Mi primera novela me llevó más o menos ocho años. Para cuando decidí que estaba terminada, contenía fragmentos que habían sido escritos por una Lorena con una cosmovisión muy diferente y un nivel de madurez tanto personal como literario que ya no tenían nada que ver con la Lorena que escribía un forzadísimo FIN a esa novela autobiográfica, desgarradora y pretenciosa. ¿Qué había querido decir? Ya no me acordaba. ¿Cuáles eran las preguntas? Habían ido mutando, me habían engañado fingiendo ser respuestas. Al final ya no sabía si el engendro, que llegó a medir 350 páginas y luego fue mutilado (con toda la razón) hasta acabar en 150, y que cambió de título cuatro veces, decía algo.
Como muchos escritores incipientes, lo había querido todo: escandalizar, conmover, excitar, destrozar. El lector se iba a acordar de mí. Podía pasar semanas completas inventando una nueva analogía ultra original, censurando la espontaneidad para lograr una suerte de manipulación emocional, jugando con los tiempos verbales menos visitados para romper las convenciones narrativas y convertirme en un hito de la literatura mexicana. ¿Resultado? Nunca lo sabrán, porque la desafortunada criatura vive en el fondo de una caja en el fondo de una bodega. Lo que sí sucedió es que terminé agotada. Había trabajado la novela en tres talleres, había navegado por diversos estilos y voces narrativas y había, propositivamente, tasajeado mi alma para poner un pedazo en cada párrafo. La novela duele, en primer lugar, porque la exposición autobiográfica que contiene es morbosa, pero también duele como una falta de ortografía en un espectacular, como música de elevador marcando el ritmo de las embestidas en una película soft core, como un pastor alemán con tutú de ballet. Porque queriendo mostrar todo de mí, acabé mostrando un pastiche de intenciones, realidades, mentiras y deseos que al final no decía mucho, que daba vueltas sobre sí mismo, alimentándose de sus propias pretensiones, regodeándose en los placeres del estilo y la pornografía literaria. Al final, era una gran máscara.
Decidí probar otra cosa: escribiría aquella novela de vampiros que siempre dije que escribiría, sólo por descansar, por diversión, sin intención de mostrársela a nadie o de que pasara algo con ella. Una chica amanece en un callejón, cubierta de sangre. No sabe qué le pasó. Esto es lo único que yo tenía cuando me senté a escribir Gothic Doll. Me dejé llevar por los personajes, pretendiendo sólo divertirme, sin intentar escribir LA novela que sería el retrato de mi tiempo y lugar, ni siquiera el retrato de mí como autora. Por supuesto, mis preguntas acerca de la vida, la muerte, el amor, la inmortalidad, se escabulleron sin que yo me diera cuenta. Mis miedos, mis anhelos, historias y rencores, se filtraron como agua y al final el techo, la máscara de yeso, no aguantó más y se quebró, dejando caer una tormenta emocional que no me esperaba y que me dejó empapada y temblando. La historia me había tomado entre sus brazos y me había llevado y yo, ingenuamente, había creído que era inofensiva.
Cuatro años después, cuando analizo la trilogía, encuentro que toda yo estoy ahí, curada y enmarcada para quien quiera ver la exposición. Al librarme de toda pretensión, logré algo mucho más auténtico y real, mis convicciones y penas se reflejaron con tal naturalidad, que a veces me avergüenza la desnudez, que es una desnudez de texturas sugeridas, de poros erizados, de líneas suaves que contrasta con la otra desnudez, la de ropa arrancada y piel herida.
Yo no planeaba escribir “para jóvenes”. Yo escribí lo que quería escribir, lo que me habría gustado leer, con una glotonería y un desparpajo que ni me detuve a cuestionar porque ¿qué importaba? Lo hacía para mí, nada más. Y entonces mi placer fue el placer de los demás y de pronto me encontré conectando con un público muy especial, lleno de preguntas, con el alma tan expuesta como la mía, un público ansioso de saber, de sentir, de reinventarse, que ve más allá de los artificios y busca conectar con la humanidad de los personajes con un hambre que a muchos adultos se nos ha ido quitando, y que a mí me hace agua la boca.
La relación con mis lectores es absolutamente bilateral: ellos se alimentan de mí, yo me alimento de ellos, ellos se encuentran en mis historias y yo me consuelo en su comprensión, en su aceptación incondicional de mis defectos expuestos, de mi humanidad desnuda.