leoninos: los que promueven el endeudamiento casi irrestricto de los contrayentes ante compañías privadas, como las tiendas departamentales. Puesto de otro modo, el hecho de que se permita y, más aún, se promueva desde el Estado las compras a “meses sin intereses” (y peor cuando los plazos son tan extensos como tres años) ¿no es una forma de legalizar, una vez más, la “tienda de raya”?

Imagine al matrimonio joven que quiere dar regalitos de Navidad a sus hijos. No tiene dinero y compra a 24 meses sin intereses, con la esperanza (como los coolies) de que el próximo año “le irá mejor”. Pero no le va mejor el próximo año; de hecho, le va peor porque a sus pocos ingresos tiene que restarles la deuda contraída. ¿Se amarrará el cinturón y no les dará regalos a sus hijos? Racionalmente es lo que tendría que hacer, tendría que recortar su gasto y ahorrar. Eso se dice fácil. Y supongo que también lo pensó la taxista muchísimas veces antes de endeudarse con más de medio millón de pesos. Sin embargo la realidad es que hoy día, para la taxista los siguientes años de vida no pintan nada bien. O peor, el resto de su vida parece atado irremediablemente a una deuda que generará un empobrecimiento paulatino e irrefrenable: salvo que se saque la lotería o, como ella misma nos contó, opte por el camino de la ilegalidad.

Dicho de otro modo, explorar las razones individuales de por qué cada persona decide contraer un contrato perjudicial para el resto de su vida no es una cuestión de estado; es una cuestión de los individuos y de las compañías (ellas sí saben muy bien qué pasará estadísticamente con sus deudores: cuántos dejarán de pagar, cuántos se van a suicidar, etc...). Lo que sí es una cuestión de estado, y para eso les pagamos, es fomentar y vigilar que existan las condiciones óptimas para el desarrollo y la convivencia de una sociedad.

Los adalides del libre mercado nos dicen que hay que incentivar el consumo porque éste es el principal motor de la economía. Pero si lo hacemos mediante estrategias que embargan el futuro de los habitantes de una nación, voluntaria o involuntariamente, ya sabemos lo que va a pasar dentro de unos años. La historia ya nos lo ha contado.

PS.- Ahora, en la era de internet, es mucho más fácil encontrar información al respecto y se pueden hallar muchos títulos tanto de historia como de literatura, ésta última mucho más profunda en su descripción de la vida de los coolies. Lamentablemente, yo no he encontrado uno sólo que se haya escrito en español y se distribuya en nuestro país.

Luis Felipe Lomelí
(Etzatlán, 1975). Estudió Física y ecología pero se decantó por la todología no especializada: un poco de tianguero por acá y otro de doctor en filosofía de la ciencia. Es miembro del Sistema Nacional de Creadores de Arte y sus últimos libros publicados son El alivio de los ahogados (Cuadrivio, 2013) e Indio borrado (Tusquets, 2014). Se le considera el autor del cuento más corto en español: El emigrante —¿Olvida usted algo? —Ojalá.
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