Por: Oscar Arredondo, investigador del área de Presupuestos y Políticas Públicas de Fundar.
No podemos hacernos de la vista gorda y ser indiferentes a la lamentable situación que vive nuestro país. Los altos niveles de violencia obligan a poblaciones a armarse ante la nula seguridad que proporciona el Estado, cada vez es más frecuente enterarse de lazos entre la delincuencia y el gobierno que inhiben la denuncia y fomentan la proliferación del delito. Mientras más cuestionable y desorganizado es el sistema de justicia, más incentivos encuentra el crimen para organizarse e imponerse. Aunado a ello, los ineficaces mecanismos de sanciones administrativas y penales para los servidores públicos de cualquier nivel abren el arca de par en par, a vivales que se enriquecen a manos llenas con recursos públicos, mientras pisan los derechos de la población.
Para que este desafortunado escenario se haya mantenido y fortalecido se requirió de una férrea voluntad de "no hacer nada". Solo así se sostienen la corrupción y la ilegalidad tan vivas y fértiles. Históricamente, los legisladores han tenido en sus manos la posibilidad de cambiar las cosas y sin embargo, parece que su misión es perpetuar su estado inerte. Esta misión parece difícil, pues de vez en vez sucede que los gobiernos en turno buscan legitimarse con la población al presentar leyes e iniciativas que supuestamente corregirán los abusos de poder y el mal manejo del erario. Cada vez que un legislador tira por la borda la oportunidad de corregir la desgracia de la corrupción y la impunidad, vela —directa o indirectamente— por la protección de los intereses mezquinos de quienes abusan de su posición para obtener beneficios personales o de grupo.
Actualmente somos testigos de una simulación legislativa con la que se pretende combatir la corrupción a partir de una reforma constitucional. Los diputados se regodean con la idea de ponerse una estrellita en la frente al tiempo que afinan su talento para darnos atole con el dedo al discutir la iniciativa anticorrupción del presidente Peña Nieto. La cual, de aprobarse como está, generará únicamente gastos excesivos, trámites innecesarios y burocracia.
Tratar de acabar con la corrupción al crear un órgano autónomo anticorrupción —en lugar de un tribunal de responsabilidades y de un sistema coordinado de evaluación, transparencia, control y fiscalización— es tan absurdo como tratar de acabar con la ingenuidad con un órgano anti-ingenuidad. Resulta un despropósito que los legisladores impulsen cambios incipientes en el manejo de las políticas públicas, si estas modificaciones no están precedidas de un análisis claro e integral de las condiciones que propician los actos de corrupción y los abusos de poder.
Si predomina la corrupción en México es porque tenemos sistemas de justicia fiscal y administrativo inoperantes. El propio marco jurídico propicia enormes limitaciones para fiscalizar, controlar y evaluar el gasto eficaz y oportunamente. La corrupción se alimenta de la inexistencia de mecanismos de rendición de cuentas, de la falta de transparencia y de la incapacidad de crear servidores públicos honestos, éticos y bien preparados. Si impera la corrupción es porque nuestras leyes abren y mantienen espacios para las irregularidades y porque esta está tan enquistada en nuestra cultura, que algunas personas se acercan al servicio público con el ánimo de enriquecerse (y lo logran generalmente con más premios que castigos).
El pasado 25 de abril, la Red por la Rendición de Cuentas realizó una reunión con organizaciones, académicos y legisladores para elaborar contrapropuestas a la iniciativa que se discute en la Cámara de Diputados. En dicha reunión, acertadamente se planteó un sistema nacional de responsabilidades para fortalecer la rendición de cuentas. En dicho sistema se busca que la reforma contenga mecanismos de coordinación interinstitucional, de sanción, prevención y corrección de las fallas sistémicas de la función pública, así como la salvaguarda de los principios de eficiencia, eficacia, honradez, economía, transparencia y rendición de cuentas en la función pública. Además, la Red exigió que se unifiquen los criterios entre los sistemas que intervienen en la gestión gubernamental, que se coordinen los esfuerzos en el combate de actividades ilícitas que dañan el patrimonio público tanto por los burócratas como de los particulares y que se garantice un marco de seguridad jurídica y debido proceso para los servidores públicos.
Los legisladores tienen una iniciativa deficiente que aún no se ha aprobado, así que todavía puede hacerse mucho para enriquecerla y fortalecerla. Esperemos que no sea una reforma cosmética que prometa grandes cambios en una legislación secundaria que puede no llegar nunca. Pronto sabremos si nuestros representantes se inclinan por corregir el rumbo o por honrar su vocación de darnos atole con el dedo.