Uno de los grandes equívocos en los que se puede caer al analizar la política es creer que las instituciones públicas deben tener un desempeño similar al de una empresa.
El ejemplo por excelencia es medir la “eficacia” de un órgano legislativo por el número de iniciativas aprobadas sobre las presentadas. Una variación de este argumento afirma que incluso deberían dictaminarse todas las iniciativas que se presentan en el pleno.
En este sentido se publican en diarios de manera constante reportes de “productividad” de las comisiones, en las cuales se mide su eficacia con base en dictámenes presentados al pleno. Por otra parte, el pasado domingo 16 se publicó en este portal una nota sobre las 10 iniciativas más extravagantes presentadas por legisladores, donde se habla desde castigar el pensamiento místico hasta el perreo – y esta sólo es una pequeña lista. ¿Se debería ocupar de atenderlas una comisión?
Antes de hacer acusaciones fáciles y en seguimiento a la editorial publicada en este espacio la semana pasada, conviene tener claro por qué se presenta una iniciativa y bajo qué criterios debería o no ser dictaminada. De esa forma podremos hacernos una idea de dónde está realmente el problema, asumiendo que de verdad existe.
La “congeladora” y su relevancia
Antes de caer en el lugar común de que un legislador debería dedicarse a “hacer leyes” sea lo que eso signifique, debemos ver a las iniciativas que presentan bajo una perspectiva táctica.
El primer dato a considerar es que en todos los países las iniciativas que más son aprobadas son aquellas que presenta el gobierno por dos razones.
La primera: es su programa el que tiene preferencia, toda vez que obtuvo la mayoría de votos. En este caso le corresponde al legislativo revisar y aprobar, modificar o rechazar las diversas iniciativas que se le presentan a nombre de la ciudadanía. La eficacia aquí se debería determinar por su capacidad para analizar las propuestas.
La segunda es igual de relevante: el gobierno tiene la estructura profesional necesaria para elaborar iniciativas debidamente fundamentadas. Frente a esto el legislativo debe tener la capacidad para analizar lo que se le presenta con base en el acuerdo entre los grupos parlamentarios y la información que reciba de los diversos grupos de interés a través del cabildeo.
Entonces, ¿por qué los legisladores presentan iniciativas? Fundamentalmente porque les resulta útil. Por ejemplo les puede convenir enarbolar un tema porque les da perfil mediático o porque tienen vínculos con grupos de interés que les pueden servir para continuar con su carrera. También es una forma de decirle a los electores que se preocupan por sus problemas cuando presentan sus informes de actividades. Incluso es común presentar una iniciativa cuando otro legislador o partido hace lo mismo con el fin de diferenciar propuestas.
También hay casos donde a los legisladores les importa más que se les reconozca por la cantidad de iniciativas que presentan antes que la calidad. Por ejemplo el ex diputado Jorge Kawaghi presentó la pasada legislatura 168 iniciativas, casi todas para modificar puntos y comas a leyes vigentes.
¿Hay iniciativas que son plagios de otras presentadas en legislaturas anteriores? Totalmente cierto. ¿Algunas se editaron textualmente de marcos normativos de otros países? Una buena parte. ¿Hay propuestas que moverían a risa? Al menos una por sesión. Pero haríamos mal si pensáramos que el objetivo es que se aprueben. Y todavía peor sería que por fijarnos en estas nimiedades no nos preocupásemos por impulsar y supervisar los temas que, desde nuestras particularidades, nos afectan.
El problema no son las “ocurrencias” de los legisladores sino nuestra capacidad de no separar el espectáculo legislativo del trabajo legislativo y así buscar influir en los temas que nos conciernen.
Naturalmente en algunos casos la intención es que la iniciativa prospere. De ser así el legislador se preocupará por consensarla con los grupos de la sociedad que tienen interés por el tema y con sus propios compañeros. Es decir la sola presentación no basta ni debería bastar para que sea dictaminada.
Sin embargo, y en la medida que su fin es meramente de posicionamiento coyuntural, la mayoría de las iniciativas que se presentan en todo el mundo no tienen intención de convertirse en leyes.
Incluso se puede ser un legislador exitoso sin tener que presentar una iniciativa. Tomemos el ejemplo de otro diputado de la pasada legislatura: Gerardo Fernández Noroña. Nunca presentó una al pleno e incluso su voto no era relevante para decidir algún tema. Sin embargo su táctica de posicionamiento, basada en el escándalo y el golpeo le redituó mediáticamente. ¿Por qué? Porque para el público al que se dirigía era el representante popular que no tenía miedo a decirle a los poderosos sus verdades.
Para decirlo de otra forma la “congeladora” es un invento sabio, toda vez que el proceso de dictaminación podría generar enormes costos de oportunidad tanto al pleno como a las comisiones y a los legisladores en lo individual para realizar otras actividades.
Al respecto casi todos los países definen reglas para las iniciativas que presentan los legisladores.
En España se establece que deben ser presentadas por al menos cinco diputados, para que esta actividad no ocupe demasiado tiempo de las sesiones.
Bajo el mismo entendido parlamento del Reino Unido dedica sesiones semanales para que los legisladores presenten sus iniciativas. El quórum no es requisito, así que suelen encontrarse en el pleno solo el presentante y el presidente de la mesa directiva.
¿Y qué pasa en casi todos los países con esas iniciativas? El criterio más usado es que “caducan” si no son dictaminadas en un plazo de un año legislativo. En otras palabras se les da la importancia que realmente les corresponde.
¿Qué pasa en México?
Lamentablemente el criterio que imperó al redactarse el Reglamento de la Cámara de Diputados es que todas las iniciativas deben ser dictaminadas, sin importar qué tan malas pueden llegar a ser.
El artículo 182 dice que las comisiones tienen 45 días hábiles para dictaminar una iniciativa. Por su parte el 183 afirma que puede prorrogarse esta fecha a otros 45 días hábiles si lo aprueba el presidente de la mesa directiva. Este consentimiento se hace tomando en cuenta el valor de la propuesta. Si se supera ese plazo y no hay dictamen, la iniciativa pasa al pleno para su votación.
Esta norma hace que las iniciativas poco relevantes sean dictaminadas negativamente de manera rápida, aunque esto genera trabajo innecesario tanto para las comisiones como para el pleno.
¿Mejoraría el trabajo legislativo si hubiese caducidad? Por cuanto al número de iniciativas no, pues la decisión sobre si prospera o no una propuesta depende del órgano de gobierno, la Junta de Coordinación Política, antes que a los presidentes de comisión. Sin embargo el trabajo podría racionalizarse para atender temas más relevantes.
Incluso la caducidad ayudaría a depurar las agendas de los partidos. Si una iniciativa no es tratada, el grupo parlamentario tiene la posibilidad de volverla a presentar dos veces, puliéndola y consensándola mejor en cada intento.
Y si a esto agregamos el hecho de que las comisiones legislativas se asignan para generar acomodos entre partidos antes que propiciar la profesionalización como se ha dicho en este espacio, tenemos un sistema de toma de decisiones poco eficaz.
Por lo tanto el número de iniciativas aprobadas o dictaminadas no es un indicador de “productividad”, sea lo que esto signifique.
¿A qué deberíamos poner atención? Para empezar sería conveniente revisar dos detalles.
En primer lugar la capacidad que tenga la legislatura para modificar las iniciativas que se le presentan. La sola aprobación puede implicar alterar la agenda del gobierno hasta dejarla irreconocible a sus planteamientos iniciales, por ejemplo. También sería preocupante que el Congreso no revisase las propuestas y las aprobase de botepronto.
En segundo lugar debería ser responsabilidad de individuos y grupos de interés dar seguimiento de los temas que consideren relevantes y, en caso de discutirse uno que pueda afectarnos, intervenir ante los legisladores. De esa forma podemos mejorar los procesos de toma de decisiones y sus resultados.
Lamentablemente el desconocimiento de para qué sirven las iniciativas, así como de las labores del legislador ha llevado a que se adopten medidas que son ineficientes. Por ejemplo, los diputados locales de Jalisco están obligados por mandato constitucional a presentar por lo menos una iniciativa al año. Incluso los observatorios gastan su tiempo revisando cada una para ver si no hay plagios de otras presentadas en cualquier otra parte del mundo, en lugar de preocuparse por dar seguimiento a un conjunto de temas que sí les podrían interesar.
Como diría un compositor estadounidense de apellido Zappa, la democracia no funciona a menos que todos nos involucremos. Y para ello se necesita conocimiento de los procesos y de los actores políticos.