Miedo a las etiquetas

25/06/2014 - 12:02 am

Atención. Cuidado. Peligro. Eso repetido en francés, inglés, alemán, chino, portugués, italiano y otros idiomas que ni siquiera reconocemos (y claro, por supuesto, muchas veces puede estar el anuncio en diez idiomas y ninguno de ellos ser español y, mucho menos, náhuatl). Accidente fatal. Riesgo de muerte. No se use sin la supervisión de un adulto. This is a permanent tag. No remueva la etiqueta. Peligro.

            No le hablo de nada nuevo, usted ya conoce estos anuncios de que la muerte nos acecha, nos ronda a cada paso y está en cada utensilio de la casa. La muerte cotidiana. La muerte doméstica. Y lo mejor del caso es que (parece) no estamos hablando de una nueva religión que anuncie el fin del mundo. Ni siquiera nos referimos a las amenazas ambientales que anuncian los ecologistas. No, hablamos de esas etiquetas que vienen en casi todo aparato y mueble destinado para el mercado global: persianas, mesas, salvavidas, bolsas de plástico, planchas, cortinas de baño, secadoras, tinas, microondas, lámparas y un larguísimo etcétera.

            Efectivamente, como usted pudo haber imaginado en el listado anterior, nos podemos accidentar con cualquiera de estas cosas. Más aún, mi padre fue agente de seguros por muchos años y, según las estadísticas de dichas compañías, la probabilidad de morir en la cocina o en el baño es realmente terrorífica. Sin embargo, ¿en verdad nos sirve de algo que la mesita de tele tenga una etiqueta permanente y a la vista (“si la quita dañará su mueble”) que diga que eso es una mesa, no un banco, y que si nos paramos sobre ella nos vamos a dar en la madre? ¿A quién le sirve?

             El miedo es paralizante, ya se sabe. Y casi lo consiguió conmigo cuando viví en Wáshington, D.C. No sólo porque, como usted puede consultar en las cifras oficiales, la capital estadounidense es tan o más peligrosa que varias de las ciudades asediadas por la violencia en el norte de México y, entre los gringos, me tocó presenciar varias balaceras a una cuadra de distancia (además de la consabida psicosis en los medios y en las charlas de café ocasionada por los posibles ataques terroristas).  Sino porque además el departamento que renté tenía de estas mencionadas etiquetas por todos lados, en la cocina, la recámara, la sala-comedor, el armario y el baño. Incluso en lugares inimaginables: todos los anaqueles me advertían que “no los escalara” porque me podía romper el cuello y cada enchufe de luz me amenazaba con que si conectaba un aparato de un voltaje diferente se podía quemar el edificio entero. Para colmo, estaba La Alarma de Incendios que sonaba a todo volumen una vez por semana, y la alarmita de incendios que berreaba cada que alguien freía algo en su estufa. Así, el lugar que en teoría era mi refugio, mi casa, mi hogar, era también un lugar aterrador.

            Si abría las cortinas, me imaginaba a un niño ahorcado en los cordones. Si entraba a la tina, veía electrocutada a Rosario Castellanos. Si tenía que cambiar un foco, imaginaba que me caía de la escalerilla, me rompía el cuello y, seis días después, alguien llamaba a Bones y a la gente del Jeffersonian para jugar con mi cadáver. Incluso antes de dormir, mi almohada me recordaba que había sido rociada con retardadores de fuego que son neurotóxicos: ¡el almohadón de plumas de Horacio Quiroga en su versión posmoderna!.

            Por supuesto, en un día de histeria quité todas las etiquetas. Asunto que tuve que pagar a la inmobiliaria cuando dejé el depa.

            Ahora llevo un mes, con mi pareja y mi hija de un año y dos meses, en una casa de pueblo donde abundan los alacranes (ya maté a dos), las arañas (ya maté un chingo), las hormigas que en mi rancho llamábamos “asquilines” y muerden ferozmente, los insectopalos, campamochas, ciempiés, serpientes, garrapatas, mosquitos y demás alimañas. Y viera usted lo tranquilo que estoy.

            Supongo que si las compañías trasnacionales fabricaran a los alacranes, todos tendrían una etiqueta vistosísima que dijera que son un arma mortal. O si alguna de éstas se hiciera del monopolio del alambre de púas, toda cerca tendría una etiquetota cada dos metros.

            Cuando me certifiqué como auditor en ISO 9000 me enteré de por qué son tan odiosos los hoteles de gran turismo (esos que, además de caros, no te dejan ni abrir la ventana), por las demandas, mismas que se han vuelto casi leyendas populares: como la de la gringa que demandó a McDonald’s por quemarse con el café. Sin embargo, como todos sabemos, los únicos que en la práctica pueden demandar a una gran empresa trasnacional son los ciudadanos de un país primermundista o los multimillonarios, los demás quedamos fuera.

            Así, se me ocurre una de dos. Que se cree una comisión internacional que permita a cualquier ciudadano, en cualquier lugar del mundo, demandar a cualquiera de estas grandes compañías en igualdad de circunstancias, en un marco de justicia real. Que un campesino de Campeche, por ejemplo, pueda demandar a P&G, Unilever o similares y que el hecho de que prospere la demanda dependa de la justicia y no de quién tiene más dinero para pagar un buffet de abogados. Que un pueblo pueda demandar y cancelar el contrato de la compañía trasnacional que merca con el suministro de agua, otro ejemplo, si dicho suministro es  incompetente o el agua está contaminada. A la gran compañía que decidió hacer fracking en la comarca, la que inyecta fruta con pesticidas, la que entubó el gas en la ciudad, la concesionaria del transporte colectivo, etcétera.  O si no, que por lo menos nos dejen de estar atosigando con sus etiquetas de amenaza permanentes (háganlas removibles pues). En el primer caso, viviríamos en un mundo más justo. Y, en el segundo, por lo menos, en uno más tranquilo.

Luis Felipe Lomelí
(Etzatlán, 1975). Estudió Física y ecología pero se decantó por la todología no especializada: un poco de tianguero por acá y otro de doctor en filosofía de la ciencia. Es miembro del Sistema Nacional de Creadores de Arte y sus últimos libros publicados son El alivio de los ahogados (Cuadrivio, 2013) e Indio borrado (Tusquets, 2014). Se le considera el autor del cuento más corto en español: El emigrante —¿Olvida usted algo? —Ojalá.
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