¿Por qué tienen senderos los jardines?

18/06/2014 - 12:00 am

Lo primero que hacía era correr. Correr hasta encontrarme en algún sitio donde el rumor de ciudad quedara lejos, ya fuera en el parque Alcalde o en el de la Juan Manuel Vallarta, en cualquier parque. Lejos: así bien fuera sólo acuclillarme ante las raíces de un laurel de la india, bajo el silencio fresco de las hojas, e imaginar otro mundo. Lo mejor era cuando nos mandaban de la primaria a hacer deporte a la Unidad Revolución y el profesor decidía que ya estaba bueno de estar pateando la pelota en los terregales y nos soltaba como cabras al monte, entonces podía uno escalar y llegar hasta los pequeños barrancos de los arroyos, esos que asumía inmensos y estaban colmados de libélulas. Después, volver a la metrópoli era como haber dado la vuelta al hemisferio.

            Los jardines han estado presentes casi desde el inicio de la historia de la humanidad. Se podría decir incluso que, a diferencia de lo que dicen la mayoría de libros de texto, primero habría sido el cerramiento (erguir un lienzo para contener a los animales que habríamos de matar y comer luego, esos que después llamaríamos “domésticos”), después se habría dispuesto una hortaliza, algo más cercano al jardín, puede que también con legumbres y plantas medicinales, que a los campos sembrados de gramíneas como el sorgo y el trigo. ¿Por qué? Porque los tiempos de la agricultura son largos y había que vivir en el ínter de alguna cosa –de los animales- y complementarla con las especies vegetales que tienen ciclos más cortos. Así habría aparecido el primer jardín, a un lado de la casa y; el primer parque, en los cotos de caza de los jerarcas, tal vez persas: extensiones resguardadas y protegidas de la explotación de todo público.

            Desde entonces en jardines y parques se extienden ideologías que parecen contradictorias. Es un trozo de naturaleza, sí, pero es una naturaleza contenida, una naturaleza cuidada prolijamente, donde se procura lo que ha de florecer y se extirpa lo que no, pues un jardín abandonado pronto deja de serlo. Y, sin embargo, también está ahí para que nos olvidemos de la industria humana, de los tabiques de las construcciones y de las prisas de las calles, para que nos olvidemos, precisamente, de esas manos laboriosas que lo hacen posible. Es decir, el jardín y el parque son una ilusión: nos muestran una naturaleza que no existe por sí misma como si existiera por sí misma. Mejor aún: como si “debiera” de existir por sí misma.

Es un acto de magia: porque el jardín no es el monte, no es el llano, no es eso que en México y España llamamos “campo”, es un espacio más bello, más seguro. (¿Le ha pasado? ¿Le ha pasado que luego de salir de un jardín hermoso, digamos el Borda en Cuernavaca o, mejor, el de la ex-casa de Alejandro Rangel en Nogueras, mire usted las lomas y diga “sí, casi se le parecen”?).

Es también una petición de principio, metafísica: si la temperatura fuera la correcta, si las variaciones meteorológicas fueran idóneas y el suministro de agua fuera preciso, éste sería el jardín ante nuestros ojos, el jardín que se extendería por valles y montañas, el jardín del mundo.

Una esperanza ética: si pudiéramos desenraizar todas las malas hierbas, si pudiéramos mantener las plagas fuera de nuestros linderos, si pudiéramos germinar en su debido lugar sólo las buenas plantas y los buenos árboles y pudiéramos, en resumen, habitar la tierra como el que habita el Jardín del Edén, el vergel prometido de tantas religiones, ahí donde la fruta está al alcance de la mano y no se conocen ni de enfermedades ni peligros, entonces habríamos logrado el reino de Dios en la tierra. Una petición ética que cabalga velozmente a ser una máxima fascista.

Y, sin embargo, el jardín es también el espacio místico, el parque es el bosque sagrado, el desierto de los leones, el lugar de la meditación: no es en la naturaleza misma donde habríamos de encontrar al Creador de la naturaleza, sino en nuestra versión de ésta. Tan así que son los jardines y los parques, incluso los jardines desaparecidos, los que no existieron nunca, más que la tierra al lote, baldía, the wasteland, los que han sido más importantes para nuestra idea de civilización: desde el Paraíso (ese jardín) y los colgantes de Babilonia, hasta Biosfera II y los eco-parques que empiezan a pulular por el orbe, pasando por los miles de jardines de la pintura y la literatura. Ahí, en algo que no existe, como El Jardín de las Delicias del Bosco o El jardín de los senderos que se bifurcan de Borges, tratamos de encontrarnos.

Tal vez sea ése precisamente el punto. Los seres humanos, débiles, temerosos a conciencia, buscamos encontrarnos en algo que no existe. Los más espantables preferimos lugares concretos, matemáticamente predecibles y asombrosos, como Versalles; los más intrépidos, jardines agrestes y orgánicos como los de Ciudad Universitaria. Pero eso sí, en cualquier caso, con senderos para no perdernos ni sentirnos amenazados por la inmensidad de la naturaleza, para poder volver de nuestra travesía al rumor de la ciudad y sentir que hemos dado la vuelta a ambos hemisferios.

Luis Felipe Lomelí
(Etzatlán, 1975). Estudió Física y ecología pero se decantó por la todología no especializada: un poco de tianguero por acá y otro de doctor en filosofía de la ciencia. Es miembro del Sistema Nacional de Creadores de Arte y sus últimos libros publicados son El alivio de los ahogados (Cuadrivio, 2013) e Indio borrado (Tusquets, 2014). Se le considera el autor del cuento más corto en español: El emigrante —¿Olvida usted algo? —Ojalá.
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