“Todavía tenemos tiempo, te voy a llevar al lugar en donde crecí”, me dijo Sipho, chofer de la Embajada de México que me había hecho el favor de llevarme de Pretoria a Johannesburgo para entrevistar a uno de los escritores jóvenes más prometedores de Sudáfrica, Niq Mhlongo. Entré en pánico. Después de visitar Auschwitz y el Museo de los Confederados (en Richmond, Virginia) ya no tenía las más mínimas ganas de hacer algo que se pareciera al “tour de la atrocidad” o al “tour de la miseria”. Y Sipho había crecido en Soweto, para ser preciso, en Orlando East, justo el barrio de enfrente del que fue hogar de Mandela: Orlando West. ¿Cómo decirle que no?
Desde que conocí a Sipho me llamó la atención: un tipo ensimismado, difícil de palabra, pero con ese brillo en los ojos característico de quienes han pensado mucho y han vivido más. Las primeras pláticas que intenté con él, de ésas donde uno habla del clima y tonterías, las cortó en menos de un minuto. Pero un día cargaba yo un libro de Steve Biko y él me preguntó qué me parecía. “Hay algo que no entiendo”, le dije. Y desde entonces Sipho se convirtió en mi interlocutor favorito para discutir sobre los intelectuales sudafricanos y los movimientos sociales de los 70s: efectivamente, había pensado mucho, vivido más y leído un chingo. Así que cuando me invitó a llevarme al barrio de su infancia, sabía que lo hacía como bocado de harto cariño y quedaría yo como un patán si me negaba. Ya luego tendría que lidiar con las pesadillas, literalmente, con esas imágenes que se tornan indelebles y te atosigarán el resto de tu vida.
Racismo 1.0
“La diferencia entre un turista racista y un turista no racista en Sudáfrica son dos días de estancia”. No recuerdo de quién es la frase pero sí que la dijo un intelectual africano (blanco y bóer) justo después de que Mandela y el Congreso Nacional Africano (CNA) ganaran las primeras elecciones. La frase es monstruosa y, por lo mismo, algo muestra. El racismo en Sudáfrica tiene largas y profundas raíces, como cualquier país que sufrió una invasión duradera (colonización) y, por supuesto, tiene sus particularidades que lo vuelven un fenómeno único.
“Si quieres hacer enojar a un negro, háblale en zulú”. La principal estupidez de un racista que se cree progre y tolerante es quedarse en la división básica blanco/negro y tratar a cada uno de los grupos como si fueran homogéneos. Así como los tlaxcaltecas no eran aztecas ni tampoco compas (de forma similar en que franceses y alemanes no son lo mismo ni han sido brodis a lo largo de la historia), y sólo una visión racista del tipo “son indios y por lo tanto son iguales” los puede tachar de “traidores”, en Sudáfrica no todos los negros son zulúes, no tienen la misma lengua ni la misma cultura ni tampoco Shaka fue amigo de sus antepasados. Son once lenguas oficiales en Sudáfrica y cada una es el resultado de una cultura y de una historia particular (en México tenemos más de medio centenar). Así, mantener en cualquier análisis la división maniquea blanco/negro no sólo es por lo general síntoma de ignorancia, sino también una forma de perpetuar el racismo implantado por el apartheid.
Porque, además, lo mismo que sucede con las comunidades negras (el 80%) sucede con las comunidades blancas (el 10%). Los dos principales grupos son los ingleses y los bóers (quienes a su vez se subdividen en descendientes de holandeses, franceses y alemanes protestantes). Y, si bien compartieron los puestos de poder durante medio siglo, se enfrentaron en diversas guerras y los ingleses ensayaron con ellos lo que los alemanes perfeccionarían en la Segunda Guerra Mundial: los campos de concentración (según los bóer, “campos de exterminio”). Así que no, no son ni han sido amiguitos del dedo chiquito. El tercer grupo son los judíos, quienes tampoco son muy asiduos a casarse con personas que no sean de su grupo y también compartieron, junto con ingleses y bóer, las ventajas del apartheid. Y no, por atroz que parezca, incluso después de la Segunda Guerra Mundial, fueron pocos los judíos que se sintieron identificados con las comunidades negras y sus causas de liberación.
Para complicar aún más el asunto, en Sudáfrica hay un 9% de “personas de color”. No, no me refiero a los negros por más que el lenguaje políticamente correcto de importación así lo indique, las “personas de color” o los “coloured” son los que en Angola llaman con una palabra aún más desgraciada:“mulatos”. Y, con ellos sucede más o menos lo mismo que pasa en México donde medio país se siente “güerito”. Hay aún más divisiones y subdivisiones, pero aquí la dejo para no marearlo y abordar el racismo de esa gente políticamente correcta: los columnistas.
El racismo de los analistas
Ante la muerte de Mandela, Madiba, cientos o miles de articulistas alrededor del mundo se sumaron a echar sus loas y lágrimas de cocodrilo. Según ellos, todos (o casi) eran muy políticamente correctos y creen creer que el bueno de Nelson es una suerte de héroe o santo. Bien por ellos, pero sus artículos están plagados de horripilancias. Tomo tres a partir del artículo de Zizek en el New York Times, “Mandela fue genial porque”:
1) permitió que siguiera existiendo la libre expresión (nunca hubo libre expresión en Sudáfrica antes del CNA, Mandela, Biko y muchos otros fueron censurados o encarcelados sólo por escribir, ¿en quién diablos estaban pensando los articulistas que escribieron eso?),
2) no se convirtió en Mugabe (¿Merkel es genial porque no se ha convertido en Hitler? Pareciera que para nuestros sesudos analistas todo negro africano está genéticamente dispuesto a convertirse en un sanguinario dictador, como Mugabe, pero ¿han leído sobre Mozambique?, ¿no les da una pista que la ahora viuda de Mandela sea Graça Machel, quien también es viuda del libertador y expresidente de ése país?),
3) permitió que siguiera existiendo una democracia multipartidista (o sea, a) no fue un sanguinario dictador o b) ¿en quién diablos estaban pensando estos articulistas?: nunca hubo una democracia en Sudáfrica. Peor aún, la situación política actual del país asemeja más el CNA al PRI del siglo XX que a una “democracia” como la concebimos hoy día, ¿de dónde habrá sacado Mandela el modelito?)
¡Samora vive!
Maputo es una ciudad hermosa, con cafés y avenidas arboladas. Al estilo de Lisboa pero con espacio para hacer las cosas aún más bonitas. A la orilla de la playa los vendedores de capulanas también ofrecen playeras para los turistas, algunas con algún motivo cliché africano (como un hipopótamo) y otras con la imagen del Ché Guevara o de Samora Machel. “Samora vive”, rezan, “El Ché vive”. Las calles de Maputo mantienen los nombres que puso Machel cuando liberó Mozambique y tomó el poder: Salvador Allende, Carlos Marx, Vladimir Ilich Lenin... Mejor aún, en Mozambique, a diferencia de Sudáfrica, saben que México sí existe y conocen algo de su historia. ¿Por qué cree usted?
La hipótesis más probable acusa a los profesores cubanos. Como es sabido, aunque recurrentemente negado, Castro confiaba más en el modelo político-económico de Cárdenas que en el modelo de Lenin. Y Machel quería que su país no se desgajara por la guerra interna después de la independencia. ¿El mejor modelo?: el modelo mexicano, agrupar a todas las fuerzas políticas en un sólo partido, el FRELIMO. Y funcionó. Aunque ahora existe la amenaza de una guerra civil en Mozambique, sin duda éste es uno de los países del mundo que más pacíficamente vivió sus años post-independencia (piense nada más en el s. XIX americano o en el resto de países que se independizaron en África y Asia en el s. XX). La única insurgencia que tuvo estaba auspiciada por el apartheid sudafricano y, de hecho, algunos afirman que el “accidente aéreo” en el que murió Machel fue maquinado desde Pretoria (supongo que usted también considerará que ser atacado por un régimen como el del apartheid es más un halago que una ofensa).
Graça Simbine se unió al FRELIMO (Frente de Liberación de Mozambique) en el 73. Dos años después, conseguida la independencia, fue nombrada Ministra de Educación y Cultura y luego se casó con Samora y tomó su apellido. Desde entonces, todo su trabajo ha estado enfocado a esos rubros y al trabajo humanitario (con niños refugiados, con ancianos, etcétera). Y, a pesar de que años después de la muerte de su esposo, empezara a tener una relación con Nelson y luego se casaran, no tomó el apellido Mandela. Ni porque así mandaran las normas ni porque su segundo marido fuera harto más famoso. Ella siguió y sigue siendo Machel.
La transformación de Soweto
Sipho me llevó a la calle donde estuvo su casa, a la casa que fue de Mandela, a la de Desmond Tutu, a Regina Mundi. “Por suerte, entre más lo pienso más creo que fue sólo suerte”, me respondió cuando me animé a preguntarle por qué creía que había logrado sobrevivir a la represión, la cárcel y la tortura durante su juventud. Me negué a ir al Museo del Apartheid pero seguimos recorriendo calles y comimos en el centro comercial. “Su sueño era que hubiera un centro comercial, así, como éste, aquí, en Soweto, y lo hizo”, me dijo acerca del hombre -negro, por supuesto- que lo había construido.
Hoy día, las diferencias económicas entre la clase alta y la clase baja en Sudáfrica siguen siendo desoladoras. Samora Machel optó por decirle a los portugueses “tienen 24 horas para irse o para quedarse a vivir como cualquier mozambiqueño en un estado socialista”. Mandela no pudo hacer eso. O no quiso. Así, mientras que en Pretoria uno ve más Mercedes y BMWs que en Wáshington, D.C., en Maputo no pude ver uno sólo y se notan las “carencias” (por ejemplo, pocos elevadores funcionan). Pero es una sociedad más igualitaria y la gente se siente más feliz ahí que en Pretoria. El mismo Niq Mhlongo me dijo que su idea de clase media era tener una casa con alberca. Ahí radica la infelicidad de los sudafricanos (y, de paso, la devastación ecológica del planeta). El modelo mexicano, el modelo de un solo partido aglutinador, como bien sabemos, conduce a la corrupción a largo plazo, pero no será igual la corrupción en una sociedad más o menos igualitaria que en una donde las diferencias económicas sean tan abismales como en Sudáfrica.
“Nos han traicionado”, me dijo Sipho al respecto de los políticos del CNA, quienes ahora son conocidos como “diamantes negros”, cuando íbamos de vuelta a Pretoria. Por suerte para los sudafricanos, su transición a la independencia no fue hecha por las armas sino con la inteligencia y el amor de un grupo de intelectuales que difícilmente se volverá a dar en la historia: Mandela, Tutu, de Klerk, Gordimer (todos ellos galardonados con el Nóbel) y, por supuesto, Graça Machel.
“Cuando me reclaman que no ha cambiado nada con el CNA y nos comparan con algún país escandinavo”, me dijo Nadine Gordimer cuando me invitó a tomar té a su casa, “les respondo que la igualdad toma tiempo, que aquí apenas estamos empezando y allá ya llevan siglos trabajando en eso”.
Yo estoy seguro de que Sudáfrica y México son dos países muy similares por sus características sociales y económicas, que podríamos aprender bastante unos de otros. Sólo que, para lograrlo, primero tenemos que dejar de verlo con ese tamiz de racismo que ha caracterizado a nuestros analistas.