Cada barrio con sus desechos

14/08/2014 - 12:02 am

Todo comenzó con los desechos radioactivos. Después de las fotos de Hiroshima y Nagasaki la gente estaba muy asustada. Nadie entendía –y sigue sin entender—qué era la radioactividad, pero todos sabían que era muy mala y que, además, duraban muchísimos años sus efectos. Era un monstruo invisible. Pero a fin de cuentas un monstruo que mataba poco a poco y de forma atroz.

            Así que, en los lugares donde comenzaron a proliferar las centrales eléctricas nucleares, los ciudadanos comenzaron a protestar. Se manifestaron para que no se instalaran las plantas –incluso con actos terroristas, como ETA en España—o, después, para que los desechos radioactivos de dichas plantas no pasaran ni se almacenaran en sus lugares de vivienda. El lema común fue: “cada región que se quede con sus desechos”. Y sus variantes: “no a los basureros nucleares”, mucho menos en las regiones que ni siquiera gozan de los beneficios de la energía nuclear.

            Lo anterior comenzó en los años 70s y ha continuado. De modo que ahora muchas de las centrales nucleares en el mundo cuentan con sus propios almacenes de desechos.

            La basura y demás formas de contaminación, ya se sabe, son un problema y requieren legislaciones adecuadas. Pero también, como todo problema, representan oportunidades de nuevos negocios.

            En la República Mexicana la legislación no sólo es inadecuada sino, incluso, perturbadora. Las grandes regiones contaminantes del país pocas veces se hacen cargo de sus propios desperdicios y del daño que estos ocasionan. Para muestra están el río Lerma-Santiago o el desagüe de las inmundicias del Valle de México por el río Tula y el Pánuco. Las legislaciones son vestigio de un estado centralista arcaico, pero en un estado federal resulta impensable que una entidad tenga que sufrir y hacerse cargo de los desechos de otra entidad. Por ejemplo, ¿por qué la gente del estado de Hidalgo tiene que padecer en su salud y en su economía que el gobierno de la ciudad de México incumpla en su obligación de tratar sus aguas negras antes de que salgan del Distrito Federal?

Lo anterior, incluso, podría ser asunto de derechos humanos y podría ser tratado como delito. Pero esa es otra cuestión y, mejor, volvamos a los negocios.

Hoy día la ciudadanía demanda la limpieza de su entorno y los gobiernos se ven en la necesidad –aunque sea sólo por no perder votos—de limpiarlo pero, en la mayoría de los casos, carecen de recursos. Además, alrededor del mundo se han desarrollado tecnologías para hacerse cargo, mal que bien, del problema de desechos y aguas contaminadas. Por tanto, es una gran oportunidad para la iniciativa privada: empresas que se dediquen a limpiar el medio y que cobren sus servicios a los respectivos gobiernos locales. Unos ganan dinero y los otros quedan bien con sus electores. Pero, para que el negocio realmente funcione, es necesario promover un cambio en la legislación.

Es necesario que el tratamiento de desechos sea responsabilidad de los gobiernos estatales y municipales que los generan. Mejor aún, la generación de desechos es directamente proporcional al ingreso; esto es, por regla general, la gente con mayor poder adquisitivo es la que más contamina. Aunque los barrios de clase alta se vean limpios y rozagantes con sus jardines podados y sus fachadas recién pintadas, son los que más basura por habitante generan. Así, si ahora se les está exigiendo a los nuevos fraccionamientos contar con una planta de tratamiento de aguas, ¿por qué no también exigirles que tengan su propio relleno sanitario? Imagínese nomás un relleno sanitario en Valle Oriente, Pulgas Pandas, La Vista, San Jerónimo Lídice o cualquier barrio de clase alta de la ciudad en que usted vive. Apostaría a que estaría más limpio que muchos hospitales. Y sí, dado que estos vecinos pudientes buscarían lo mejor de lo mejor para operarlo (pues estaría al lado de sus casas), muy probablemente contratarían los servicios de la iniciativa privada y se generarían hartas inversiones y empleos.

Lo anterior, por supuesto, suena arriesgado y normalmente se esgrime la alternativa capitalista: que los ricos le paguen a los pobres por vivir entre la basura. Esto, claro está, es mejor a que simplemente les arrojen su basura (como normalmente ha sucedido desde el inicio de la historia). Sin embargo, no deja de ser una medida clasista (y muchas veces racista) pues condena a las sociedades a la perpetuación de sus diferencias de clase ya que, por la misma lógica del mercado, es imposible que se les pague siquiera por la reparación de daños que causarán los desechos (a la salud, ambientales, etc…), y peor todavía que las comunidades pobres obtengan un beneficio real de esto que les permita igualar las condiciones de oportunidades de desarrollo.

Es decir, es una demanda ética en tres niveles: estatal, municipal y barrial. Que cada quien sea responsable de sus actos, cada quien que pague y enmiende lo que destruye, cada comunidad que se haga cargo de su contaminación. Un asunto complicado, sí, pero muy probablemente un mejor modelo para todos que el que hemos experimentado hasta ahora.

Luis Felipe Lomelí
(Etzatlán, 1975). Estudió Física y ecología pero se decantó por la todología no especializada: un poco de tianguero por acá y otro de doctor en filosofía de la ciencia. Es miembro del Sistema Nacional de Creadores de Arte y sus últimos libros publicados son El alivio de los ahogados (Cuadrivio, 2013) e Indio borrado (Tusquets, 2014). Se le considera el autor del cuento más corto en español: El emigrante —¿Olvida usted algo? —Ojalá.
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