La mujer llega a la clínica con su nene en brazos, en el rebozo, como cada mes, y es recibida con la amabilidad de las arpías por una enfermera. Tiene que hacer fila por más de una hora y, luego, pasa con un médico güerito que apenas la ve, hasta que desnudan al nene para medirlo y pesarlo y, como cada mes, el nene pesa menos y mide menos de lo que tendría que pesar y medir para su edad según las tablas del hospital. Entonces el médico se endereza y mira a la mujer como la han mirado todos los güeros desde que empezó a trabajar de sirvienta. Y viene el regaño: usted no alimenta bien a su hijo, ¿qué le da de comer?, seguro lo desatiende, ¿qué tan seguido ingiere alcohol su marido?, ¿es madre soltera?
El médico en realidad no es güero pero se siente güero y, más, desde que tiene su título y bata de “doctor” aunque nunca haya cursado ni vaya a cursar un doctorado en su vida. La mujer sale con su nene en el rebozo y con la receta de que tiene que darle una fórmula láctea “enriquecida”, vitaminas y un complemento alimenticio.
Su hijo está débil. Su hijo no es normal.
¿Se ha fijado usted cómo están protegidos los botes de fórmula láctea en los supermercados?: tienen un detector magnético y, además, están encapsulados dentro de un envase de plástico rígido y transparente para evitar el robo a granel.
Altius, fortius
Hace un año nació mi hija. Tanto mi pareja como yo medimos un poco más que el promedio de los habitantes de nuestra ciudad, Puebla, pero pesamos bastante menos. Para que se dé una idea, en mi familia materna decirnos “estás más gordito” siempre ha sido un halago. Por lo mismo, y más en mi estado natal, Jalisco, siempre he sabido que los Lomelí somos una anomalía estadística pues además, en el Bajío, según los datos de la CANAIVE y lo que la propia experiencia me ha dicho, mi pareja y yo estamos por debajo del promedio de estatura. La experiencia: ir a un concierto en la plaza de centro y darte cuenta de que todos te tapan (allá) o que ves perfectamente por encima de las cabezas (en Puebla).
Por supuesto, desde que nació nuestra hija hemos ido de un pediatra a otro, en el IMSS y hospitales privados, y en todos, salvo en el último, nos daban la misma cantaleta: su hija está chaparra y desnutrida.
Desde la primera ocasión pregunté quién, cómo, cuándo y dónde, había hecho las tablas de peso y talla. Ya se imaginará la cara del médico: ¡cómo diablos se atreve este pelado a poner en duda mi autoridad! Porque claro, en la mayoría de los casos, el propio médico no se había hecho esas preguntas. Entonces venían las respuestas altaneras e idiotas: “¡Son de la OMS!” (así, nomás con las siglas a ver si uno se destantea y por no quedar mal responde “Aaaaaah, bueno”), “¡son las tablas que se usan en Estados Unidos!” (dicho con todo el malinchismo ad hoc como para que uno diga: “sí, yo quiero que mi hijo sea gringo”), y otras similares.
Cada que preguntaba si había tablas mexicanas, me miraban con cara de “pero cómo se te ocurre, somos un miserable país tercermundista”, o “para qué las queremos si tenemos las tablas de la OMS” o, mejor, “para qué, si tenemos las tablas que usan en el ¡Bethesda Memorial Hospital!”. Sólo el último pediatra, quien sí tiene una formación científica básica (léase, la formación científica que deberían de tener todos los estudiantes de secundaria) respondió: “por desgracia no hay, debería de haber, lo que hago yo es ajustar estas tablas a mi propia experiencia: casi todos los niños de Puebla están por debajo del promedio del peso y talla de estas tablas”.
Culturalmente preferimos a l@s nen@s y niñ@s más grandes. Si no lo recuerda o no me cree, vaya usted a una guardería o jardín de niños y escuche a los progenitores: cómo se llenan de orgullo cuando su vástago está más grandote que el niño de al lado. Cómo dicen, henchidos, “al mes mi hija pesaba 6 kilos y medía 60 cm”.
Nadie presume lo contrario. Incluso a mayor edad, nadie presume “mi hijo es siempre el primero de la fila”, “mi hijo es el más flaquito de la primaria”. A lo más, y con todo el machismo a la mano, se dice “no importa que esté bajita, es niña: malo si fuera niño”.
¿De dónde nos viene este fetichismo por lo grande?
En general es una creencia con siglos de antigüedad, una asociación: entre más alto, más sano; entre más gordo, más sano. Y si bien esta última relación se cambió en los últimos años por “entre más flaco, más enfermo”, lo cierto es que nadie quiere tener niños que parezcan enfermizos. Mejor aún, y casi como tema de estudio de comportamiento animal, la mayoría de padres y madres preferirán que sus hij@s sean el macho y la hembra grandota de la manada antes de que sean l@s más chiquit@s del grupo.
¿Tendrá algo que ver esto con que seamos también un país de gordos y diabéticos? Con que luego, justo antes de llegar a la edad adulta, y como maldición por el resto de su vida, los habitantes de este país estén preocupados por estar obesos.
La fe (idiota) en la ciencia
Para paliar la angustia de mi pareja por el peso y la talla de nuestra hija, le dije un día, adivinando: “ve las tablas chinas”. Acerté. Los chinos, más inteligentes y menos colonizados que nosotros los mexicanos, no sólo no usan las mentadas tablas de la Organización Mundial de la Salud: tienen sus tablas propias. Mejor aún, hicieron dos tablas: una para los chinos del norte (más grandotes) y otra para los chinos del sur (más chiquitos). Y, como usted podrá imaginar, a mi hija le fue muy bien en las tablas chinas.
¿Por qué se me ocurrió eso? Porque ya sabía que los chinos habían proscrito toda su medicina durante la Revolución Cultural para adoptar la medicina que, dizque, sí era científica: la medicina occidental. Pero unos años después se dieron cuenta de lo terrible y grave que había sido su error, rectificaron y, hoy día, analizan todas las propuestas del rubro médico para ver si en verdad funcionan antes de aplicarlas.
El problema es que mi hija no es china, es mexicana.
Hace un par de años, la Camara Nacional de la Industria del Vestido, la CANAIVE, presentó sus datos de peso y talla promedio de los mexicanos mayores de edad y, como usted puede leer en la nota, presumían que México era “el primer país de Latinoamérica en tener las medidas promedio de su población”. ¡Hace apenas dos años!
Es maravilloso pensar que todos los seres humanos somos iguales. Y mejor aún es desechar esa conclusión rancia de la frenología y el nazismo que decía que había una correlación entre las características físicas y las características morales e intelectuales de una persona. Por supuesto. Pero así como a los industriales del vestido les interesan los datos precisos para saber las medidas de la ropa que van a fabricar (y así minimizar pérdidas), para la Secretaría de Salud debería ser imperativo recabar y analizar los datos correctos del peso y talla de la población, cuantimás para l@s niñ@s de las diferentes regiones del país. Sí, todos los seres humanos somos iguales, pero ésta es una petición de principio moral e intelectual, no es una descripción biológica o anatómica. Anatómicamente somos diferentes, no es igual la estructura ósea de todos los seres humanos ni es igual el porcentaje de grasa corporal, ni tampoco el ritmo de crecimiento (como usted seguramente lo habrá podido atestiguar en su propia familia).
No soy experto en el tema de población. Pero tengo una especialidad en genética y mi tesis de maestría en ecología fue en eso llamado “biología del desarrollo”. Mejor aún, tengo sentido común. Y si, por un lado, uno de los mayores problemas de salud de nuestro país tiene que ver con la obesidad y, por otro, las escenas como la que relaté al inicio donde la mujer indígena o mestiza va a la clínica del IMSS con su hijo son escenas comunes (donde, claro, su hijo no está débil ni es anormal, son sólo los prejuicios del médico, sus prejuicios de raza, clase económica y género supuestamente avalados por unas tablas de una institución extranjera, además de su poca preparación en estadística y diseño de experimentos); si se junta un asunto con otro, más nos vale hacer algo al respecto. Dejar de tener esta fe idiota y malinchista, sin cuestionarnos si tiene sentido con nuestra realidad o no, en la ciencia que se produce en otros lugares del mundo. Qué bueno que haya todas esas campañas para desalentar el consumo de comida chatarra y anexas; pero si no sabemos cuáles son las medidas promedio de nuestra población, difícilmente sabremos a dónde tenemos que ir. Y nuestros médicos seguirán traumatizando, -brutal, inapelablemente- a un montón de madres mexicanas porque sus nenes no son grandotes como holandeses.