NÁUFRAGA

15/06/2014 - 12:00 am

Me subí a una barquita aun sabiendo que podía marearme, que podía hundirme, con tal de dejar atrás la ciudad de la sal, esa ciudad que de lejos parecía bella y blanca pero que acabó quitándome el hambre y dejándome agonizando de sed, con la piel desértica y los oasis enterrados en el cementerio de los espejismos.

No descubrí un continente pero hallé una isla y en ella me aposté, para curarme las ampollas, para descansar los ojos y encontrarme el apetito adentro del alma. No era una isla desierto: era una isla valle y ahí estaba yo, no sola más bien conmigo, abrazándome para medir las nuevas dimensiones de mi torso, estirándome para ver hasta dónde habían crecido mis piernas.

Me tendí bajo un árbol de sombras benévolas y observé el meneo de las hojas cual bebé que contempla las estrellas giratorias del móvil sobre su cuna. Descubrí que las historias suceden aunque estemos sentados y que no todas las mareas son aterrorizantes: al rato quise mojar mis pies en el agua. Encontré que no hay silencio si se escucha con cuidado y recordé algo que había olvidado un lustro atrás: que todos los animales tienen boca y que las fauces a veces se abren para besar y no para morder. Observé los planetas y aprendí a girar, como ellos, sin temer las colisiones con el sol y más bien entibiándome las mejillas con su luz. Un buen día me tallé un espejo nuevo en el fondo del agua más cristalina y, viendo que había cambiado lo suficiente y que había permanecido lo suficiente, me decidí a partir.

Levanté la mirada y me topé con que mi balsa me venía pequeña… esa balsa que sólo sabría volver a la ciudad de la sal no era ya la mía y acabaría tirándome al fondo del abisal si yo insistía en que navegáramos juntas. Vino el miedo y las voces de sal comenzaron a gritarme que volviera, que pertenecía a la ruina y a la sed, pero yo había aprendido las historias y me negué a voltear y paralizarme, me negué a abordar y la marea comenzó a subir. Entonces, en vez de nadar, me eché a volar.

Nos encontramos en la nube de busco pero no quiero encontrar, que está habitada por besos a nadie, miradas arrogantes, sombreros polvorientos y muchos nombres desconocidos e incómodos, nombres de espectadores que no enseñan más que, a veces, los ojos traicioneros, otras veces el cuerpo disfrazado de cuerpo de alguien más.

Quizá no era busco sin querer encontrar, sino heme aquí en una isla soleada, sola y alegre pero náufraga al fin, sin huellas de pies grandes ni cangrejos que me recuerden lo que era caminar hacia atrás por que dejé de caminar hace un rato para, simplemente, mirar el atardecer, o el ocaso, dependiendo de para dónde volteaba la cabeza, y no importaba, que los dos me parecían bien.

Quizá no era busco sino encuéntrame: soy la taza de café que te despierta, soy la voz que usa otro lenguaje pero habla el mismo idioma, soy el tesoro que brilla bajo las viejas telarañas. Soy el mapa y soy el laberinto: como yo me encontré, encuéntrame.

Lorena Amkie
Nació en la Ciudad de México en 1981. Su idilio con las palabras empezó muy temprano y la llevó a pasearse por la poesía, el ensayo y el cuento, para encontrar su hogar en la novela. Graduada de Comunicación por la Universidad Iberoamericana, ha publicado la trilogía gótica para jóvenes Gothic Doll (Grupo Planeta) y la novela El Club de los Perdedores. Imparte talleres de escritura creativa y colabora con distintos medios impresos y digitales. Su cercanía y profundo respeto hacia su público, así como su estilo franco y nada condescendiente, le han valido la atención de miles de jóvenes en México y Latinoamérica, situándola como una de las autoras de literatura juvenil más interesantes en el mundo de habla hispana actualmente.
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