¿Qué busca la educación en México?

16/04/2014 - 12:00 am

¿Para qué mandamos a los niños a la escuela? ¿Por qué un país decide que la educación es importante? Las respuestas a estas preguntas no son ni han sido unívocas. Han ido cambiando a lo largo de la historia y, por supuesto, se han ido acoplando al espíritu de los tiempos: a la moda. Y, como todos sabemos, cuantimás si la miramos en retrospectiva, la moda no siempre ha sido la mejor consejera. Así, ante el Programa Sectorial de Educación 2013-2018 y las reformas (otras más) que se pretenden hacer a la educación mexicana, vale la pena preguntarse si éste y éstas tienen sentido. Es decir, no sólo si las estrategias para cumplir los objetivos son pertinentes, sino si lo son los propios objetivos y los principios de los que se parte para formularlos. Adelanto mi conclusión: ni son pertinentes ni tienen sentido.

Un breve repaso histórico

La educación durante el virreinato privilegiaba dos aspectos, el religioso y el extractivo, desde una administración centralista. La educación religiosa, tan denostada hoy día, tenía el objetivo de consolidar el reconocimiento internacional de México ante la comunidad mundial que era importante para nuestro país, es decir, la comunidad católica. Así, en seminarios, monasterios, conventos y universidades se hacía un esfuerzo descomunal para que los estudiantes aprendieran y practicaran la doctrina. Un esfuerzo avalado y apoyado por los gobiernos, tanto el virreinal como las alcaldías locales, al grado de que Puebla y Querétaro, las dos ciudades más importantes de nuestra región en ésa época luego de la Ciudad de México, impulsaron toda causa de beatificación posible (principalmente de monjas avecindadas en dichas ciudades) para demostrar urbi et orbi que acá había gente virtuosa, digna y santa... como en Europa. La educación religiosa también sirvió para construir una historia coherente y divina de nuestros ranchos: a Puebla la trazaron los mismísimos ángeles y el apóstol Santiago estuvo presente en la fundación de Querétaro. En resumen, el prestigio y el reconocimiento internacional.

El aspecto extractivo de la educación virreinal es mucho más sencillo de entender desde la lógica capitalista de nuestros días: se enseña lo que valga la pena y vale la pena aquello que genere riqueza para la corona. Así, las escuelas de minas, la cartografía, la astronomía, la taxonomía de las especies “útiles” y sus métodos de extracción fueron áreas de interés. El resto, por ejemplo la medicina, no.

La visión centralista se daba de la siguiente forma: la corona dictaba, pero los criollos de Ciudad de México tomaban de ahí lo que les convenía y lo imponían al resto del país quienes, a su vez, también tomaban lo que les convenía y, en resumen, hacían lo que les daba la gana dentro de los lineamientos anteriores (por eso, entre otras cosas, la Nueva España fue copernicana antes que la Península). Por supuesto, cada que podían, los diversos estratos de cacicazgo imponían su ley: ya fuera acumulando recursos (casi todos en la capital virreinal y luego en las capitales regionales) o por medio de prohibiciones directas, como cuando la Ciudad de México prohibió a Puebla la expedición de títulos o la creación de una universidad.

El siglo XIX fue un aquelarre de revueltas e intervenciones extranjeras pero, a pesar de ser un país religioso y conservador, en el ámbito educativo la lucha fue ganada por los liberales cientificistas y positivistas y, para final de siglo, habíamos hecho nuestra versión de los modelos estadounidenses y franceses de la educación. ¿Por qué? Muy probablemente porque el modelo educativo anterior era el español, España se había ido a la miseria con su modelo educativo religioso y ni los liberales ni los conservadores mexicanos querían que nuestro país siguiera el mismo derrotero. El culmen, el porfiriato. Y se crearon escuelas, academias, sociedades científicas, revistas de divulgación, museos y demás. Por primera vez hubo un esfuerzo serio para crear contenidos educativos propios y se mandó a mexicanos al extranjero para prepararse e incorporar los métodos que fueran propicios. Era un modelo centralista, cierto, pero liberal, capitalista y laico. Aunque, también, éste tenía el objetivo de emular a quienes les iba bien en el concierto mundial.

El final del idilio liberal cientificista, que había empezado con Juárez, lo conocemos bien: la revolución. Y en el ámbito educativo la reacción fue también virulenta. Próceres como Alfonso Reyes y José Vasconcelos rechazaron las ideas de (los también próceres) Valentín Gómez Farías y Gabino Barreda. Para buena parte de los sabios post-revolucionarios el cientificismo y el positivismo eran iguales al porfirismo y había que sustituirlo por el platonismo. Una reacción entendible, por supuesto, pero con un impacto negativo tremendo en la educación científica mexicana. A la educación tecnológica no le fue tan mal debido al impulso de las escuelas técnicas, rurales y urbanas, de Plutarco Elías Calles y, después, a la educación socialista de Lázaro Cárdenas.

Aquí si bien, debido a los conflictos sociales y al cambio en los modelos educativos, México quedó fuera de las revoluciones científicas de la primera mitad del siglo XX (mecánica cuántica, relatividad, polímeros, etc...) por primera vez ensayamos un modelo educativo propio, sin imitar modas imperantes de países exitosos. Pues, entre otras cosas, a diferencia del s. XIX, todos los modelos extranjeros parecían fallidos: la primera guerra “mundial”, la tragedia del Dust Bowl, la depresión económica estadounidense, la segunda guerra “mundial”. Un panorama que nos empujaba a pensar por nosotros mismos. Y, de hecho, con sus defectos y grandezas, éste modelo educativo sentó los cimientos de la educación que todos nosotros recibimos.

El capitalismo y la vuelta a la educación virreinal

En 1970, con Echeverría, se creó el CONACYT y volvió el impulso para renovar esa área del conocimiento, entre la técnica y el platonismo, que había quedado casi olvidada por completo. Se volvió a promover la creación de contenidos propios, a mandar a estudiantes mexicanos al extranjero para traer ideas, se extendió la red de educación, museos, revistas y demás (y sí, también, tal vez como reacción, es que CONACYT no es muy afín a patrocinar investigaciones humanistas platónicas). Con Salinas de Gortari vino otro impulso importante. Sin embargo, ya la ideología de los tiempos había comenzado a cambiar a la educación: el capitalismo de la globalización.

Es decir, a partir de Salinas, lo que empezó a mover a la educación ya no fue la idea de progreso científico que movió a los liberales decimonónicos ni tampoco ese “ejército de paz” vasconcelista que habría de unificar al México post-revolucionario. A partir de entonces lo que parece mover todo el modelo educativo mexicano es el dinero.

Y al Programa Sectorial de Educación 2013-2018 lo mueve el dinero.

No lo mueve el conocimiento, no lo mueve la cultura, tampoco un ideal nacionalista que pacifique a nuestra sociedad ni una educación que permita el progreso de México para convertirlo en uno de los países claves del orbe (como quisieron los liberales), ni mucho menos una educación ambiental que frene la devastación de nuestra naturaleza. No, nomás lo mueve el dinero. O dicho eufemísticamente: la “educación de calidad”.

La palabra clave es, por supuesto, “calidad”. Y no, no se refiere a lo que popularmente conocemos como “calidad”, sino a lo que los ingenieros y auditores de ISO-9000 entienden por “calidad”. Y cito al Presidente en el mensaje que inaugura el Programa: “los jóvenes enriquecen su formación integral, inician su preparación para distintas trayectorias laborales y profesionales“. Es decir: educación para crear trabajadores, empleados, para “el aumento en la productividad necesario para mejorar la competitividad de la economía mexicana” y “favorecer el crecimiento de la oferta en áreas prioritarias para el desarrollo regional y nacional”.

El mensaje del Secretario de Educación Pública, Emilio Chuayffet, en el mismo documento refrenda lo expresado por el Presidente de la República: “una oferta pertinente que atraiga a los jóvenes a la escuela... y prepararlos para que puedan acceder a mejores empleos... se requiere revalorar la formación para el trabajo e impulsar con renovado vigor el reconocimiento de las competencias adquiridas para el desempeño laboral”.

¿Así o más claro?: la escuela no sirve para adquirir conocimiento sino para conseguir un jale que genere dinero. Tal vez por eso no es de extrañar la línea de acción 1.3.1: “Mejorar el currículo para que sea sencillo...” Por supuesto, ¡queremos empleados! ¡Y si el “currículo” es complicado vamos a tener deserción escolar y no cumpliremos con las metas para la OCDE!

O la línea de acción 1.7.5: “Asegurar que el currículo esté pensado y redactado para ser comprendido en sus rasgos básicos por las familias”. No importa que aprendan, no importa que se esfuercen, no importa que conozcan, ni importa educar realmente tanto a los padres como a los hijos, lo que importa es que los peones puedan leer el instructivo para alimentar a las mulas del patrón.

Podría seguir mostrando las barbaridades de este programa: como la incongruencia entre las cifras de la SEP y las de la OCDE respecto al porcentaje de cobertura de la educación media superior en México, el discurso vacío de la educación ambiental que no lleva a ninguna estrategia ni línea de acción específica (¿no que estábamos muy comprometidos con el cambio climático, señores?), o apuntar que según el Instituto Mexicano para la Competitividad A.C. el área de la minería es la mejor remunerada y ¿en manos de quiénes está?, ¿dónde se estudia para eso?, etcétera. Pero los puntos que me importan más son otros, de fondo.

En ningún lugar del Programa Sectorial de Educación 2013-2018 se menciona una sola línea de acción a favor de la generación de contenidos propios. ¿Cómo diablos vamos a saber dónde vivimos? ¿Cómo vamos a priorizar qué es lo importante si no conocemos nuestro entorno? ¿Cómo vamos a tener una relación armónica o menos destructiva con nuestro ambiente si no lo conocemos? Incluso, siguiendo su lógica capitalista, ¿cómo diablos vamos a encontrar nuestras ventajas competitivas, y explotarlas, si no sabemos lo que tenemos a nuestro alrededor? Señor Secretario, señor Presidente, por más que se diga que “en Internet se encuentra todo”, eso no es más que una falacia: los contenidos sobre nuestra propia realidad no están en Internet, tienen que crearse. Y no, no se puede aprender ni hacer aportaciones importantes en biología, medicina, geografía, sociología, sicología, ni en la mayor parte de las áreas del conocimiento sólo “gugleando”.

Repito: no basta capacitar a maestros y alumnos en el “uso de tecnologías de la información”, es necesario capacitar para crear nuestro propio conocimiento y no ser sólo consumidores de información extranjera.

Con el Programa Sectorial de Educación 2013-2018 vamos a volver a la educación virreinal, señores. Ya no presumiremos que tenemos monjas beatas ni ciudades trazadas por los ángeles sino empleados dóciles y buenos “índices internacionales”, un pequeño cambio del discurso mundial: del Vaticano al corporativo transnacional. Un cambio que sigue promoviendo, con igual o peor ahínco, la extracción y depredación de nuestros recursos, nuestra riqueza y nuestras personas.

Lo ideal sería que volviéramos a pensar un modelo propio, uno que sí fuera de acuerdo a nuestras necesidades, aunque fallemos. Pues es mejor fracasar por nuestro propio pie (como Vasconcelos) que copiar un modelo que está diseñado, desde afuera, para llevarnos directamente al fracaso. Incluso, si no se les ocurre nada y quieren copiar modelos, ¿por qué no copian un modelo exitoso, como el japonés? Qué bueno, señor Secretario, que sea usted muy amigo de Fernando Savater y que lo escuche, lo malo es que Fernando no conoce la realidad mexicana (aunque sea muy inteligente) y, peor, el modelo educativo español de hoy, como el de hace 200 años, es un modelo que ha mostrado su fracaso.

Llevar Internet y regalar iPads a los niños sin procurar los contenidos, equivale a tener la primera imprenta de América e imprimir sólo hojas parroquiales.

¿Y si mejor releyéramos a Clavijero, Palafox, Sigüenza y Góngora, Gómez Farías, Barreda, Reyes, Caso, Torres Bodet, etcétera, para ver qué hemos hecho y por qué hemos fallado? Seguramente encontraremos ahí mejores respuestas que en la moda o en Google.

Luis Felipe Lomelí
(Etzatlán, 1975). Estudió Física y ecología pero se decantó por la todología no especializada: un poco de tianguero por acá y otro de doctor en filosofía de la ciencia. Es miembro del Sistema Nacional de Creadores de Arte y sus últimos libros publicados son El alivio de los ahogados (Cuadrivio, 2013) e Indio borrado (Tusquets, 2014). Se le considera el autor del cuento más corto en español: El emigrante —¿Olvida usted algo? —Ojalá.
en Sinembargo al Aire

Opinión

Opinión en video

más leídas

más leídas