Siempre pensé que si algún día sería padre, quería ser padre. Es decir, no quería ser el señor-ogro-ausente al que se le ve apresuradísimo y malgeniudo todas las mañanas, a veces en las comidas y, por las noches, siempre cansado y listo a repartir riatazos. El tipo que se va con su traje y corbata y que regresa frustrado, siempre frustrado y uno, de niño, nunca entiende por qué está frustrado hasta que luego, por ahí de la secundaría, leería los Poemas de la oficina y Poemas del hoy por hoy de Mario Benedetti y entendería un poco ese desasosiego acumulado que veía en las tiras cómicas o en casas de mis amigos. Porque, para bien o para mal, mis padres se divorciaron cuando yo tenía tres años y tenía que andarme buscando la idea de “cómo es un padre que sí está en casa” entre mis amigos, las caricaturas, el cine y la televisión. Y el padre repetido era ese señor-ogro-ausente-oficinista.
Ahora que lo pienso, seguramente ésa fue una de las razones por las que no estudié una licenciatura que me llevara a una oficina, como administración o finanzas, sino ingeniería: puesto que los papás de mis amigos que me parecían más agradables y pasaban más tiempo con sus hijos eran ingenieros. Mejor aún, tal vez ésa sea una de las razones por las que, siempre que he podido, he rechazado todo ofrecimiento laboral que involucre estar ocho horas o más en una oficina (de los traumas que se entera uno al escribir su columna semanal).
Pero decía que esos eran los modelos a la mano y, después, para finales de los ochentas apareció otro: el padre-amigo-todo-deporte. Éste era más una fantasía de la televisión que una realidad, pues aunque desde entonces se vieran en los centros comerciales a padres que llamaban a sus hijos “amigo” nunca me la terminé de creer del todo. Primero, porque reducir un lazo familiar a un lazo de amistad me parecía eso, una reducción (además de que, no sé si se ha fijado, por lo general la gente que en México te dice “oye, amigo” nunca es tu amigo). Segundo, el modelo “amigo” trataba de eliminar todo tipo de norma y, oh sí, cuando después fui profesor universitario de estudiantes con padres modelo amigo, me encontré con que se llevaban igual de bien-mal con sus padres que en los otros modelos pero, en contraste, ellos no respondían a ninguna idea de autoridad. Así que esta versión tampoco me gustó.
Pero como dijera el Chavo del Ocho, sin-querer-queriendo fui haciendo mi propia versión. Decidí que quería trabajar en casa y ser escritor y a cada escritor o escritora con hijos que conocía le iba preguntando cómo le hacía para que su chamaco entendiera que estaba trabajando y que no podía jugar con él/ella. Recibí un montón de respuestas que se resumen en “hay que explicarles chorrocientas mil veces y, después, volverles a explicar”.
Así las cosas, resultó que me gradué de padre hace un año y también algunos amigos escritores. A todos nos vino el trauma de qué iba a pasar cuando nuestros hijos leyeran lo que hemos escrito y, también, vino la maravilla de dejar hábitos tan arraigados como los viajes a bote-pronto, el cigarro, las tertulias-borracheras, etcétera. Pero lo curioso es que, de alguna manera, yo ya me había hecho a la idea de que la mayoría de padres del mundo había cambiado. Hasta que el otro día que fui al parque con mi hija.
El parque estaba vacío. Totalmente vacío. Era media mañana de media semana y no había persona alguna. En un momento dado pensé, como en los textos de Etgar Keret, que me encontraría a un montón de señoras con sus hijos y que me verían a mí como un posible violador/secuestrador de menores. Pero no. Nada. Nadie. Así que fuimos, como otras veces, a los columpios y los resbaladeros y nos tiramos en el pasto y jugamos con la tierra y las hojas de los árboles y nos la pasamos muy bien.
Entonces sucedió. Empecé a percatarme de las miradas de la gente desde sus autos. Las mujeres me veían con extrañeza y sí, volvió la imagen del posible secuestrador de infantes, pero también otra igual de machista, porque hubo un par de señoras que me miraron con odio: “haragán bueno para nada, debería de estar trabajando”. Y ante las miradas de los hombres no mejoró mucho la cosa: odio o tristeza. Supongo que ellos también habrían deseado estar jugando con sus hijos o sus nietos. Sólo un par de personas se alegraron de vernos a mí y a mi hija enterregados y nos regalaron los buenos días.
Hace algunos años, cuando dejé de vivir en La Paz y me fui a la Ciudad de México, escribí un texto intitulado “Los anormales”, en alusión a Foucault, y trataba de cómo ciertas prácticas, otrora anormales, se iban convirtiendo en la norma: como ponerle llave a la puerta de tu casa. Y viceversa: lo que era normal (o que en el ideario quisiéramos que fuera normal) se iba convirtiendo en una aberración social: como ir al parque con tu hija o con tu nieta.
Regresé a casa contento y puerquísimo, sí. Pero también triste. Por un lado, ese señor-ogro-ausente-oficinista seguía siendo una norma y el padre-amigo seguía siendo un mito. Y peor, muy probablemente, ese señor-ogro-ausente ya tampoco quisiera serlo pero las circunstancias económicas, sociales y culturales se lo impiden. Peor aún, puede que las madres también se hayan convertido en esa señora-ogro-ausente. No lo sé. Ni siquiera había abuelos. Lo que me queda claro es que estoy feliz de haber decidido, desde la secundaria, que de grande quería ser un anormal.
PS.- Otro amigo escritor que se graduó de padre más o menos al mismo tiempo que yo, acaba de publicar una novela: Los predilectos. Así que si quiere leer algo no apto, de ninguna forma, para menores (con hartas drogas, orgías y demás), léase esta novela de este novel padre.