-¡Detengan el procedimiento!- grité al tiempo que abría la puerta del quirófano. Los doctores continuaron como si nada. -¿No me oyeron? ¡Que detengan el procedimiento!
-No le hagan caso- dijo el cirujano, -siempre es lo mismo con ella.
Intenté llegar a la plancha pero un trío de enfermeros me detuvo. Su hastío se adivinaba con solo mirar sus ojos por sobre los tapabocas negros. Me guiaron al balcón de siempre y después de resistirme un poco me rendí.
-Tranquila, esto sólo tomará unas semanas- dijo uno de ellos, intentando ser amable. Volteé a ver las sillas, resignada, y decidí sentarme en una nueva. Elegí “Cansancio”, por que se veía un poco más cómoda que “Enojo” y que “Resentimiento”, que estaban tan desgastadas. A lo lejos distinguí una puerta que no había visto antes.
-¿Qué hay ahí?- le pregunté al enfermero más afable, deteniéndolo por la manga de su bata negra.
-Más sillas- respondió simplemente. Se sacudió mis dedos y el trío volvió a la mesa de autopsias. Recargué la espalda, cansada como estaba y solté el aire. Una autopsia más, el mismo cadáver expuesto, los mismos cortes. ¿Cuál era el caso? Pero no podía evitar mirar, como cada vez. Tan lindo que era, tan joven, tan lleno de promesa.
-Los órganos están comenzando a agusanarse. Miren, aquí, la sangre hace mucho que no se mueve y está ennegreciéndose- instruyó el jefe de cirujanos a sus discípulos. Ellos asintieron gravemente.
-La piel ya está muy desgastada- comentó una voz femenina, -no aguantará más costuras y descosidas.
-Ya ni me digas- farfulló el jefe de cirujanos, y en voz más baja, como si así su voz no me alcanzara, agregó: -si quieres que te sea sincero, estoy hasta la madre de este cadáver.
¿Qué? ¿Entonces por qué seguían abriéndolo? Quise levantarme para detenerlos pero estaba tan cansada… Siguieron inspeccionando, tomando notas, dirigiendo la luz a un lugar, a otro, levantándole al cadáver uno a uno los dedos a ver dónde había comenzado el problema.
-Nunca vamos a saberlo- dijo la voz femenina, como si me hubiera leído la mente.
-Pues no, pero hay que seguir órdenes- respondió en tono resignado otro de los encapuchados. Mientras tanto yo dormité, miré con atención, llamé a algunas personas a notificarles de los avances. De vez en cuando me levantaba y miraba hacia otro lado, lejos de la plancha de la autopsia. Afuera se hacía de día, de noche, cambiaba el escenario como si se tratara de una proyección de diapositivas. Pasaban niños en bicicleta, vendedores de helados, voceadores con periódicos flamantes en los morrales y yo seguía ahí, obligada a atestiguar la disección. La primera vez había abandonado mi silla y había alcanzado a arrebatarle a uno de los doctores un bisturí de entre los enguantados dedos. Había querido atravesarle los huesos a aquel cadáver todavía fresco, hacerlo sangrar mientras fuera capaz de sangrar. Me habían devuelto al balcón, hecha una furia. La segunda vez me había tendido sobre el cadáver en la plancha, gritando que tendrían que pasar a través de mí para tocar siquiera al amado cuerpo.
-¡No me interesa lo que hay adentro!- había gemido mientras le acariciaba el rostro tibio, -miren qué hermoso es por fuera. No lo corten, déjenlo dormir.
La tercera vez había decidido ponerme a leer, como si el procedimiento fuera cosa de todos los días, algo tan poco importante que era más valioso hojear una vieja revista de decoración. Y había habido muchas más. Los resultados siempre eran inconcluyentes y cuando salía de la morgue siempre era otoño.
El trío de enfermeros vino por mí al cabo de cierto plazo.
-Terminamos- me informaron, mientras se quitaban los guantes sanguinolentos y yo retrocedía a causa del repelente aroma. Me tapé la nariz y, también, cerré los ojos.
-¿Qué fue?- les pregunté.
-Aún no lo sabemos- respondió el más amable.
-Los resultados fueron inconcluyentes.
Me puse de pie y abrí los ojos.
-Les agradezco, como siempre- dije, con mi voz de adulta.
-Sólo seguimos sus órdenes- respondieron al unísono. Le abrieron el paso al jefe de cirujanos, que sin quitarse el tapabocas me anunció que el cuerpo sólo aguantaría una autopsia más antes de desintegrarse.
-Muy bien- le dije, preparándome para salir por los helados y las noticias.
-Le tendremos preparada la Última Silla- dijo, señalando la puerta misteriosa con la mirada. Uno de los enfermeros se apresuró a abrir la puerta, rotulada “Tiempo”, para que yo pudiera ver el interior. Ahí había un sillón de apariencia extremadamente confortable, rodeado de flores frescas y libros interesantes. Además, estaba al aire libre, por lo que uno podía llamar a los vendedores, jugar con los niños o ir a pasear en cualquier momento.
Le estreché la mano al cirujano y asentí.
-Nos vemos en unos años- dijimos al mismo tiempo.
Volvería para aquel último procedimiento cuando la pregunta crucial fuera, en vez de “¿Qué salió mal?”, “¿Qué salió bien?”