La credibilidad del presidente

28/08/2014 - 12:04 am

Creerle al Presidente se ha vuelto impopular en este país. De acuerdo con un reciente estudio del Pew Research Center, la popularidad de Enrique Peña Nieto ha decaído a niveles inferiores al 50% en los últimos meses. Según la encuesta, seis de cada diez mexicanos desaprueba su gestión, lo que representa un crecimiento de 14% con respecto al año 2013. Nada que el propio Presidente no sepa y un precio que parece decidió pagar a cambio de aprobar su amplia agenda reformista.

Pero si competir en elecciones es un asunto de popularidad, gobernar no lo es. Ejercer el poder en un régimen de modelo democrático, inserto en mundo globalizado, es cada día más difícil y los resultados se antojan impredecibles. Un mundo donde los problemas son de naturaleza compleja, lo que exige propuestas de solución integrales y con una amplia base de conocimiento.

Pues bien, el Presidente Peña Nieto decidió que esas soluciones para México cabían en un paquete de 11 reformas de gran calado en materia energética, de telecomunicaciones, de competencia, de justicia, fiscal, política y de transparencia, por mencionar algunas. Esas reformas deberán ser capaces de generar un “cambio radical” en el rumbo del país con tres objetivos específicos: elevar la productividad del país, fortalecer y ampliar los derechos de los mexicanos y afianzar nuestro régimen democrático y de libertades.

De las 11 reformas, seis obedecen al primer objetivo, tres al segundo y el resto –solo dos- al tercero. Es evidente que la prioridad es la generación de riqueza para fomentar el crecimiento económico, por encima de la construcción de una arquitectura institucional robusta y moderna en materia democrática, sostenida en mecanismos de participación ciudadana, transparencia y rendición de cuentas. Peña Nieto reafirma, una vez más, que es un hombre nacido para la praxis: es capaz de citar con rapidez y precisión cual será la producción petrolera al final de su sexenio, pero no así de definir a la corrupción como concepto.

Tras dos años de diseño y desgaste político para negociar y aprobar las reformas con las que contamos ahora, ha llegado el momento de cacarear el huevo. Es tiempo para comunicar con la mayor energía y a través de todos los canales a disposición. El reto es articular un discurso útil para convencer a la población de que lo hecho está bien hecho y que habrá que esperar un poco a que los resultados se manifiesten. Podemos escuchar spots en la radio enunciando todas y cada una de las reformas, en televisión lo mismo vemos al Presidente en el programa Hoy que en el FCE; y hasta en El País de España o en el Financial Times podemos leer los artículos del Presidente.

Si la estrategia de comunicación es correcta, el próximo año deberíamos ver mejores resultados en las encuestas de popularidad. Pero dudo que la percepción negativa sobre la gestión del Presidente mejore significativamente si los resultados concretos de las reformas no se dejan sentir en la realidad relativamente rápido. ¿Pero qué significa rápido? El cierre de 2014. Para entonces el crecimiento económico deberá mostrar una mayor aceleración y el empleo empezar a recuperarse. De no ser así y a pesar de la pronunciada debilidad de la oposición, las elecciones federales de 2015 serán un trago complicado de pasar para el partido en el poder.

Me atrevo a afirmar lo anterior pues la población mexicana tiene ya muy poca paciencia y una nula credibilidad en la clase política. Según un estudio publicado por el Instituto Nacional Electoral, la credibilidad del Gobierno Federal ronda el 40% y la de los Diputados apenas el 20% junto con los Partidos Políticos.

Es obvio que el vínculo entre ciudadanos y políticos está roto y en vías de deterioro. A fuerza de escándalos de corrupción, abuso de poder, tráfico de influencias y otras acciones negativas, nuestra clase política se ha encargado de fomentar el desencanto democrático, el abstencionismo electoral y el aislamiento de los ciudadanos de la cosa pública.

Muchos de nuestros políticos se sentirán felices de que los ciudadanos no asomen sus narices sobre los que consideran “sus” asuntos. Pero esta visión patrimonialista termina también por afectar a la clase política a la hora de gobernar: es particularmente difícil llevar a cabo cualquier tipo de proyecto en políticas públicas sin el apoyo de la ciudadanía. Es más, es casi imposible llevarlo a cabo con la ciudadanía en contra.

De modo que el reto para la nueva estrategia de comunicación del Gobierno Federal encabezado por Peña Nieto, es dotar de honestidad y fondo a su discurso pro-reformas. Habermas señala que la finalidad del discurso en un sistema democrático es alcanzar el acuerdo entre las partes, pero para que eso sea posible es necesaria una ética que dote de credibilidad y corrección moral al discurso mismo. Por supuesto la ética del discurso habermasiana descansa en una situación ideal de corte filosófico. Pero sirve para ilustrar la debilidad comunicativa más profunda del gobierno de Peña Nieto: la falta de congruencia entre el discurso y los hechos.

No se vale pues, hablar de una reforma política que empodera a los ciudadanos cuando se legislan claras condiciones de inequidad para competir entre candidatos independientes y candidatos partidistas. No se vale hablar de autonomía de órganos garantes cuando se presiona al IFAI para no ejercer una acción inconstitucionalidad. No se vale hablar de un combate frontal a la pobreza cuando la estrategia se acompaña de fines electorales. Y no se vale hablar de libertad de expresión cuando la fiscalía Especializada para la Atención de Delitos contra la Libertad de Expresión (FEADLE) es un monumento a la impunidad: no ha consignando un solo culpable por los asesinatos de periodistas desde su creación.

Insisto, sigo celebrando el ánimo de esta administración por abandonar el estancamiento y apostar con energía por la movilidad y el cambio. Pero me resisto a creer que la prioridad es meterle dólares a la economía sin un plan para combatir la corrupción, para fiscalizar los recursos, para acotar a los sindicatos todopoderosos, para dejar de producir nuevos ricos.

El reto de Peña Nieto es convencer a más de cien millones de mexicanos que no confían en su estrategia y que dudan de su gestión, que será capaz de poner las #ReformasenAccion con la velocidad necesaria.

Los indicadores son fríos. Al cierre de 2018 el PIB, la Tasa de Desempleo y el Coeficiente de Gini explicarán si la gestión de la economía y el combate a la pobreza fueron correctos. Pero sobre todo será muy evidente si se redujo la corrupción o se abrió el sistema político a la ciudadanía. Los diarios y los portales de Internet darán cuenta de los aciertos, de los escándalos y las filtraciones.

El reto, repito, es convencer dotando de fondo ético al discurso, demostrando en los hechos que la corrupción no es un fenómeno cultural sino un problema que se puede atacar desde el Estado de Derecho con políticas claras y contundentes.

México, sin duda, tiene la posibilidad de dar el gran salto y colarse entre las diez economías más grandes del mundo. Si Enrique Peña Nieto quiere pasar a la historia como un reformador real, su disyuntiva es clara: erigirse como el representante mejor acabado de la tradición priísta y administrar el sistema de élites y cúpulas. O asumir un rol de verdadero estadista combatiendo la corrupción, la narcopolítica y el crimen organizado. México puede cambiar, pero no puede hacerlo simulando.

Adrián López Ortiz
Es ingeniero y maestro en estudios humanísticos con concentración en ética aplicada. Es autor de “Un país sin Paz” y “Ensayo de una provocación “, así como coautor de “La cultura en Sinaloa: narrativas de lo social y la violencia”. Imparte clase de ética y ciudadanía en el Tec de Monterrey, y desde 2012 es Director General de Periódicos Noroeste en Sinaloa.
en Sinembargo al Aire

Opinión

Opinión en video

más leídas

más leídas