Vals a seis patas

16/03/2014 - 12:00 am

Lenny y yo tenemos un vals y espero que no me juzguen cuando les diga que es la canción We found love, de Rihanna. La música es pop-disco con sonidos que pueden llegar a ser irritantes, pero a mí lo único que me importa es la frase principal: We found love in a hopeless place, o sea, “encontramos el amor en un lugar desolado”. Así nos sucedió a mí y a Lenny, por eso adoro esa canción y le perdono todo. Lenny estaba abandonado en el frío del invierno, resignado a errar para siempre con los pies heridos; yo estaba ahogándome en el abisal, topándome con criaturas prehistóricas de mandíbulas salientes y ojos que brillan pero no ven. Lenny no baila pero yo le canto mientras él me besa y no hay vez que no se me llenen los ojos de lágrimas cuando pienso en lo solos que estábamos y en cómo encontramos el amor en un lugar desolado y lo convertimos en un hogar. Lenny está cubierto de pelo y tiene cuatro patas. Tiene una hermana, Kali, que es igualita a él y llegó medio año después para enseñarle a Lenny a jugar y corretear.

Saya, bautizada en honor a la protagonista de mi animé favorito, lleva un rato aquí y lo más probable es que para la próxima vez que yo escriba, ya se haya ido. Corre como un cervatillo, tiene pelo lacio color miel y grandes ojos cafés que pueden convencerte de cualquier cosa, aunque sus peticiones no son demasiado ambiciosas. Me tomó una hora y un sándwich del OXXO atraparla y me ha costado meses dejarla ir. Por qué tengo que dejarla ir: esa es la labor del rescatista. Si me quedara con todos, pronto me convertiría en la señora loca de los perros y mi capacidad de ayudar se terminaría pronto. Y además, déjenme que les diga, tres perros es mucho. El otro día soñaba que caminaba por la calle cargando una pesada maleta en mi espalda mientras una brisa fétida soplaba en mi cara, asfixiándome: abrí el ojo para encontrar a un peludo durmiendo sobre mí mientras el otro me echaba su asqueroso aliento en la frente. Mis paseos son vergonzosos: imagínenme agachada intentando embolsar la gracia de uno de los perros mientras tengo tres correas enredadas en las piernas, un segundo perro resopla y jalonea y el tercero amenaza a un inocente peatón con los dientes. Claro, podría educarlos y todo sería más fácil, pero el punto es que hay que dejarlos ir.

Dejar ir… ése sí que es un reto. Y no solamente porque Saya sea extremadamente especial: yo no dejo ir nada. El pasado, sus partículas buenas y las malas también, flota a mí alrededor y todavía me huele a nuevo. ¿Cómo entonces dejar ir a una criatura adorable si no dejo ir ni a los monstruos? Yo la saqué de las calles, la alimenté, la rehabilité y ahora ¿habrá que dársela a alguien más? Así es: como con todo en la vida, hay que dejar el espacio vacante para que algo más pueda llegar, y en el caso del rescate canino, la manera de ayudar a más animales es colocando a los rescatados para tener siempre disponible un lugar. Pero ¡ay! Saya mueve la cola simplemente por escuchar mi voz, me lanza la pelota a la cara mientras hago yoga, se acuesta con las patitas hacia atrás, como una ranita, aprendió a sentarse en un día y duerme abrazando un calcetín mío. Su presencia, sus juegos y ocurrencias han rejuvenecido a mis perros y a mí me han hecho sonreír en una etapa en la que parecía difícil que eso sucediera. ¿Cuál es la magia de Saya? Que tomó la segunda oportunidad que le fue brindada y se lanzó a ella con toda su acelerado corazoncito. Se dejó rodear por unos brazos que quisieron sacarla del abismo, se dejó envolver con una mantita y a cambio entregó todo su ser, como sólo los perros saben hacer. Y en los próximos días alguno de los candidatos que venga a verla se enamorará de ella, y Saya se irá y amará a alguien más y quizá esa persona sentirá, como yo, que halló el amor en un lugar desolado. Saya me enseñó, con su alegría tan absoluta y su vivir en el presente, que uno puede superar cualquier cosa, el abandono, la soledad, el terror, el hambre y el frío. Que hay que creer en las segundas oportunidades. Que se puede volver a amar, volver a besar, volver a dormir en paz. Que, a veces, el amor más grande consiste en dejar ir. En amar con toda el alma, y luego dejar ir.

Lorena Amkie
Nació en la Ciudad de México en 1981. Su idilio con las palabras empezó muy temprano y la llevó a pasearse por la poesía, el ensayo y el cuento, para encontrar su hogar en la novela. Graduada de Comunicación por la Universidad Iberoamericana, ha publicado la trilogía gótica para jóvenes Gothic Doll (Grupo Planeta) y la novela El Club de los Perdedores. Imparte talleres de escritura creativa y colabora con distintos medios impresos y digitales. Su cercanía y profundo respeto hacia su público, así como su estilo franco y nada condescendiente, le han valido la atención de miles de jóvenes en México y Latinoamérica, situándola como una de las autoras de literatura juvenil más interesantes en el mundo de habla hispana actualmente.
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