Leer en el Istmo

28/05/2014 - 12:03 am

Caer sobre la tierra

Todo el camino sonaron las chicharras. Del palmar de Tehuantepec a la selva baja y de la selva baja al matorral, y luego a repetir su eco contra la duna. Todo el camino bajo el sol hasta Chipehua antes de regresarnos a leer a la Feria del Libro. Ya va a llover, dijo el taxista, ya llovió acá arriba en los montes. Y sí, kilómetros atrás el matorral se veía reverdecido. Pero falta que llueva en serio.

Y sin embargo los mangos de los solares están cuajados de fruta, de fruta que cae sobre la tierra y se pudre sola, así nomás: porque no hay manera distribuirla. Supongo que usted ya se habrá dado cuenta, de que las frutas de su infancia ya no existen en los supermercados del barrio: limas, zapotes, huamúchiles, tejocotes, capulines, pitayas, guanábanas... ¿Cuántos tipos de mangos había cuando era chico? ¿Cuántos tipos de ciruelas amarillas, rojas y anaranjadas?

Lo peor es que lo que le pasa con los mangos del istmo es la historia repetida: de las manzanas de Zacatlán, de las higueras, los dátiles, los perales que se fueron secando olvidados, los frutos de los barrancos. Pero eso sí, como me comenta la poeta Clarisa Toledo con su blusa de tehuana, en los supermercados del istmo (estos nuevos supermercados que llegaron hace poco) se venden kiwis de Nueva Zelanda y manzanas de Estados Unidos. Toneladas de fruta extranjera, rociada de insecticidas y muchas veces inyectada de conservadores.

Kiwis a $40 pesos el kilo mientras los mangos se pudren orinados por los perros.

Y los escritores pasamos a un lado, de regreso en la carretera, subidos en la caja de una troca de redilas y entrándole a gusto a los mangos.

Antes todos comíamos lo que se producía en los solares, dice Clarisa, ya no.

¿Será que también, inconscientemente, vamos pensando que hay frutas de primera y de segunda? ¿Frutas región uno y frutas región cuatro?

Ma biinda

Cuando llegamos los escritores a la plaza principal, nos encontramos con grupos de hombres en guayabera y mujeres con blusas bordadas y listones de colores en el pelo. No sé al resto, pero por lo menos a Luis Bugarini y a mí nos entra el pánico al respecto de lo que vamos a leer. Mejor aún: estar ahí, en medio de una comunidad con una cultura propia, al parecer tan distante a la de cada uno de nosotros, nos hace preguntarnos sobre la importancia real de los temas que decimos que nos importan.

Eso: la literatura que es literatura, ¿de qué habla para que sea universal?

¿Hablará del metro y de viajar dos horas en el micro? ¿Hablará de autores europeos y megalópolis estadounidenses? O, en mi caso, ¿de qué sirve leer sobre rancheros norteñotes y sicarios regiomontanos, de huercos de 13 años que portan una subametralladora y viven en una barriada de la Sierra Ventana que está a punto de estallar en la guerra del narco?

Pero ya está escrito. Y para bien o para mal no podemos modificarlo.

En lugares como Tehuantepec, Mérida, Culiacán o Monterrey habitan sociedades con cultura propia donde a lo largo y ancho de las clases sociales se mantienen símbolos de identidad: en el vestido, la música, el habla, la comida, etcétera. Esto siempre me ha parecido más interesante que esas otras poblaciones que, a pesar de estar a miles o decenas de miles de kilómetros de distancia, pretenden ser clones unas de otras: esas ciudades que se llaman a sí mismas cosmopolitas, o globalizadas y que, aunque tengan historia, parecen hacer todo lo posible por borrarla y convertirse en lo que Marc Augé llamó el no-lugar, esas ciudades donde todos visten igual, oyen la misma música, comen la misma comida y, para colmo, creen que son la máxima manifestación de la cultura. Por supuesto, lo anterior no es parejo en muchas de estas ciudades “globales” sino que son las clases medias y altas las que por lo general han perdido los atisbos de identidad, las que han dejado su cultura para adoptar una no-cultura. Y entre ellos es fácil moverse, ya sea que uno decida adoptar la no-cultura o “venderse” como pieza exótica: ahí va el indito, ahí va el norteño, ahí va el mexicano.

Pero ahora estamos en Tehuantepec y hasta Donovan, el presidente municipal, está muy interesado en escucharnos.

¿De qué íbamos a hablar para no quedar en ridículo?

Los inspirados

“Aquí hubo zetas pero ya no hay”, nos dice Mayra, la mesera. “Y aquí nomás llegaron a vivir, a estar tranquilos, donde sí hubo muertos fue en Juchitán”, añade Benjamín desde el otro lado de la barra. Cuando viajé por Colombia hace años siempre escuché la misma historia: la población a la que llegaba siempre estaba tranquila, en donde había violencia era en la de al lado. A veces, las historias de la violencia son como las historias de fantasmas, de la mujer de blanco que se le apareció al primo del amigo en la carretera o la tehuana que baja a bailar al atrio de la iglesia los domingos a media noche.

A mi juicio, cada uno de los escritores invitados a la Feria del Libro de Tehuantepec hizo lo mejor posible por no hacer el ridículo. Y en varios casos me consta que lo lograron. La mesa de crítica literaria, con Antonio Calera-Grobet, Leonardo Tarifeño y Luis Bugarini “sorprendentemente” logró interesar a los estudiantes de la Facultad de Idiomas. Bibiana Camacho decidió leer cuentos de otros autores, de Quiroga, Chéjov y Guy de Maupassant, porque eran cuentos que le habían cambiado la vida y sí, seguramente, algunos de los oyentes habrán llegado por la noche a su casa y visto con desconfianza su almohadón de plumas. Susana Iglesias no dejó de hacer reír a los chavos y en la presentación de la biografía de Sabines, de Pilar Jiménez, se agotaron los ejemplares.

La mesa que más me gustó fue la llamada “Poetas del Istmo”, con Aurora Santos, Natalia Toledo, Jorge Magariño, Víctor Terán, Esteban Ríos y José Alfredo Escobar. Mesa bilingüe donde, no obstante, se podía percibir entre el público este avance de la no-cultura pues, cuando se leían los poemas en zapoteco, parecía que sólo los viejos del público entendían cabalmente.

“Claro que sigue habiendo violencia”, me dijo una mujer en el mercado, “por eso ha dejado de haber turismo”. “Quedan los inspirados”, me dijo después Natalia, ahí en la plaza. Los inspirados: los que quieren ser como los otros, los que pasaron, los que salen en la tele, ser como aquellos de los que escuchan que ganan mucho dinero y traen sus camionetotas, sus mujeres y se la pasan de fiesta en fiesta todos los días.

El último día caminé otra vez a un lado de los solares donde se pudre la fruta, a un lado del supermercado. Un día antes había leído parte de mi novela que saldrá en un par de meses: sobre ese huerco de 13 años que trae una subametralladora.

Luis Felipe Lomelí
(Etzatlán, 1975). Estudió Física y ecología pero se decantó por la todología no especializada: un poco de tianguero por acá y otro de doctor en filosofía de la ciencia. Es miembro del Sistema Nacional de Creadores de Arte y sus últimos libros publicados son El alivio de los ahogados (Cuadrivio, 2013) e Indio borrado (Tusquets, 2014). Se le considera el autor del cuento más corto en español: El emigrante —¿Olvida usted algo? —Ojalá.
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