Los arreglos institucionales son reglas del juego para llegar a acuerdos sobre problemas públicos. Como tales no se pueden clasificar como “buenos” o “malos”, pues deben servir para todos los actores involucrados, independientemente si están o no en el gobierno o su condición mayoritaria o minoritaria. Es decir, se trata de que sean neutrales a las agendas de los partidos o sus aspiraciones.
De esta forma la medida por la que se deberían juzgar los arreglos institucionales es por su eficacia al tratar un problema de acción colectiva determinado. Para ello se necesita un diagnóstico y, preferentemente, un ejercicio básico de prospectiva sobre sus efectos.
Sin embargo es raro encontrar en el debate sobre la reforma política diagnósticos y mucho menos escenarios. Se podría incluso decir que la gran mayoría de las propuestas que existen al respecto son ocurrencias o simplismos. De aprobarse, es posible que ese tipo de propuestas arrojen resultados peores a lo que hoy se tiene, por más populares que algunos puedan ser ante la opinión pública.
Uno de esos debates simplistas es la reducción o la eliminación de los asientos de representación proporcional: los llamados “pluris”. Por más popular que sea pensar que no los eligió elector alguno o que existen muchos legisladores, su desaparición llevaría a dos efectos: primero, darle a un partido la mayoría absoluta (o incluso calificada) tanto en el Congreso de la Unión como en las legislaturas locales; y segundo, hacer que grupos minoritarios radicalicen sus posturas (1).
Sin embargo, reconocer que son necesarios los “pluris” no implica que el entramado legal esté completamente bien. En este sentido quizás lo importante sería encontrar la manera de hacer que los partidos presenten listas competitivas. A continuación se presentan dos ideas que han existido desde hace tiempo en el debate, aprovechando que esta discusión resurgirá con la restauración de la reelección inmediata de legisladores.
Propuesta 1: doble boleta
México es una de las más de 16 democracias que tienen sistema electoral mixto (es decir, el que combina asientos de mayoría y de representación proporcional), pero quizás el único donde un ciudadano vota por ambas categorías en una sola boleta. Eso significa que basta con que un candidato sea popular en un distrito para que entren los primeros lugares de la lista de su respectivo partido al órgano representativo.
En el resto de las democracias con sistema mixto un ciudadano elige tanto un candidato de mayoría como la lista de partido. ¿Qué significa esto? Supongamos que un individuo está convencido por la plataforma de un instituto político que no tiene posibilidades de ganar en su distrito. La doble boleta le permite asegurar que ese partido pueda estar en el órgano legislativo, asumiendo que rebasa el umbral de representación. Y la boleta de mayoría serviría para una opción competitiva cercana a sus preferencias – o incluso para bloquear a un candidato que definitivamente no le gusta. Esto es, se permite que actúe de manera estratégica si así lo decide.
¿Se imagina usted con la capacidad de no votar por una lista de partido si en los lugares seguros ve a políticos por los que nunca votaría? Hoy no puede hacerlo, pues sus preferencias por el candidato de su distrito predominan.
Propuesta 2: darle validez al voto nulo
El 18 de junio de 2012 se planteó en este espacio que el voto nulo es una de tantas supersticiones cívicas que abundan, toda vez que en primer lugar no se le puede dar una intención determinada a la anulación y en segundo lugar porque simplemente no tiene efecto legal alguno. Sin embargo, ¿qué pasaría si efectivamente se pudiera decir que la anulación es premeditada?
En 2010 el politólogo Claudio López Guerra publicó en el libro Debatiendo la reforma política. Claves del cambio institucional en México, coordinado por Gabriel Negretto (CIDE) una propuesta en esta materia. Supongamos que en la boleta exista la opción: “ninguno de los anteriores”. Esto es, que las autoridades electorales no tengan qué adivinar si el ciudadano se equivocó o no al tachar una casilla o tengan que leer cursilerías como “esperanza marchita” o hasta frases altisonantes.
Lo anterior significaría que se puede medir el grado de descontento del ciudadano con las opciones que ofrecen los partidos. Pero vayamos un paso más adelante: imaginemos que eso les cueste y caro a los institutos políticos. De esa forma López Guerra sugiere que los votos nulos para representación proporcional se contabilicen y, si rebasan el umbral, se asignen asientos vacíos en las cámaras correspondientes.
¿Qué haría el Congreso con los sueldos de los legisladores anulados? Quizás hacer una tabulación de cuánto se dejaría de gastar en dietas y prestaciones, donando esa cantidad a una beneficencia.
¿Y los diputados de mayoría? Ellos tendrían a grupos de presión, tanto partidistas como de la sociedad civil, marcándole constantemente el grado de rechazo táctico con el que ganó. Esto sería todavía más relevante en un escenario de reelección inmediata.
Como se dijo al inicio de la presente editorial, no existen soluciones fáciles o inmediatas para los problemas públicos, y quizás las que aparenten serlo arrojarían peores efectos que lo ya existente. Sin embargo, se pueden proponer mejores arreglos si se conocen las incentivos que tienen los actores políticos para actuar como lo hacen.
(1) Para una explicación más amplia del tema, ver: http://issuu.com/grupoeditorialtransicion/docs/transicion-10/1#noalospluris (p. 12).