Si algo nos diferencia de los animales es nuestra capacidad de entender el mundo al darle nombre y contorno a las cosas a través del lenguaje. Eso no solamente nos da control sobre el entorno y permite relacionarnos con los demás. También nos hace temerle a lo desconocido que nos acecha tras los linderos de las palabras: la última frontera que aquellas no pueden definir.
Por ello ha sido del interés de todos los gobernantes moldear las percepciones (y de esa forma las nociones de lo “propio” y lo “ajeno”) a través de políticas de planificación lingüística. Es decir, la forma en que nuestra relación con el mundo a través del lenguaje limita o fomentan ciertas conductas de interacción social a favor de un régimen.
Este tema no solo ha preocupado a políticos y filólogos, sino también a novelistas, dramaturgos y narradores; aunque por lo general ha sido abordado a través de novelizar, a través de ejemplos, las tácticas de manipulación lingüística. Por ejemplo George Orwell hablaba en 1984 del Newspeak y sus usos para dominar. O incluso Aldous Huxley mencionaba en Brave New World al lenguaje como una de tantas medidas de estratificación social.
Al contrario, poco se ha escrito sobre la forma en que un individuo se relaciona con el mundo a través de su propio lenguaje y las posibilidades creativas que encierra. Se hablará aquí, sin otra pretensión que hablar sobre las minucias del habla y su impacto en la narración, de tres obras que ilustran estas visicitudes a través de otras tantas ideas centrales (el grupo, el poder y la magia): A Clockwork Orange, de Anthony Burgess, El comunicado de Václav Havel y Voice of the Fire de Alan Moore.
Burgess o el grupo
De acuerdo con Anthony Burgess (1917-1993), Rachmaninov se quejaba de ser más conocido por su Preludio en Do menor (escrito en su infancia) que por sus obras de madurez. También, proseguía, el Minueto en Sol de Beethoven (una pieza que el músico alemán había compuesto para odiarla) se usa hoy para que los niños pulan su técnica en el piano. En esa misma línea a él le tocaba convivir con una primera novela que, a través de un criterio editorial en Estados Unidos y la película de Stanley Kubrick, había sido mutilada y así la conocía buena parte del mundo hasta hace pocos años: A Clockwork Orange.
Aficionado al ritmo y al orden, Burgess había escrito la obra en tres partes, compuesta cada una de siete capítulos, sumando éstos un total de veintiuno. A lo largo de la obra se narra la vida y obra de un joven, Alex, que con sus amigos practica la ultraviolencia hacia otros y es atrapado. Sujeto a un tratamiento médico experimental que le prohíbe hacer el mal, Alex se enfrenta a un mundo hostil donde ex amigos, enemigos y víctimas cobran venganza. Finalmente decide suicidarse pero sobrevive y descubre que ha superado el condicionamiento.
Hasta ahí terminan la versión norteamericana y la película: en una fábula sobre la violencia. Sin embargo la versión británica da un paso más: Alex vuelve a las andadas sólo para darse cuenta que la ultraviolencia ya no le satisface. Tras dejar a su nueva banda atrás se da cuenta que es mejor usar su energía para otra cosa como buscar una pareja. De esa forma y un tanto avergonzado de su pasado, se despide del lector.
Creyente hasta el final del libre albedrío, Burgess hizo el libro para mostrar que el hombre opta de manera alternada por el bien y por el mal; y que la juventud tiende a usar su energía para destruir porque su edad le da un talento especial para ello. Al contrario, creer que el individuo sólo debe hacer bien o mal puede reducir al individuo a un ente mecánico: una naranja mecánica (si tomamos la traducción al español) que es fresca al exterior pero fría por dentro.
Sin embargo y más allá de que el lector disfrute con el desparpajo y la violencia de Alex o se identifique con su proceso de madurez, lo que le da vigencia a su obra es el lenguaje que inventó Burgess: el nadsat. Mezcla de ruso, cockney y palabras de la cosecha del autor, su uso hace que tengamos que entrar a la cabeza del protagonista y tejamos una relación especial con él. Cierto, es un desafío entender las primeras páginas (e incluso la edición en español de la editorial Minotauro incluye un glosario español-nadsat) pero este factor hace que la novela permanezca vigente en su propio mundo.
En este sentido tal vez uno de los momentos más dramáticos es cuando Alex, al darse cuenta de que ya creció la ultraviolencia, se encuentra a uno de sus viejos amigos, quien le habla en lenguaje convencional, simbolizando que es hora de pasar a otra cosa.
Havel o el poder
Aunque su talla moral le ganó el reconocimiento tanto de sus compatriotas como de la comunidad internacional, en los textos del dramaturgo Václav Havel (1936-2011) no se encuentra siquiera una frase que pueda sospechar que el autor se está justificando o se coloca en un plano ético superior a los demás. Quizás esta falta de pretensión es lo que lo distingue de líderes mesiánicos, demagogos o simplemente farsantes.
Lejos de las pretensiones arriba mencionadas, sus personajes son pequeños frente a las grandes maquinarias totalitarias y se les ve sufrir por haber hecho algo (en ocasiones hasta por error o accidente) que las enfureció. Sin embargo la resistencia que llevan a cabo es para proteger su propia individualidad: no hay un estándar moral que pretenda imponerse a otros. Incluso los protagonistas casi siempre sucumben ante el peso del régimen dejando, quizás, una leve esperanza de cambio en alguno de los actores secundarios.
Una de las herramientas de control del aparato es el lenguaje. En El comunicado el director general (que nunca se dice si es de una empresa o un departamento administrativo) Gross llega a su oficina para leer un oficio ininteligible. Al preguntar su significado al subdirector Baláš, Gross descubre que se trata de un nuevo lenguaje, el Peditipeto, que había sido creado y difundido sin su autorización.
El Peditipeto, cuyo objetivo original era proveer una racionalidad burocrática al dar más rigor al texto administrativo, presumía de tener una gramática racional y precisión a base de su complejidad y dificultado. Para dominarlo, según sus profesores, eran necesarias la perseverancia, la disciplina, la memoria y la fe. Su método consistía en usar todas las combinaciones posibles del alfabeto para diferenciar las palabras al máximo.
En su búsqueda por encontrar a alguien que le traduzca el oficio, Gross descubre que el Peditipeto es usado por la anquilosada burocracia que dirige como un recurso de poder interno: su uso es una barrera frente a todo cambio y es a final de cuentas su privilegio entenderlo y usarlo. Bajo esa dinámica y las estratagemas de Baláš, el director pasa a ser subdirector y vigilante.
No obstante lo anterior, el triunfo del burócrata es breve: no se puede robarle al individuo su lengua sin que esa dinámica genere alienación y absurdo. El Peditipeto comienza a generar confusión y Baláš se da cuenta que puede gobernar la oficina dejando a Gross como director. Tras otra estratagema, le devuelve el poder para derogar al lenguaje burocrático.
Sin embargo la lección está aprendida: si la base del poder de Baláš es un lenguaje que sólo los burócratas entienden, Gross descubre la existencia de un nuevo idioma: el Choruktor, que se basa en establecer semejanzas entre las palabras. En ese conocimiento el restablecido director se da cuenta que no queda otro remedio que sucumbir al sistema, sus intereses y sus absurdos.
Moore o la magia
Tal vez muchos lectores ubiquen a Alan Moore (1953) como uno de los más grandes autores en el medio de los comic y quizás por las (por lo general fallidas) películas que se han basado en su obra como From Hell, The League of Extraordinary Gentlemen, Watchmen y V for Vendetta.
Sin embargo este excéntrico inglés, es también un mago practicante. Lejos de cualquier superchería, el supuesto principal de su práctica es que se le puede asignar al mundo una capa de símbolos, los cuales se pueden usar para construir una estructura que arrojaría resultados distintos a los alcanzados por otros medios. Es decir, la forma en que se estructuran las palabras y significados puede dar un nuevo entendimiento al entorno. De esa forma el proceso creativo es, para Moore, un acto mágico.
Por lo tanto las historias son definidas a través de sus personajes, los cuales tienen por sí una voz particular. Y esa voz se establece a través de la forma en que se manipula el lenguaje. Gracias a ello la propia historia no tiene un significado unívoco, sino posee una naturaleza subjetiva a través de la mezcla y tejido de múltiples narrativas.
Un experimento de historia a través del entretejido de mitos es su primera novela, Voice of the Fire, que se propone ser un recorrido de seis mil años en la ciudad donde nació y vive: Northampton. Otra particularidad: las doce pequeñas historias tienen lugar en el mes de noviembre.
Cada uno de los protagonistas de las historias habla en primera persona y, a través de sus limitaciones y particularidades expresadas en su forma de hablar, nos comparten sus experiencias.
Por ejemplo en el año 4000 antes de nuestra era un niño del neolítico es expulsado de su tribu por sus limitaciones mentales y, a través de un idioma que no distingue tiempos o siquiera la realidad del sueño, narra cómo conoce a una especie de chamán y es engañado por éste para convertirse en una víctima de sacrificio.
Conforme avanzan las narraciones se entreteje una historia superior compleja, donde cada uno de los protagonistas reaparece como referencia, mito o sueños y todos tienen a través del fuego sus propias epifanías. Pasan a nuestros ojos personajes trágicos, cómicamente macabros, peligrosos o simplemente perdidos y cada uno habla desde el lenguaje que dicta su entorno sus circunstancias e incluso estado mental.
Algunos de los más memorable son el representante del Imperio Romano que en el 290 de nuestra era investiga un crimen de falsificación de moneda en Bretaña, y cuya salud y capacidad de raciocinio están ya mermados por el plomo que bebió por años a través de las tuberías de Roma. También destaca Francis Tresham (o para ser más exactos, su cabeza empalizada a la entrada del pueblo), que conversa con otra cabeza a través de lo que a ambos les queda dentro del cráneo. O las brujas Elinor Shaw y Mary Phillips, quienes al arder en la hoguera conocen la forma en que el fuego une todo.
La última historia la cuenta el propio Moore en primera persona y habla sobre la dificultad de escribir el libro y la forma en que éste se relaciona con su vida y la de su familia. Una última epifanía, a través de una pastilla de ácido, da el cierre a una novela que, al formar parte de un todo, puede empezarse en cualquiera de las historias.