Francisco Ortiz Pinchetti
27/02/2014 - 12:00 am
El Carnaval de Zetina
Siempre me han gustado los carnavales pueblerinos, sobre todo aquellos que rescatan y conservan viejas tradiciones con reminiscencias de la Conquista o de los combates entre moros y cristianos. Hace poco estuve en Ozumba, un pueblo recién remozado que tiene un templo barroco del siglo XVII cuyo maravilloso retablo merecería una restauración total. Está en […]
Siempre me han gustado los carnavales pueblerinos, sobre todo aquellos que rescatan y conservan viejas tradiciones con reminiscencias de la Conquista o de los combates entre moros y cristianos. Hace poco estuve en Ozumba, un pueblo recién remozado que tiene un templo barroco del siglo XVII cuyo maravilloso retablo merecería una restauración total. Está en los rumbos sorjuaneros del estado de México, situado entre Nepantla y Amecameca. Valdría la pena volver este fin de semana para disfrutar de su tradicional Carnaval, que llega con retraso este año, cuya celebración incluye centralmente la danza de El Brinco del Chinelo. Una chulada.
En cambio, nunca me han atraído las carnestolendas multitudinarias y famosas, que en nuestro país tienen su mayor expresión en los puertos de Veracruz y Mazatlán. Sólo en una ocasión, y por razones de trabajo, he asistido a uno de ellos, hace ya muchos años. Trabajaba entonces en Revista de Revistas, el inolvidable semanario de Excélsior que en esa época dirigió Vicente Leñero. Un buen día, mi entonces director --que sigue siendo mi amigo y mi maestro-- me llamó para encargarme una crónica del Carnaval de Mazatlán. “Al estilo de la casa”, sugirió Vicente. Nunca supe quién ni por qué designó para acompañarme a un fotógrafo que era el menos indicado para esa encomienda. Se llamaba Javier Zetina, aunque todos le decíamos simplemente Zetina. Nunca por cierto volví a saber de él desde que salimos de Excélsior en julio de 1976. Era un tipo regordete, de cara redonda y colorada, simpático, dicharachero y muy aficionado al trago. Viajamos desde el viernes para cubrir el Carnaval desde sus prolegómenos y durante el vuelo logré pactar con Zetina una tregua que nos garantizara la abstención hasta la conclusión de nuestra encomienda, el Miércoles de Ceniza. “Órale”, aceptó sin chistar.
Nuestra llegada temprana a Mazatlán efectivamente nos permitió realizar entrevistas y vivir directamente todas los vicisitudes de la fiesta, que el sábado empezó a tomar vuelo y el domingo llegó a su apogeo, con la coronación de la reina del Carnaval y el desfile de carros alegóricos a lo largo de todo el malecón o Avenida del Mar, el Paseo Claussen y la avenida de Olas Altas, que era el centro de la celebración: Ahí se instalaban las carpas de las cervecerías, donde se vendían miles de latas de Tecate por hora. No olvido el constante tap tap producido al destapar las cervezas y que sonaban como un permanente estallido de cohetes chinos. Zetina estuvo atento para captar todos los aspectos del insólito espectáculo, especialmente a sus más chuscos o grotescos protagonistas. Recuerdo que en una calle que daba acceso desde el centro de la ciudad a la zona del Carnaval, estaba un predicador de pelo largo trepado en una silla. Llevaba una biblia en la mano izquierda y con la derecha en alto arengaba a los mazatlecos y turistas que, en tropel, por millares, accedían a la zona del pecado. “¡Deteneos!”, clamaba. “Regresad a vuestras casas y arrepentíos”, rogaba, ante la indiferencia o las burlas de los paseantes.
Debo reconocer que Zetina se comportó como un profesional. Rechazó las tentaciones de cada noche, cuando el área de Olas Altas se convertía, sí, en la cantina más gran del mundo. Atravesó heroicamente cada jornada, sin queja. Al atardecer del martes, última estación antes de la terminal del Miércoles de Ceniza, hicimos un largo recorrido a pie desde el hotel De Cima, donde estábamos hospedados, hasta la subida de Olas Altas, ya atiborrada a esas horas. Justo donde estaba la estatua de la Mujer Mazatleca, entre un torbellino de festivos mocetones, Zetina se me perdió. Subí, bajé, regresé en su búsqueda. Y nada. Parecía que cada vez que cambiaba de ubicación me alejaba más de mi perdido compañero. Dos horas más tarde me vi frente al hotel Belmar, en el mero núcleo carnavalero. En ese hotel, construido en 1920 por un acaudalado empresario minero y que tuvo su época de gloria en los años treintas y cuarentas del siglo pasado, ocurrió una tragedia precisamente durante las fiestas del Carnaval de 1944, casualmente el año en que nací. Mientras observaba el baile de coronación de la reina en el salón principal del célebre hotel, el coronel Rodolfo T. Loaiza, gobernador entonces del estado de Sinaloa, fue asesinado a balazos por un pistolero de nombre Rodolfo Valdés, mejor conocido como El Gitano. Ni siquiera me acordé de ese hecho cuando subí a zancadas la escalinata para atisbar sobre la multitud desde el balcón del primer piso, donde funcionaba un bar, en busca de Zetina. Decir que aquello que divisaba esa noche desde lo alto era un mar de gente resulta literal. La música de las tamboras competían con el tap tap de los botes de cerveza. En oleadas iban y venían los concurrentes, todos cerveza en mano, bajo la luz de los reflectores y entre un calor sofocante. De pronto, algo lejos de mi sitio de observación, me percaté de la formación de una suerte de remolino humano que acabó por resolverse en una rueda de animados festejantes en torno a un sujeto que, tocado con un enorme sombrero de palma, bailaba desaforadamente al ritmo de El sinaloense y de las palmas de quienes con él festejaban entre risas y gritos propios de jolgorio. Tardé un rato en reconocerlo. Sí, era Zetina, con la mochila de su equipo fotográfico terciada sobre el torso, borracho y feliz. Válgame.
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