Supermercados y servidumbre

05/03/2014 - 12:00 am

Son lugares fascinantes y conozco un montón de estos en cuatro continentes. Por supuesto, hay algunos que me gustan más y, como comprador compulsivo wannabe que soy, sucumbo ante la inmensidad de uno como el Mega de dos pisos de Av. Miguel Ángel de Quevedo, en el D.F. ¡Saber que puedo pasarme cuatro horas dando vueltas por los pasillos me vuelve loco de felicidad! Lo admito: cada quién sus broncas. Y es que estar en un lugar que contenga tal cantidad de productos de tan variados lugares me hace sentir como si estuviera en una suerte de Biblioteca de Alejandría, o de Babel. Reviso las etiquetas de todos los artículos, qué contienen, ¿hay algún anuncio de colorantes cancerígenos?, quién lo hizo, ¿es subsidiaria de alguien?, cuántos kilómetros tuvo que recorrer el producto para llegar a mis manos. Imagino los aviones y los barcos, los tráilers, las estaciones de carga y descarga y las historias del estibador que dejó a su novia en el pueblo mientras iba a ganar dinero para ahorrar para la boda. Si está vivo el producto: lo huelo. Si nadie me ve: lo pruebo. En Colombia me gané una diarrea por comer todas las frutas que no conocía y en Chile compré un bonche de botellas de vino porque, carajo, estaban más baratas que una coca de dos litros.

Y es que cada sección es un universo, sí, como una librería, y uno puede sentarse a leer las historias de cada cosa. La sección de bebés con un apartado enorme de botes con fórmula láctea, todos diferentes como son diferentes todos los niños del barrio: éste necesita hierro y éste otro come como troglodita. ¿Qué pasará cuando vayan a la misma primaria? El que necesita hierro, tal vez, un día, se da cuenta de que no necesita nada más que su mochila para descontar al troglodita que ha estado fregándolo desde el primer año. O el troglodita decidió defenderlo desde el primer día y se volvieron amiguitos del dedo chiquito.

La sección de productos de belleza también es increíble. ¿A quién se le irritan las axilas?: por dios, qué pesadilla. La tremenda variedad de tintes para pelo y de esa cosa horrible que me embadurnaba mi madre en la cara cuando era niño, luego de ponerse en las manos y descubrir que le había sobrado: crema. O esa otra sección donde los machos buscan ser machos, con neumáticos, martillos y un olor característico y diferente al resto del súper.

Y es que cada supermercado no sólo nos habla del mundo, sino también de las particularidades sociales de cada barrio o ciudad. En lugares como Pretoria, Viena o Madrid, si vives en el centro y no tienes carro estás condenado a ir a lugares un poco más grandes que un Oxxo. Y si tienes la mala costumbre de seguir las costumbres mexicanas y querer ir al súper a las diez de la noche, te encuentras con que lo único que hay abierto es la tienda de turcos o de chinos y ahí, felizmente, cuando preguntas por el precio algo, ves que el compita le pregunta al otro compita (en chino o en turco, por supuesto), luego se cagan de la risa y muy sonrientes te dicen que un paquete de pasta vale 10 euros. Capitalismo a lo chino. Pero en Medellín descubrí otra forma de capitalismo: más caro por docena. Es en serio. En los barrios bajos o de clase media, todo seguía la lógica de más barato por tambache. Pero en los barrios altos, en supermercados como Pomona, era al revés. Una posible razón: al gomelo (fresa) le da flojera ir varias veces al súper.

En Shangai, China, y Hsinchu, Taiwán, descubrí la verdadera dimensión de la frescura: ¡ahorita mismo te matamos a tu animal! Y en Wáshington, D.C., caí en el engaño de una sopa instantánea por 3 dólares ó 10 por 10 dólares. Eran un asco las mugrosas sopas. Pero también, con asombro, me di cuenta de que puedes hacer o perder amigos si vas al súper correcto: si quieres ser chilo y mostrarle al mundo que tienes conciencia social, hay un supermercado para ti (en Alemania y Austria también, pero no necesariamente pierdes amigos por no ir al bio-market).

En el caso mexicano, cuando llegué a Monterrey en 1993 tenía que robarme la albahaca del jardín de una vecina cercana pues ni en los súper ni en los mercados tenían idea de qué era eso. Luego llegó HEB y fui feliz: verde y morada, yeah. Pero luego me mudé al altiplano y sobrevino otro shock. Si bien, por un lado, los supermercados estaban mucho mejor surtidos que el estándar norteño, acá había algo que no lograba entender: por un lado, muchos productos carecen de precio o tienen la etiqueta equivocada en el estante y hay que ser muy cuidadoso para no llevarse sorpresas (y no, eso no pasa en ningún otro lugar del mundo donde he vivido) y; por otro, mientras es complicadísimo encontrar a alguien que te resuelva un problema real como “cuánto valen estas toallitas para mi bebé” o “cómo sé cuál mamey está listo para comerse hoy”, sí hay una miríada de pelados listos para ayudarte en cuestiones innecesarias: cerillitos, cargadores, viene-vienes y anexas (y no, eso no sucede en ningún otro lugar del mundo donde he vivido).

Así que yo no entendía. Dos de mis sobrinos trabajan de cerillitos-empacadores en Guadalajara. Eso me parece muy bien, que se les dé a los morros la oportunidad de trabajar para que vayan teniendo idea de la responsabilidad y el dinero. Yo mismo quise ser cerillo de buki, pero mi madre –que ya no me embadurnaba en la cara la crema que le sobraba- y mi tío Luis decidieron que mejor me fuera de chalán de obra. Así que me perdí la oportunidad. Eso no me causa complicación. Pero cuando llegué a vivir a Puebla al Infonavit 12 de mayo de la colonia Volcanes, el súper que me quedaba más cerca era un Superama y ahí siempre el cerillito insistía en dejar varios artículos sin bolsa. A dónde fueres haz lo que vieres: así que yo no insistía en guardar las cosas yo mismo, como había hecho en el resto de lugares. Sin embargo, cuando le decía al cerillito que todo lo pusiera en alguna bolsa o que pusiera bolsa doble a lo más pesado, se me quedaba viendo con reproche y enojo. Cuando, según yo, aclaraba para hacer las paces: “es que voy caminando”. Entonces me veía con cara de “pobre muerto de hambre” y esta reacción se acentuaba cuando yo mismo traía mis bolsas o cuando preguntaba en la caja el precio de algunos productos cuya etiqueta estaba ausente en los anaqueles y, para variar, el detector de código de barras que uno puede usar, después de buscarlo por medio súper, no funcionaba. Así, sin importar el monto de la propina que le diera al cerillito, éste me seguía viendo con la misma expresión de reproche y superioridad.

Y al cruzar el umbral de salida, otra vez. La primera ocasión que corrió hacia mí un tipo a indicarme/preguntarme “¿le ayudo con sus bolsas para llevarlas al coche?” pensé en responderle que estaba flaco, chaparro y ñengo pero no inválido. ¿De dónde había salido? ¿Por qué me quería ayudar? ¿Tan mal me veo? Intenté lo simple: “no, gracias”. Pero no resultó: el compa ya estaba arrebatándome el mandado. Le dije: “vengo a pie, no tengo carro”. Entonces otra vez la cara de “pobre muerto de hambre”. El vato soltó las bolsas y tuve que perseguir a un par de papas que sintieron la alegría de rodar por el estacionamiento.

No entendí.

Cuando mi mujer y yo quedamos embarazados tuvimos que comprar un colchón. Y sí, si usted vive en el altiplano mexicano, ya se imaginará esta anécdota… y todas las demás de cuando yo no podía ir por los abarrotes y mi mujer embarazada tuvo que ir al súper. Pero si usted no vive por acá, le cuento: no, nunca se apersonó un tipo para ayudarnos con el colchón o para ayudarla a ella. Si acaso, aparecían ya cuando estaba cerrando la cajuela (sí, mi morra tiene carro) y luego extendían su manita para pedir “para un chesco”.

Del Infonavit 12 de mayo me mudé con mi pareja a un barrio donde el súper más cercano es el Bodega Aurrerá de Xilotzingo. Aquí me he dado cuenta de que sucede lo mismo que en el Superama pero también algo más: he observado a los clientes. Atrás del súper hay un conjunto de condominios de interés social que lo hacen sentir a uno como si estuviera en Bratislava o en cualquier otro paraíso ex-comunista. Pero los clientes y los “comedidos” ayudantes se comportan igual que en el Superama fresa: hay una suerte de placer en darle a cargar las bolsas a un extraño, en regañar al cerillito por no hacerlo rápido y extender la mano, con asco, con ganas de no tocar al otro, para darle una moneda. Un placer por darle también una propina al hombre que les “echa aguas” para salir del estacionamiento. Mejor aún: en este supermercado nadie pregunta los precios en las cajas ni lleva sus propias bolsas ni, mucho menos, dice que “va caminando” a su casa aunque luego uno vea a la gente, a la cae que no cae con sus artículos, sobre la brecha del lote baldío que cruza en diagonal hacia los edificios. Por supuesto, cuando hay alguien que en verdad necesita ayuda, como una embarazada o un anciano, nadie se le acerca y uno puede ver a los “ayudantes” riéndose y señalando a la persona.

Sigo sin saber qué es lo que le causa placer a la gente de todo este sistema, ni por qué el altiplano mexicano es la única región del mundo que conozco donde sucede. Pero por lo menos ya sé algo: la gente goza con esto y ya me acostumbré a que me vean como un miserable por querer hacer las cosas yo mismo y querer saber el precio de lo que compro.

Luis Felipe Lomelí
(Etzatlán, 1975). Estudió Física y ecología pero se decantó por la todología no especializada: un poco de tianguero por acá y otro de doctor en filosofía de la ciencia. Es miembro del Sistema Nacional de Creadores de Arte y sus últimos libros publicados son El alivio de los ahogados (Cuadrivio, 2013) e Indio borrado (Tusquets, 2014). Se le considera el autor del cuento más corto en español: El emigrante —¿Olvida usted algo? —Ojalá.
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