Soy una persona proactiva incluso cuando estoy chapoteando en una alberca de arenas movedizas, así que, ante la necesidad, no dudé en sentarme frente al anaquel de autoayuda en una de esas enormes librerías que ya casi no existen. Como en todo, pensé, en el género de libros de autoayuda debe haberlos buenos y malos. I need all the help I can get, me dije en inglés, por que estaba en Estados Unidos (o sea: “necesito toda la ayuda que pueda obtener”). Dediqué unas horas a mirar los títulos de los libros con la cabeza ladeada a un lado y al otro según el capricho del diseñador de lomos, y al fin el llamado “Amando a un hombre deprimido” me llamó a mí. Leí la contraportada, luego el índice, llena de esperanza y con los ojos húmedos. Lo compré. Necesitaba entender, internalizar, empatizar (más) y, sobre todo, sobrevivir. Era un libro de autoayuda, ¿no? Debía tener un apartado dedicado a mí, la lectora que buscaba autoayudarse.
Leí el libro, lo tomé en serio, lo subrayé. Cómo ayudarlo incluso cuando él no desea ayudarse a sí mismo. EN ESPECIAL cuando no se ayuda a sí mismo. Capítulo 1: Detecta los síntomas. Capítulo 2: Procúrale la ayuda que necesita. Capítulo 3: Dale ánimos… Evita tensiones… Conviértete en un refugio de estabilidad… No lo critiques. No lo presiones… Separa la enfermedad de la persona... Demuéstrale que lo amarás a pesar de todo. A pesar de todo. Debí darme cuenta de la trampa cuando no vi, en la misma repisa, “Amando a una mujer deprimida”. ¿Saben por qué no estaba ahí? Por que nadie lo ha escrito.
Para quien me conoce no es ningún secreto que tengo una obsesión con la historia del Fantasma de la Ópera. El Fantasma es un personaje que me conmueve profundamente, me duelen su soledad, su locura, su condena. Algún día, me he dicho desde niña, escribiré una historia relacionada al Fantasma de la Ópera. Pero que sea mujer. Sí, que sea una mujer la que esté deforme, la que se enamore de un bello ejemplar masculino que la vea como su mentora o una suerte de figura materna pero sea incapaz de amarla, que ella se vuelva su acosadora, lo secuestre y lo lleve a su melancólica guarida para seducirlo con sus talentos mientras, afuera, una hermosa y joven heredera espera al joven para casarse con él… ¿alguien además de mí puede ver cómo esto no funciona? Un hombre sumido en la oscuridad y enamorado de una mujer inalcanzable es romántico. En cambio, una mujer en la misma situación es una stoker enloquecida, una sicópata o, de perdida, una vieja que está en sus días. No es atractiva. ¿O es atractiva una mujer matronal que, además de ser fea, tiene ataques violentos de celos? ¿Una mujer que, como Glenn Close en “Atracción Fatal”, persigue al objeto de su afecto hasta las últimas consecuencias? Seamos sinceros: no. Esta mujer, aunque escriba óperas magistrales, no hará que ningún hombre suspire. Porque las mujeres estamos educadas para ver más allá de los defectos físicos, los hombres no. Pero más allá: las mujeres debemos comprender, apapachar, aguantar. Yo misma me enfurecía con Christine por elegir al guapo y tierno vizconde en vez de al Fantasma deforme y violento. Perra egoísta, pensaba. Hasta hace unos meses, le habría comprado un ejemplar de “Amando a un hombre deprimido”. Y entonces tal vez habría otra mujer bien equipada para vivir bajo tierra, para navegar en la balsita que es la depresión del otro y que va y viene en una tormenta inacabable y helada que no deja ni respirar y que no siempre atraca en buen puerto. ¡Niños y mujeres primero! ¡Sálvese quien pueda! Hasta Kate Winslet se quedó en su pedazo de madera mientras Leonardo DiCaprio y el Titanic se hundían. Quizá ella leyó otro libro, uno al que no le faltaba el último capítulo, el más importante, titulado: “Tu vida también importa”.