Francisco Ortiz Pinchetti
17/06/2014 - 12:00 am
El alarido
Nunca me gustó el futbol. O mejor dicho: nunca me importó. Crecí sin él mientras mis primos, amigos, vecinos, coterráneos, compatriotas, congéneres y demás terrícolas de mi generación corrían embelesados tras del viejo balón de cuero. Nunca he tenido claro cuál fue la razón de mi distancia. Tal vez tuvo su influencia el hecho de […]
Nunca me gustó el futbol. O mejor dicho: nunca me importó. Crecí sin él mientras mis primos, amigos, vecinos, coterráneos, compatriotas, congéneres y demás terrícolas de mi generación corrían embelesados tras del viejo balón de cuero. Nunca he tenido claro cuál fue la razón de mi distancia. Tal vez tuvo su influencia el hecho de que el juego de las patadas no fuera nunca un tema en casa. Mi padre nos platicaba de vez en cuando de su afición por el frontón, tanto de cesta como de pala, y de sus caminatas por las que entonces eran las afueras de la capital. Mis dos hermanos mayores nunca fueron tampoco futboleros y no recuerdo que ese juego estuviera en el elenco de las diversiones callejeras que en aquel entonces eran posibles disfrutar en una apacible colonia Cuauhtémoc.
Ni siquiera durante mi paso por la primaria del Instituto Patria me acerqué a ese deporte. Y eso que en dicha escuela lo único más importante que el futbol eran los ejercicios espirituales de San Ignacio de Loyola. El plantel ocupaba toda una manzana de Polanco, sobre la calle Moliere 222, desde Horacio --que entonces se llamaba avenida Cedros-- hasta Homero, donde ahora hay una plaza comercial. La mitad de ese inmenso predio lo ocupaba una cancha de fut empastada de medidas reglamentarias, que se consideró desde que el plantel fue originalmente planeado. En el Patria había un equipo de fut en cada salón que participaba en torneos permanentes, así como selecciones de cada una de las diversas divisiones, tanto de primaria como de secundaria y preparatoria. El desaparecido colegio de los jesuitas era una auténtica potencia futbolera que con frecuencia arrasaba en los torneos interescolares de la capital, terror del Simón Bolívar y del Cristóbal Colón. Recuerdo las inmensas vitrinas llenas copas y trofeos en las inmediaciones de la rectoría, en el edificio principal. Y las incontables páginas y páginas de cada anuario dedicadas con profusión de fotos a esas actividades deportivas.
Sin embargo yo era ajeno a todo eso. Un bicho raro. Recuerdo que el futbol me parecía un juego demasiado simple y primitivo, quizá las dos cualidades que lo han convertido en el deporte más popular del mundo. Encontraba absurdo que en ese encuentro a patadas entre dos oncenas indisciplinadas fueran sancionadas como “falta” precisamente las patadas. Consideraba además que era un juego caótico y desordenado en el que todo dependía más que de una técnica aprendida y entrenada a base de disciplina y esfuerzo de una cuestión fortuita y hasta accidental. Definitivamente ni lo entendía ni me esforzaba en hacerlo.
Mi descubrimiento del beisbol antes de cumplir los once años de edad me alejó definitivamente del futbol. El llamado Rey de los Deportes, como ya lo he platicado, se convirtió no sólo en mi afición predilecta, sino en una pasión vital incomparable. A partir de entonces comía beisbol, soñaba beisbol, vivía beisbol. Tanto en calidad de espectador como de practicante, a pesar de las limitaciones que implicaba contar con una cancha mínimamente apropiada para practicarlo, un equipamiento indispensable de guantes, bates, pelotas y arreos de cátcher y un grupo de amigos que conocieran las normas elementales para practicarlo y que no lo consideraban, como muchos, un juego tremendamente aburrido. Por esa época rebatía a los futboleros con el contundente argumento de que su deporte favorito era tan elemental que se regía por las famosas 17 reglas del balompié, mientras el reglamento del beisbol tenía más de 120. A falta de un campo de beis en los terrenos del Patria, los beisboleros de secundaria nos apropiamos de un terreno baldío cercano al colegio, en una esquina de Homero y Platón, que limpiamos de yerba y medio acondicionamos apenas para jugar. Éramos los autoexcluidos del mundo futbolero de nuestro querido instituto.
Por supuesto tuve mi época de activo “anti” contra el futbol, ya en la juventud. Eran los tiempos en que ningún intelectual se atrevía a confesar su afición a ese deporte y cuando estaba de moda (lo que en algunos círculos continúa) acusarlo de todos los males de este país, incluida la pobreza extrema de la mayoría de los mexicanos y las rapacerías de los gobiernos del PRI. El futbol era, naturalmente, el opio del pueblo, el instrumento de enajenación de la juventud, la mercancía alienada de un mercantilismo desaforado, la depravación de todos los valores y la causa de todas las calamidades. La FIFA era una mafia (bueno, es) y las televisoras unos monstruos insaciables (bueno, lo son) que se adueñan impunemente del dinero, las ilusiones y los destinos de los cándidos espectadores, consumidores obligados de refrescos, frituras y cervezas.
Diferí absolutamente de la postura de mis amigos argentinos del movimiento Montonero exiliados en México ante la celebración de la XI Copa del Mundo en su país, en 1978. En lugar de oponerse y promover un sabotaje contra el magno evento deportivo que representaba los peores intereses del capitalismo, decidieron apoyarlo. “Argentina campeón, Videla al paredón”, ¿se acuerdan? Según su argumentación (que en el fondo escondía sin duda su pasión futbolera) una victoria de la selección argentina en ese Mundial desataría la euforia popular que se traduciría, en horas, en un incontrolable movimiento de masas que tomaría multitudinariamente la Casa Rosada en Buenos Aires y derrocaría a la dictadura. Argentina ganó la Copa, en efecto, y las multitudes lo festejaron en las calles. Pero nada más pasó. Por el contrario: los tiranos se mantuvieron en el poder otros largos cinco años, hasta ser derrotados por la regreso de la democracia a ese país sudamericano en 1983.
Con el paso de los años han dejado de preocuparme todas esas sandeces esgrimidas por quienes detestan el futbol. La verdad, hoy, no me cuento entre ellos. Finalmente he disfrutado durante décadas de mi deporte favorito sin ser molestado ni agredido por nadie, ni siquiera por los futboleros más radicales. Respeto los gustos y aficiones de cada quién y no satanizo más a los millones de seres humanos que se estremecen con el juego de las patadas, incluidos al 70 por ciento de los mexicanos que según la encuesta 2014 de Consulta Mitofsky sobre los deportes se declaran aficionados al futbol. Esa es la realidad.
Por lo demás, pienso que la afición futbolera de los mexicanos tiene expresiones muy positivas y valiosas, que no se pueden desdeñar y que en estos días mundialistas se expresan de manera contundente. Tienen derecho. A pesar de que un 57 por ciento de los aficionados considera que la selección mexicana no merece estar en la contienda (dado su desastroso papel en las eliminatorias y su calificación final de chiripazo) hay una innegable –quizá contradictorio—orgullo nacional por la presencia del Tri en la contienda de Brasil. El desarrollo de los partidos en los que los nuestros participan son ocasión evidente de convivencia y camaradería, de gusto y sano solaz, imposibles sin ese elemento aglutinador. Es notable cómo el futbol influye y cambia el ánimo nacional, lo que no es necesariamente negativo. A mí no me gusta ni me importa el futbol, pero el viernes pasado, cuando caminaba por una calle insólitamente desierta de Narvarte, me sacudió el sobrecogedor alarido que surgió, creció, retumbó y escapó de edificios, casas, restaurantes, comercios y escuelas cuando México anotó gol a Camerún. No sé qué ocurrirá este martes en el estadio Castelão de Fortaleza. Me vale, repito. Aunque la verdad es que luego de ver llegar a mi nieta de 10 años de edad feliz con su camiseta roja de la selección nacional y su álbum Panini del Mundial a punto de completar bajo el brazo, sentí ganas de escuchar de nuevo el alarido. Válgame.
Twitter: @fopinchetti
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