Una persona va quitando las mantas que cubren las jaulas de decenas de animales. ¿Es una bodega?, ¿una tienda de mascotas? Hay algunos domésticos pero también otros, como una mangosta, cuyo comercio sospechamos ilícito. Aparece otro personaje, una mujer. Y justo cuando pensamos que se tratará de activistas ambientales que van a rescatarlos: comienza la masacre. A balazos.
“Cuando todo queda en silencio, Nínive y yo miramos alrededor. Algunos aún respiran, sus vientres suben y bajan en medio de charcos de sangre. Nadie más podrá utilizarlos.
—Te falta uno— dice Nínive.”
Así comienza la primera novela de Daniel Rodríguez Barrón, La soledad de los animales. Y a esta impresión inicial le sobreviene otra, porque el segundo capítulo inicia diciendo: “Catorce indígenas se bajan los pantalones y se estiran el escroto para mostrar una cicatriz”. ¿Qué diablos es esto?, ¿el escritor está mal de su cabeza?, se pregunta uno al leerla y la seguirá leyendo a una velocidad trepidante. Sí, si usted leyó la primera novela de Chuck Palahniuk, Fight Club (El club de la pelea o El club de la lucha, según la traducción), tendrá la misma sensación de vértigo, esos momentos en que uno cree que ya no podrá suceder algo más fuerte y sí, sucede, la novela no mengua, no se relaja, no da respiro en descripciones aletargadas sino que su trama continúa en una espiral ascendente y sólo hay pequeñas pausas, justas, precisas, para salir de la vorágine y percibir la belleza del mundo, por ejemplo, cuando un canario traza “una red invisible en la que quedan atrapados los malos recuerdos, las intenciones ríspidas, la acidez del corazón. Ninguno de sus movimientos es azaroso o errático, el canario dibuja el camino de regreso al momento anterior a la caída”.
Daniel Rodríguez Barrón sabe conciliar la belleza y la violencia en su escritura.
La primer novela moderna de México, si atendemos a Christopher Domínguez Michael, fue La parcela, de José López Portillo y Rojas. En ésta, el ilustre tapatío pariente de un poco lustrado expresidente hace un retrato vivo de las pasiones y preocupaciones de la época: desde el amor y las costumbres culinarias hasta la tenencia de la tierra y el concepto de la legalidad que tenían los liberales decimonónicos. Sin embargo, también señaló una de las ideologías que comenzaban en dicho siglo y que han pasado por alto la mayoría de críticos: el desarrollo sostenible del ingeniero forestal estadounidense Gifford Pinchot; es decir, de quien ahora se considera el padre de la ideología ambientalista más popular y da nombre a planes de estudio, políticas e instituciones. José López Portillo y Rojas era liberal y positivista (disculpen el pleonasmo) y en su novela no sólo cuenta una historia o trata de describir a ese México que él percibe en plena transformación en el ocaso del s. XIX, sino que también propone una genealogía de las ideas que habrán de modificar para siempre al país: esa amalgama que ahora llamamos la “modernidad”.
Un siglo y tres lustros después Daniel Rodríguez Barrón hace lo propio en La soledad de los animales. En una primera impresión, la novela pone el dedo en la llaga de la explotación y la crueldad a la que son sometidos millones de seres vivos alrededor del planeta todos los días para mantener el sistema económico reinante: la verdad sobre las granjas de pollos, de la industria de cosméticos, la vanidad voraz de los artistas o los insoportables experimentos de la industria farmacéutica. Un catálogo de la atrocidad sólo comparable con la antología de Kim W. Stallwood, A Primer on Animal Rights, o con mirar documentales de PETA ocho horas seguidas (lo he hecho). En este escenario, un grupo ambientalista radical trata de llamar la atención de sus conciudadanos de la Ciudad de México y con lo único que se encuentra es con una apatía generalizada, así que decide ir más allá.
Tal vez recuerde usted que hace 5 años se detonaron de forma casi simultánea varias bombas en cajeros automáticos y, mientras la versión oficial de la excelsa inteligencia del GDF indicaba que eran bombazos “realizados por preparatorianos”, algunos analistas ya soñaban con una nueva guerrilla urbana y otros tenían pesadillas narcoterroristas. Pero todo sueño terminó cuando resultó que esos atentados, y otros más a restaurantes, agencias de autos, tiendas de mascotas, boutiques de ropa y demás, sí habían sido realizados por una guerrilla, pero no una que idolatrara al Ché o a Lucio, más bien una guerrilla anarquista de liberación animal (si no recuerda, puede buscar el reportaje que hizo Diego Enrique Osorno para Milenio Semanal). Así, viniendo de un escritor que sabe leer los signos de su época, es de esperarse que los ambientalistas de la novela de Daniel Rodríguez Barrón sean anarquistas y quieran llamar la atención de los medios. Y lo son. Y lo hacen. Pero más aún, si López Portillo y Rojas trazaba los antecedentes de los ideales de la modernidad en La parcela, Rodríguez Barrón va también tras los abuelos del anarquismo mexicano y en su novela, tal vez, el único personaje histórico que aparece sea Rhodakanaty: ése que hiciera una comunidad anarquista en el valle de Chalco, precisamente, durante el siglo XIX.
Dicho de otro modo, Rodríguez Barrón traza la genealogía de los nuevos ideales urbanos del México contemporáneo: el anarquismo, el ambientalismo, los movimientos globalifóbicos y anticapitalistas, la reacción contra las artes plásticas y el teatro que, desde el punto de vista de la sociedad, parecen haber olvidado su función esencial para convertirse, el primero, en un absurdo mercantilista y, el segundo, en un autocacareado ascetismo. Y, otra vez, este mapa no sólo le sirve al autor para mostrarlo sino para ir a lo que en verdad le importa: la soledad.
Trataré de explicarme a partir de uno de estos ideales mencionados en el párrafo anterior, el que mejor conozco: el ambientalismo. Si analizamos la problemática ambiental nos daremos cuenta de que uno de los principios filosóficos causantes de todo el embrollo es el llamando “Paradigma de Excepcionabilidad Humana” (PEH), es decir, esa prepotencia que tenemos de creernos superiores al resto de los seres vivos y, creemos, nos da derecho a matar, explotar y sobreexplotar todo lo que nos encontremos al paso para nuestro beneficio, nomás porque sí, porque diosito así lo quiso (si atendemos a las religiones más multitudinarias del orbe) o porque ningún animal tendrá nuestra cultura y, por lo tanto, somos superiores. Pero, ojo, es nuestra “cultura” la que nos ha metido en este desgarriate de contaminación, así que ¿en verdad es superior? El PEH no se sostiene por mucho tiempo a cualquier cuestionamiento, ya sea uno académico o uno chabacanamente cotidiano, por ejemplo: “entre más conozco a la gente, más quiero a mi perro”.
Entonces, si no creemos que somos algo excepcional, tendríamos que proponer la igualdad de los seres vivos. Pero no una igualdad chata que busque proteger nomás a los animalitos que sí nos gustan (como un panda), sino una igualdad de a de veras que incluya a todos, hasta las cucarachas. Hay que ser congruente, carajo, pues preferir a unos sobre otros sería volver a ese paradigma odioso y engreído. Más aún, ¿por qué sólo a los seres vivos si ni siquiera hemos podido definir, con toda nuestra ciencia, qué diablos es la vida? Linneo y todos sus contemporáneos pensaban que las piedras estaban vivas. ¿Y si sí lo están y aún no nos damos cuenta? Roderick Nash se preguntó eso en 1977 y llegó a una conclusión irrevocable: las piedras, como los animales o cualquier ser vivo, tienen derechos; el hecho de que no sepamos ni podamos conocer nunca su ontología, no implica que podamos revocarlos. Y sí, la conclusión es lógica, racional y científica, pero es imposible.
Los filósofos de la ciencia también intentaron que los enunciados científicos fueran lógicos y racionales hasta que se toparon con un callejón sin salida y fue, justamente, alguien que había sido dramaturgo en su juventud como Rodríguez Barrón, quien mostró la esterilidad de esta empresa: Paul K. Feyerabend. Así, no es que las respuestas estén erradas, lo están las preguntas. Por eso mencionaba hace unos párrafos que sólo en una primera impresión la novela La soledad de los animales versa sobre los derechos de los estos. Si Nadine Gordimer tenía razón al decir que es maravilloso darse cuenta de que en este mundo sólo nos tenemos los unos a los otros, qué necesita sufrir una sociedad, cuánto vacío, cuánta violencia, cuánta desilusión, para que alguien diga que “entre más conoce a la gente, más quiere a su perro”.
Séneca y sus secuaces, nos cuentan los historiadores, procuraron una ética estricta para mostrar la corrupción y decadencia de la sociedad romana de su época. Pero los estoicos se quedan chavos en comparación de los Straight edge y otros muchachos radicales que están ahí, a un lado suyo, en el café, el micro y el parque. Y si no se ha dado cuenta de su existencia es, precisamente, por el verdadero tema de la novela: la soledad, la nuestra, la de los habitantes urbanos del México actual que nos hemos vuelto incapaces de comunicarnos entre nosotros.
Si Daniel se tardó en publicar su primera novela, ha rebasado con creces a muchos autores de su generación.