Naturaleza: saber lo que ves

30/04/2014 - 12:00 am

Siempre me ha gustado saber qué es lo que veo. Es una tradición familiar. Mi abuelo Lomelí era agrónomo de Champingo y, cuenta la leyenda, que recién casado tomó el tren con mi abuela a no-sé-dónde y todo el camino se la pasó diciéndole qué se sembraba en uno y otro campo, qué especies de árboles crecían como barreras de viento y cuántos días o meses le faltaba a cada cultivo para la cosecha. Y la leyenda me la relataba mi madre mientras íbamos, precisamente, en el tren a Ciudad de México, justo después de decirme “ahí están sembrando maíz milo” o “esos son campos de fresa”. Mi abuelo Lomelí me parecía entonces el demiurgo, el sabio que podía nombrarlo todo y señalarlo con el dedo (como en Cien años de soledad). Y mi abuelo Gómez era el mago que podía hacerlo crecer, era ingeniero forestal, también de Chapingo, y su casa era un vivero toda.

Así, por lo menos para el caso de la parte alta de Jalisco y hasta la zona cañera, crecí sabiendo más o menos qué era lo que veía cada fin de semana que iba al campo: cuándo espigaba la caña y cuándo aparecerían los torton cargados de elotes, quiénes eran los carrancistas y de qué color floreaban lluvias, primaveras, plúmbagos y tabachines.

Luego me mudé al norte. Pasé años en Monterrey y Juárez sin saber qué diablos veía y sin conocer a muchos que pudieran explicármelo. Sólo hasta que me fui a La Paz pude retomar los pasos de mis abuelos. No porque haya estudiado allá una maestría en ecología y mi especialidad sea ecofisiología vegetal, sino porque desde que llegué a la península me di cuenta de que la beca Conacyt no alcanzaba para tener techo y tres comidas diarias (oh sí, si bien el monto puede ser una maravilla para ciudades como Puebla, es una miseria para lugares como La Paz) y me metí a trabajar como traductor de científicos extranjeros.

Ellos, los extranjeros, siempre traían unos libros o unas laminitas muy eficientes y eficaces, con la fotografía de la especie, su nombre común y científico, y los rasgos básicos de su historia natural. De modo que identificarlas, ya fueran aves, plantas o insectos, era sencillo. Luego el “naturalista” mexicano que me acompañaba por parte del Centro de Investigaciones corregía los datos que estuvieran mal en la ficha (casi siempre lo estaban) y los extranjeros y yo tomábamos nota y regresábamos felices.

Después de una o dos veces de repetir la misma historia anterior se me ocurrió lo que seguramente usted ya estará pensando: ¿y por qué no me conseguía yo mis libros o mis laminitas en español? Así que fui a buscarlas. Si usted ya lo ha intentado o es pesimista, ya sabrá qué pasó: no había. Corrijo: no existen. Mi espíritu emprendedor me llevó a proponer el siguiente paso obvio: ¿y si las hacemos en el Centro de Investigaciones?, ¿o si vinculamos al Centro con los guías de ecoturistas (sobre todo con los de las zonas balleneras y con los de las pinturas rupestres de la Sierra de San Ignacio) y la Semarnat?

Después de perderme dos o tres veces en los laberintos burocráticos, desistí, le compré a un gringo unas laminitas en inglés e hice sobre éstas mis correcciones para hacer más fácil mi chamba de traductor y, mejor aún, para saber qué diablos veía cuando veía el desierto. Y sí, aprendí de garambuyos y cardones, a encontrar los nidos de los halcones peregrinos y las madrigueras de los búhos, a saber en qué época del año el Mar Bermejo es más claro, casi transparente, y uno puede mirar la sombra de los peces en la arena.

Aprendí a ver. Y, por lo mismo, a querer más al desierto: porque uno no puede querer lo que no conoce.

Hace algunos años encontré entre los trebejos de mi abuelo Agustín Gómez y Gutiérrez una joya: un libro firmado por él e intitulado Ecología Forestal, en edición facsimilar de mil novecientos veintitantos, con fotos y descripciones de las principales especies forestales de México. Fotos a blanco y negro que él mismo tomó y correcciones a lápiz sobre el texto. Es un libro increíble que, lamentablemente, cada que hojeo me consigo una alergia de tres días. Así que sigo buscando sistemáticamente libros como los que traían los gringos.

Y más ahora que tengo una hija de un año y otra vez vivo en un lugar donde no sé qué es lo que veo y tampoco hallo quién me lo explique, en Puebla. Y sí, me siento en la obligación de poderle decir a mi niña “ése es un pirul, florea en tales épocas, ése de allá es un pino moctezuma...”

Así que el otro día que pasé por ése lugar maravilloso de la ciudad llamado Profética (cantina-café-librería-biblioteca.pública-centro.cultural) y vi en el aparador Árboles tropicales de México, manual para la identificación de las principales especies, me sentí a punto de ser el mejor papá del mundo. Brinqué de emoción. Además, el libro estaba editado por la UNAM y el Fondo de Cultura Económica. ¿Qué más puedes pedir? ¡Pues que esté firmado por dos eminencias! Y sí: Terence D. Pennington y, nada más y nada menos que, José Sarukhán. ¡Guau! ¿Algo más? Pues sí, la portaba rezaba “Tercera edición” (¡a huevo que es bueno!) e “Incluye un CD con mapas de distribución” (¡yupi-ya-ya-yupi-yupi-yeeeee!).

¿Que vale $500 varos?

No importa: te he buscado por tanto tiempo que no me voy a fijar en pequeñeces.

Y volví a casa feliz y fascinado.

Hasta que lo abrí.

Qué decepción. Qué barbaridad. Qué manera de tirar los recursos a lo idiota y de engañar a la gente. El libro, el “manual para identificar especies”, trae fotos, sí, pero a blanco y negro como si todavía fuera 1920. Y, peor aún, a diferencia del libro de mi abuelo, las fotos no son fotos del “árbol completo”. Se lo digo en serio. Sé que suena a broma pero no lo es: las fotos a blanco y negro son sólo de una parte... ¡del tronco del árbol! Se lo juro. Entonces, para que usted o yo, querido lector, pueda “identificar” al arbolito cuando vaya al campo ¿qué cree que trae?: dibujitos. De verdad. Y no, no me refiero a dibujos al estilo de los de Alfredo Dugés en sus Notas de zoología, que felizmente editó la Universidad de Guanajuato (acá puede ver una muestra), sino a esquemitas monocromáticos de algunas partes del árbol, como la hoja, la semilla, la flor o el fruto, pero no necesariamente todas éstas.

$500 por esquemitas y fotos de partes de troncos a blanco y negro.

¿Y el CD?

El CD trae un programa de SIG (Sistema de información Geográfica) que también parece contemporáneo de mi abuelito y de su amigo y jefe, Miguel Ángel de Quevedo. Sólo puede correr en PC. Se tarda casi media hora en instalar y en cargar y, luego de hacerlo, ¡eureka!: básicamente sólo te muestra los mismos mapas que ya vienen en el libro. Y nada más. En serio. Bueno, casi: en el CD uno puede darle clic a cada punto y entonces te dice quién hizo el muestreo de ése punto. Algo que podría ser súper útil para escribir una novela botánico-policiaca, pero no para “identificar las principales especies”.

¿Y las descripciones qué tal?: Qué le puedo decir, como afirmó mi pareja, son poéticas y acá le paso una muestra separando los versos:

Bursera excelsa (Kunth) Engl.

“Cápsula bivalvada

con sólo el exocarpio dehiscente

de 10 x 7 a 13 x 8 mm

ovoide

aguda

de color rojizo

pubescente

con el cáliz persistente

con un hueso rojizo de 5 a 8 mm de largo

¡con una semilla!”

(signos de admiración míos, pág.- 286).

¡Todos unos poetas ese Terencio y ese Pepe! Lo malo es que toda esa poesía, yo no sé a usted, pero a mí no me sirve muchote para identificar un árbol cuando salgo al campo.

En un artículo anterior hablaba de la importancia de crear nuestros propios contenidos para la educación y esto es precisamente a lo que me refería: a que libros con información tan básica, tan necesaria como “cuáles son los árboles principales de mi país”, no existen o, cuando existen en su versión mexicana, son bodrios inservibles como éste. Y si uno opta por la versión extranjera, como me sucedía cuando trabajaba de traductor, tiene uno que contar con un naturalista nacional que corrija los cientos o miles de errores que estos contienen. En resumen, tampoco sirven.

Y lo mismo que pasa con los árboles, pasa con insectos, mamíferos, aves, arbustos, peces, rocas y minerales, tipos de suelo, y un largo larguísimo etcétera.

Ojo: no estoy diciendo que como libro especializado, para alguien que estudie también una maestría en ecología, no tengan valor: son valiosísimos (así como La vegetación en México y otros títulos del inigualable Jerzy Rzedowski). Pero no hay un punto intermedio entre el libro hiper-especializado, como estos, y los libros infantiles del tipo Un vistazo a la selva, donde se incluyen por igual especies de cuatro continentes. Es decir, un libro para el chofer de microbús, el oficinista o el estudiante de sexto de primaria que quiera saber qué árboles hay frente a su casa. Un libro o una colección de libros para el ciudadano común y corriente, como usted o como yo, que esté preocupado por su entorno natural.

“Conocerlas para conservarlas” es más que un lema típico del ambientalismo, es una condición necesaria. Y es una pena que a estas alturas, casi 100 años después, básicamente no haya aparecido un mejor libro que el que escribió mi propio abuelo, Agustín Gómez y Gutiérrez, y que es inconseguible.

Ciertamente, en internet cada vez aparece más información, recopilada por ciudadanos comunes, como la guía de aves de la región del Cabo en Baja California Sur o puesta a nuestra disposición por ciudadanos comunes, como en la página del Club de observadores de aves de Puebla, catálogos de fotografías como el Registro de Árboles Majestuosos de México y versiones más modestas en las páginas oficiales, por ejemplo: la página de la Conabio que tiene la bondad de dar los nombres comunes de las especies en las distintas lenguas del país pero es tan oportuna como guía de campo como el libro de Pennington y Sarukhán o la página de Biodiversidad Mexicana que, si bien da información bastante más práctica, su idea de “mexicana” se reduce a la región con más variedad de árboles del país: el D. F.. No obstante, como usted mismo puede constatar, la información de estas fuentes no está del todo sistematizada (además de que en el campo no hay señal de internet, no todos tienen impresora a colores ni es muy conveniente andar en el cerro con un aipad).

México es uno de los países con mayor biodiversidad en el mundo. Es una pena que la desconozcamos tanto pues, como menciona Simón Óscar Mendoza Salgado en la sección de “derechos de autor” de la guía de aves de la región del Cabo, “difundir este material queda estrictamente obligado, sobre todo, entre la niñez”.

PS.- Todo un gusto ver que en esa guía de la región del Cabo aparecían los nombres de dos compañeros del Centro de Investigaciones Biológicas del Noroeste: Renato A. Mendoza y Edgar Amador.

Luis Felipe Lomelí
(Etzatlán, 1975). Estudió Física y ecología pero se decantó por la todología no especializada: un poco de tianguero por acá y otro de doctor en filosofía de la ciencia. Es miembro del Sistema Nacional de Creadores de Arte y sus últimos libros publicados son El alivio de los ahogados (Cuadrivio, 2013) e Indio borrado (Tusquets, 2014). Se le considera el autor del cuento más corto en español: El emigrante —¿Olvida usted algo? —Ojalá.
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