Carta a Lubbock, Texas

30/03/2014 - 12:00 am

Querido amigo:

Sería mentira decir que al verte sentí que el tiempo no había pasado, que apenas ayer estábamos escuchando a los Eels en tu diminuto cuarto en Cabra Hall, mientras afuera un grupo de chicos gritaba por ninguna razón en especial: por estar ahí, por estar vivos, por ser jóvenes, por estar borrachos y felices un viernes en la noche, quién sabe. Nuestros dedos se rozaban, sin cruzar ninguna línea, respetuosos mas no fraternales, y me sentía adulta en esos momentos contigo, por que el resto del tiempo buscaba exactamente lo contrario, no los Eels sino pop, no vino tinto sino pizza de microondas, peinados estrafalarios y atuendos de colegiala. El tiempo ha pasado, hoy lo siento latiendo en el morado bajo mis ojos, en el plateado entre mis cabellos cortos que ruegan parecer jóvenes y modernos y que se delatan justo ahí, en el ruego que hacen con la mirada baja y la sonrisa esperanzada. El tiempo ha pasado, como pasó el huracán por entre los árboles que cobijaban nuestras caminatas hace tantos años, llevándose los techos de las casas de colores, ahuyentando a los amigos, inundando las calles de Nueva Orleans y ensombreciendo aquellos balcones de los que solían asomar cuerpos alegres, ebrios y desnudos en ánimo de bacanal romano.

Nuestra ciudad, querido amigo, sufrió al azar, y aunque uno puede ponerle nombre a los huracanes, la verdad es que la furia que destruye no tiene cara ni intención, es sorda y muda y no representa El Mal, es solo una tormenta más y esta vez eligió tu costa, tus casitas, tu corazón, y es cuestión de buscar refugio en lo que escampa, llorar en la trinchera y, después, salir a ver qué ha quedado ahí, flotando entre las aguas negras: juguetes de la infancia, cachorros que podrán salvarse, sonrisas que de pronto brillan con el lujo de la juventud recuperada por momentos. Caminábamos por Nueva Orleans, my darling (y te ríes, porque sueno como una señora mayor y, además, británica), hace más de una década, sin imaginar que los tranvías podían descarrilarse, que los robles podían deshojarse, que los pantanos se desbordarían y los cocodrilos caminarían libremente entre nuestras piernas, arrancando jirones de piel en venganza por las paletas de carne rosa que se venden en las tiendas de souvenirs.

El tiempo ha pasado y hoy nos miramos a los ojos, más sobrios, más cansados, más mojados por tanta lluvia. Oímos a los Eels, nos tomamos de las manos con menos miedo y, aún, sin cruzar líneas. Hoy caminamos por otras calles y nos decimos qué clase de juguetes hemos rescatado, qué es lo que nos hace sonreír aunque las líneas en la cara se queden marcadas por mucho más tiempo. Hoy me quedé dormida y sentí cómo me tapabas, cómo me dabas un beso en la frente, cómo uno de tus ojos se daba cuenta de que el tiempo había pasado pero el otro, adorable, me veía de nuevo con la inocencia de antes del diluvio. Gracias, my darling, por acompañarme mientras el tiempo sigue pasando, hoy que las nubes se van aclarando, hoy que las labores de reconstrucción se reanudan aunque no haya fondos, aunque no haya materiales, aunque cueste trabajo levantarse y parezca más fácil flotar en las aguas negras.

Lorena Amkie
Nació en la Ciudad de México en 1981. Su idilio con las palabras empezó muy temprano y la llevó a pasearse por la poesía, el ensayo y el cuento, para encontrar su hogar en la novela. Graduada de Comunicación por la Universidad Iberoamericana, ha publicado la trilogía gótica para jóvenes Gothic Doll (Grupo Planeta) y la novela El Club de los Perdedores. Imparte talleres de escritura creativa y colabora con distintos medios impresos y digitales. Su cercanía y profundo respeto hacia su público, así como su estilo franco y nada condescendiente, le han valido la atención de miles de jóvenes en México y Latinoamérica, situándola como una de las autoras de literatura juvenil más interesantes en el mundo de habla hispana actualmente.
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