Francisco Ortiz Pinchetti
08/07/2014 - 12:00 am
Monserrat se va
Nos encontramos en el parque, como ocurría de vez en cuando durante mis caminatas mañaneras. Se le miraba inusualmente contenta. Me saludó con el “qué bueno que te veo” que solía adelantar siempre antes de tirar su retahíla de quejas, chismes o sugerencias: que si la pinche vieja del uno ya se apropió del espacio […]
Nos encontramos en el parque, como ocurría de vez en cuando durante mis caminatas mañaneras. Se le miraba inusualmente contenta. Me saludó con el “qué bueno que te veo” que solía adelantar siempre antes de tirar su retahíla de quejas, chismes o sugerencias: que si la pinche vieja del uno ya se apropió del espacio común para construir un cuarto, que si ya viste las porquerías que hizo el plomero, que si ora no hay que pagarle el mantenimiento a esas pendejas, que si ya les dieron en la madre a las tuberías. Sin embargo, el jueves pasado fue distinto: “Nos vamos a vivir a Tuxpan mi hijo y yo”, me soltó sonriente, con un ligerísimo dejo de ¿nostalgia? “Ya no se soporta esta ciudad ni esas pinches viejas; allá está muy tranquilo, es muy bonito. Vamos a poner una taquería. El depa de acá se los voy a rentar a unas amigas y en Tuxpan ya encontramos una casa sola buenísima, grande, por cuatro mil pesos mensuales”.
Monserrat fue mi vecina de arriba durante 32 años. Ella tenía ya ocho de vivir ahí cuando llegué a rentar un departamento en ese edificio vetusto pero entrañable, tal vez en 1982. Convivimos durante todo ese tiempo, losa de por medio, sin conocernos realmente. Ambos acabamos por adquirir nuestros respectivos departamentos cuando la dueña murió y sus hijos decidieron vender el edificio convertido en condominio. Nunca tuvimos algún problema serio. Ni un sí ni un no, como se dice, a pesar de su fama de mujer conflictiva, peleonera y lépera que la convirtió durante muchos años en la enemiga-número- uno de una comunidad… individualista e insensible. Era la que no cooperaba, la que de todo hacía bronca, la que recurría al pleito ratero para no pagar el mantenimiento. Pienso ahora que esa apreciación no era totalmente justa. Ciertamente, la menudita y aguerrida señora del 12 era con frecuencia calamitosa, pero también tuvo sus épocas en que sus intervenciones en la vida del edificio fueron positivas. Fue suya la brillante idea de enterrar un mega tinaco Rotoplás en el patio trasero de los lavaderos para que funcionara como una “segunda cisterna”, dada la limitada capacidad de la original. Fue un acierto. Nos libró para siempre de la calamidad de quedarnos sin agua en el momento más inoportuno y a veces durante días y semanas. También fue importante su interés en el mantenimiento de las bombas, que gracias a ella se usaban de manera alterna para recibir mantenimiento. Su única condición era ser ella la guardiana de la llave del candado del recinto de esos aparatos. Nadie más que ella podía accionar los botones para que una u otra bomba se pusiera en funcionamiento, lo que frecuentemente fue motivo de reyertas vecinales.
Creo que no hubo vecino con el que no haya tenido algún problema, algún altercado, algún agarrón a gritos, excepto yo. La verdad es que aprendí a consecuentarla e incluso a entender sus actitudes hostiles. Finalmente era una mujer sola que se había enfrentado a una vida difícil en la que logró navegar y salvarse. Luchona, trabajadora, inquieta, eso sí. Tenía su carácter, como muchas personas; pero mi impresión fue siempre de que se trataba de alguien que vivía a la defensiva, que era capaz de agredir y hasta de insultar, pero que finalmente era gente buena. Un claro ejemplo de su forma de ser era el “castigo” que aplicaba a algún vecino que tuviera fiesta en su departamento y el jolgorio con música y risotadas se prolongara más allá de lo que ella consideraba aceptable. A la mañana siguiente, muy tempranito, ponía su equipo de sonido a todo volumen –pero a todo-- para que los infractores no pudieran dormir la mona en paz. Lo malo es que afectaba todo el vecindario sin ningún miramiento; lo bueno, que generalmente usaba discos de música clásica para ejercer su represalia.
Alguna vez me sentí mal de no respaldarla como me lo pidió expresamente cuando demandó a su vecino de arriba, el del 18, ante el juez cívico. Era un pleito de ruidos, escobazos y amenazas mutuas. La verdad es que me abstuve de ser su testigo –porque en realidad no lo era de nada-- como me lo pedía, y al final resultó que le salió el tiro por la culata o le voltearon el chirrión por el palito y el juez cívico le aplicó una multa, pero a ella. No sé si mi testimonio hubiera servido para dar un giro distinto a la historia, pero decidí francamente hacerme guaje y no asistir a la comparecencia. Fuera de eso, secundé alguna vez sus reclamos vecinales que me parecieron acertados, como su oposición a que hubiera perros en los departamentos, y aguanté que con frecuencia utilizara mi patio como cenicero o regañara a la señora que me hacía la limpieza por desperdiciar el agua en el riego de las plantas.
La verdad es que, tal vez a diferencia del resto de los vecinos, no me dio gusto el anuncio de su partida. La felicité por haber decidido irse a vivir a Tuxpan, en el norte veracruzano, y le platiqué someramente mis reminiscencias infantiles sobre ese inolvidable puerto de río, que por alguna razón que desconozco era uno de los destinos familiares de mis padres para las vacaciones anuales de no más de cinco días, que alternábamos con el puerto de Veracruz y Guadalajara. Alguna vez Tecolutla. No había más. Disfrutaba de veras aquellas mañanas brumosas a orillas del río Tuxpan mirando el ir y venir de las barcazas repletas de fruta. Y los atardeceres luminosos, cuando íbamos con la intención de pescar algún robalo en el malecón con los anzuelos y el cáñamo que comprábamos en un tendejón de pueblo, cerca del hotel, y la carnada que nos convidaban los chamacos nativos que acudían con el mismo propósito pero con mucho mayores posibilidades de éxito. También era disfrutable la playa larga larga y recta recta a la que se llegaba por carretera en un cuarto de hora a lo más y sobre cuya arena firme podía viajarse en auto hasta orillas de la laguna de Tamiahua, ya en la frontera con Tamaulipas, para comer camarones al ajillo y ostiones a la diabla en jacalones con techo de palma. El viaje a Tuxpan, sin embargo, no se limitaba a esos placeres. Como le platiqué a Monse ese día, gran parte del trayecto, a través de la Sierra Norte de Puebla, era hermoso y rico en experiencias. Probablemente lo siga siendo. Pasábamos a un lado de la presa de Necaxa, y luego transcurríamos por varios pueblitos pintorescos perdidos en un exuberante entorno, entre los que destacaban Huauchinango y Villa Juárez (hoy rebautizado con su nombre original, Xicotepec, y catalogado como Pueblo Mágico), donde en un restaurante llamado La Curva, a orillas de la carretera, servían como botana huevos cocidos de codorniz con salsa de chipotle y preparaban un caldo inigualable de acamayas de río. Además, por todo el camino había puestos rústicos en los que se vendían productos de cada región, primero el café en grano, luego los racimos de plátanos, después el café negro veracruzano, pequeñito, los sombreros de palma y finalmente los cocos de agua, ya en la bajada rumbo a la horrenda Poza Rica.
Realmente le agradecí a Monserrat --sin decírselo— el que me haya permitido revivir como en una vertiginosa película –sin proponérselo— todos esos recuerdos. Le pedí el número de su teléfono celular y le prometí algún día visitarla en Tuxpan. “Mucha suerte”, le dije bien en serio. Por primera vez en 32 años nos dimos la mano y nos despedimos con una mueca de abrazo. Hace dos días, el domingo pasado, Monserrat y su hijo se fueron sin que nadie notara su partida. Muy de mañana escuché todavía las pisadas presurosas de la vecina conflictiva sobre mi techo, sonido al que me acostumbré y acabé por oír sin registrarlo con el paso de los años y las décadas: una vida. La voy a extrañar. Válgame.
DE LA LIBRE-TA
Se cumplieron el miércoles pasado, 2 de julio, 25 años del emblemático triunfo de Ernesto Ruffo Appel como candidato de Acción Nacional en las elecciones estatales de 1989 en Baja California. La efeméride importa sobremanera porque por primera vez en la historia el PRI perdió una gubernatura. Fue el inicio real de la tortuosa transición de México a la democracia. Sin embargo, a los actuales dirigentes nacionales del PAN, literalmente, les valió madre. Ya no digamos organizar un acto conmemorativo, que lo ameritaba, ni siquiera hicieron una felicitación pública a su primer gobernador, hoy uno de sus más respetables senadores. Tal vez estaban demasiado ocupados junto con el delegado Jorge Romero Herrera en buscar la manera de solapar o exculpar o defender a los funcionarios panistas de la Delegación Benito Juárez, la única que les queda en el DF, encarcelados apenas tres días antes en Brasil en medio de un escándalo internacional por manosear a una mujer y golpear salvajemente a su compañero. Me importa mandarle un abrazo a Ruffo Appel, de cuya hazaña me tocó ser testigo. Y en esa entidad fronteriza donde además en 1968 cubrí por primera vez como reportero un proceso electoral, los comicios municipales de Tijuana y Mexicali, en los que Salvador Rosas Magallón y Norberto Corella Gil Samaniego, respectivamente, fueron víctimas –por supuesto— de un fraude descarado.
Twitter: @fopinchetti
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