¿Cómo regenerar el tejido social utilizando la cultura y las artes? El tema se ha vuelto recurrente entre políticos, activistas y demás, en los últimos años. Y esto se debe en buena medida a los logros obtenidos en Medellín y Bogotá, principalmente, durante las gestiones de Sergio Fajardo y Antanas Mockus. Tanto así que estos muchachos han venido a México a dar un sinnúmero de conferencias. Sin embargo, no siempre se entiende de lo que están hablando y a veces se cae en la conclusión errada de que “cultura para la paz” significa hacer conciertos gratuitos, darles a leer La Ilíada a los policías o llevarle a los pobres algo de arte “pa' que se eduquen”. Y no, ninguna de estas actividades por sí mismas logran regenerar el tejido social.
La cuestión es más profunda pero, por suerte, es simple: nada más hay que tener claros algunos conceptos y empezar por unos sencillos pasos.
Los conceptos básicos
1. “Regenerar el tejido social” no significa volver a las condiciones de segregación y explotación previas al estallido de la violencia. Es decir, si nunca hubo un tejido social estable, no se puede buscar volver a aquél y esperar que todo esté tranquilo nomás porque el gobierno lleva obras de teatro a los barrios populares.
2. “Regenerar el tejido social” no significa cambiar las estructuras económicas de fondo. Es decir, para bien o para mal, la cultura para la paz no es una política económica.
3. “La cultura y las artes” no significan lo que los académicos y galeristas crean que es “cultura” y “arte” en un momento determinado. Es decir, no se trata de circunscribir el arte y la cultura a los gustos de un grupito sino de incluir los gustos e intereses de todos los sectores de una sociedad determinada, pues “la cultura y las artes” son sólo el medio y no el objetivo. Así,
4. La cultura para la paz no es una política asistencialista ni procura un estado benefactor o paternal que reparta dádivas, sino un estado de derecho que garantice las bases para que todo ciudadano pueda reconocerse en sus instituciones y haga uso de las oportunidades y derechos que éstas le brindan para buscar su desarrollo y bienestar más allá de las mínimas opciones que nos presenta el mercado.
Eso: es una política institucionalista.
Ahora bien, si a usted lo anterior le pareció muy idealista, enseguida verá que es bastante más sencillo al aterrizarlo. Pero si a usted le pareció imposible porque el gobierno “siempre es y será una mierda”, no es de extrañar: vivimos el peor conflicto social desde la Revolución y la Cristiada.
Tres sencillos pasos
Uno de los principales problemas de una sociedad justo antes, durante y después de un conflicto es que concibe al estado como una entidad ausente o, peor, como una entidad malévola: un grupillo de hijos de la chingada que nomás quieren explotarnos. Así, cambiar esto es una de las primeras cosas que tiene que hacer un político bienintencionado (ponga aquí el nombre de su gallo) cuando llegue al poder, pues de poco servirán sus acciones si la gente sigue teniendo esta visión. Es decir, tendrá que recalcar que existe un estado y que este estado trabaja para la gente.
En ciudades como Medellín, considerada por mucho tiempo la más violenta del mundo, se hizo de forma muy sencilla.
El primer paso es, tal vez, el más complicado. Se identifican cuáles son los problemas legales más comunes de la población (regularización de escrituras, divorcios, herencias, etc...), se evalúan los procedimientos administrativos que tiene que llevar a cabo un ciudadano para resolver su problema y, si es necesario, se agilizan. A la vez, se identifican cuáles son las prestaciones a las que tienen derecho los ciudadanos (becas, vacunas, fórmula láctea o despensas, etc...)y, también, se evalúan los procedimientos administrativos. Aquí la complicación está, por supuesto, en agilizar los procedimientos administrativos y en erradicar las prácticas que han corrompido los mismos. No obstante, no es necesario un sistema diáfano y perfecto para que el programa de cultura para la paz comience a dar frutos, sino que se puede ir perfeccionando sobre la práctica. Esto es así no sólo porque no existe un sistema perfecto en el mundo sino también porque en las sociedades en conflicto por lo general se tiene una idea bastante más aterradora de las instituciones de lo que en realidad sucede (en cristiano: no es raro encontrar gente que hable pestes del IMSS sin haberlo utilizado nunca).
El segundo paso es invitar a la población, principalmente a becarios de universidades y preparatorias por medio de convenios de servicio social, a que hagan, bajo el auspicio del estado, la actividad cultural de bajo presupuesto que les venga en gana: desde títeres y macramé hasta danza contemporánea o huertos agroecológicos. A cada participante se le da un distintivo del estado (p.e.- un chalequito que diga “Alcaldía de Gatos Güeros”), un cursito sobre los problemas sociales que se pueda encontrar en la localidad (p.e.- víctimas de un grupo armado que son vecinos de víctimas de otro grupo armado), otro curso sobre las mencionadas problemáticas legales y prestaciones sociales y un par de manualitos sobre cómo solucionar unas o acceder a las otras.
El tercer paso es el seguimiento, evaluación, incorporación de nuevas actividades y diseño y ejecución de proyectos referenciales de alto presupuesto.
Cómo funciona
Tal vez le parezca demasiado fácil para que funcione, pero funciona.
Primero, la presencia del estado se generaliza en la comunidad (ahí está, con su chalequito), de una forma mucho más amable que la propuesta por la modernidad francesa (no es una patrulla, no es un granadero con ametralladora, es un chavo que da clases de punto de cruz o hidroponia).
Segundo, es una presencia del estado que sí trabaja porque yo o mi vecina asiste a sus clases y/o actividades (y no nomás nos presume, sonriente desde el espectacular, que es bonit@ y tiene ropa cara). De hecho, desde el punto de vista presupuestal, es más costo-efectivo que un montón de anuncios televisivos.
Tercero, después de un tiempo algun@ de los participantes le contará al tipo o tipa del chalequito alguna de sus broncas personales o del barrio y ¡voilá! el chalequito parlante le dará una respuesta. Entonces comienza el radio-pasillo o el radio-barrio: “fíjate que Fulanita ya se divorció del cabrón que le pegaba, la maestra de cerámica le dijo qué hacer y no es tan complicado, dile a tu prima”. O “el chavo que viene a poner películas me dijo que la fórmula láctea era gratis en la clínica y sí es cierto, me he ahorrado un dineral”.
Cuarto, las instituciones gubernamentales tienen una forma rápida y directa de saber qué quiere cada comunidad.
Quinto, saber que alguien está trabajando “gratis” (o a cambio de servicio social) para mejorar su ciudad es contagioso: si él puede, yo también.
Sexto, el arte y la cultura otorgan sentido a la vida. La dinámica actual del mercado nos bombardea a diario diciendo que lo único que da sentido a la existencia es el dinero, pero cuando encontramos nuestra pasión en una actividad artística o cultural escapamos de ese ciclo.
Séptimo, cuando se llega al tercer paso, ya no son sólo los universitarios los que en su mayoría proponen y ejecutan las actividades, sino que es cualquier individuo el que las hace con el respaldo de las instituciones (y, otra vez, aquí también el ciudadano descubre que el estado existe y trabaja para él, pues él forma ya parte del estado).
Octavo, es entonces cuando se hacen las “grandes obras” como los parques-biblioteca, los megafestivales, etcétera. Y se hacen desde y con la gente. Lo que la comunidad pida después de haber conocido una gama amplia de expresiones artísticas y culturales: “nosotros queríamos un museo de ciencia y tecnología, y lo hicimos, y nosotros estamos a cargo”, o un salón de baile o una escuela de artesanías. Así, por un lado, no sólo se refuerza la presencia del estado sino que la comunidad puede ver a diario una muestra física de su trabajo. Y, por otro, ahí está el recordatorio constante de que hay otras formas de ser feliz en la vida más allá del dinero.
Cómo no funciona
1. Haciéndolo al revés: poniendo primero una obra de relumbrón que el ciudadano leerá como otra imposición más del estado.
2. Creyendo que la gente es incapaz de saber lo que quiere y mejor darles chunches y llevarles circo pa' que se aplaquen.
3. Teniendo una visión conservadora o elitista del arte y la cultura y sólo permitir o apoyar las expresiones que al burócrata en turno le gusten (p.e.- el graffiti es vandalismo, el pasito duranguense es de nacos, la ciencia y la tecnología no son cultura o la típica de sólo considerar cultura aquello que sea folklórico o se presente en la ópera de Viena).
4. Creyendo que, por el sólo hecho de que una persona tenga bajos ingresos, es incapaz de tener deseos o expresiones artísticas y culturales que valgan la pena. Es decir, no funciona cuando el burócrata cree que “va a ir a educar a los nacos” y/o restringe el programa a las zonas más pobres de la ciudad.
5. Olvidando que el objetivo de la cultura para la paz es regenerar el tejido social cambiando la relación entre el estado y los ciudadanos (pues la relación que había fue, entre otras cosas, la que nos llevó a una situación de conflicto). Es decir, el objetivo no es formar legiones de picassos, vivaldis y garcías-márquez. Genial si sucede, pero es secundario.
6. Sometiendo el programa a indicadores tipo ISO-9000 que pretendan medir resultados a corto plazo (cada año, por ejemplo). Los cambios sociales tardan. Así como no se fraguó el conflicto en un día, tampoco se arreglará de la noche a la mañana.
7. Y, por supuesto, olvidándose de los dos primeros pasos, los más importantes.
A la fecha, en nuestro país, ya se han llevado a cabo varios proyectos en pro de una cultura para la paz. Algunos lo han sido nomás de nombre, pero otros han estado maravillosamente bien hechos. Ojalá haya más. Los necesitamos.