Süskind en prisión

23/10/2013 - 12:01 am

Ahora salimos incluso antes, a las 6:30 de la mañana ya estaba por mí la camioneta con el inseparable Rodrigo Gonzalo, el técnico del Cervantino que ha solucionado todas las cuestiones de audio tanto en el tutelar como en el CEFERESO y, próximamente, en el CERESO. Primero pasamos por Jacobo a quien, por algún error de dedo en los programas, yo insistía en llamarle “Jacob”.

Jacobo Cerda comenzó a estudiar piano desde su más tierna edad. En serio: sus padres son músicos. Así que me lo imagino subiéndose al banquillo negro del piano apoyando la rodilla para lograrlo a sus cuatro añitos. Me lo imagino con los dedos adoloridos, golpeando con todas las fuerzas que no tiene, para que salga la música, para convocar a la magia.

Luego pasamos por Óscar Argumendo al estacionamiento de un supermercado en Silao. Sí, primero nos equivocamos de supermercado pero, por suerte, Jacobo traía su celular para localizarlo. Apenas amanecía.

A Patrick Süskind lo leí cuando tenía 18 años, en el inolvidable camión Ruta 1 San Nicolás-Tecnológico, donde pasaba unas tres horas de mi vida cada día. Y leí, precisamente, El contrabajo. Libro que sin duda sigue siendo uno de mis preferidos y es la principal razón por la que me he negado rotundamente a leer el título más famoso de Süskind: El perfume. Porque El contrabajo me encantó, me transformó, inmediatamente quise ser músico e inmediatamente deseché la idea porque nunca he tenido oído musical. Sólo que, por aquello de que el cuerpo no necesariamente responde a nuestras decisiones, siempre he querido ser músico. Y contrabajista. Sin importar que sea flaco y debilucho, me encantaría serlo.

Ahora iba a estar en mi primer concierto para contrabajo. E iba a ser en el CEFERESO 12.

La prisión es un lugar extraño: cuando ya has ido un par de veces, tienes la ilusión de que ya la conoces. Y saludas a los guardias afablemente y te pones a indicarle a todos cuál es el procedimiento: nada en las bolsas, pasen las carteras, los suéteres, vacíen los compartimientos de sus estuches, etcétera. Es algo soberbio, por supuesto. Y, también por supuesto, uno sigue sin tener la más mínima idea de lo que sucede dentro de un penal de máxima seguridad. “A uno de los internos lo tuvimos que sacar en helicóptero”, nos contó después uno de nuestros anfitriones cuando le pregunté si acá también tenían alguien famosito. Pues sí, sí tienen, pero prefiero no saber quiénes sean.

Una revisión y otra, con el contrabajo y el piano electrónico, hasta llegar al “consabido” lugar de las presentaciones. Luego las pruebas de sonido. “Yo trabajé en un CEFERESO en Juárez”, me dijo Miguel, quien terminó de estudiar artes plásticas y labora como personal de apoyo en el Cervantino. No quise ahondar en el tema: ¿y si alguien que trabajó en una prisión tiene prohibido volver a ingresar?, pensé.

Después de las pruebas de sonido nos enteramos, todos, que Óscar y Jacobo no iban a tocar uno sino dos conciertos. Y, por aquello de que estoy haciendo mis pininos en educación musical y el otro día aprendí que a cada “rola” se le llama “concierto”, pensé que iban a tocar dos “rolas”. Harto equivocado que estaba.

*

“¡Ahora! ¿Lo oye? Me refiero a los bajos. A los contrabajos…”, eso dice el tercer párrafo de El contrabajo de Süskind. Y no fueron las palabras que dijeron en la presentación, pero en la presentación de Óscar y Jacobo citaron a Süskind. No sé si fue por eso, pero a partir de ahí Óscar entró en personaje. Mejor dicho, en tres personajes: uno, el inmejorable profesor que sabe enganchar con el público (“pongan mucha atención porque les van a hacer examen”); dos, el mismísimo contrabajista de Süskind a la mexicana, amargado, revanchista, el que siempre repite que al contrabajo no se le ha considerado como lo que es, un gran instrumento pero, a diferencia del personaje de Süskind, Óscar lo mezclaba con el personaje anterior y le daba un toque de picardía (“Así que vamos a tocar puras rolas de gente frustrada como yo”, y las risas del público) y; tres, el músico, el que hace que cante el contrabajo acompañado por el piano orquesta, el hombre orquesta, Jacobo con sus 22 años.

El primer concierto, para 350 internos (“los más inquietos”, nos dirían después), fue un concierto para contrabajo de Koussevitzky seguido de Kicho de Astor Piazzola y terminó con el público aplaudiendo de pie.

El segundo concierto, luego de empaquetarnos unos volovanes deliciosos hechos ahí en el penal, incluyo también Kicho y un concierto para bajo de Giovanni Bottessini, el mismísimo compositor que dirigió el estreno del Himno Nacional de México  el 15 de septiembre de 1854. Aquí ocurrió otro milagro. Si bien Óscar y Jacobo han sido los únicos que han logrado poner de pie, al unísono, al público del CEFERESO (tal vez porque eran los más “inquietos”), también lograron el silencio total. Durante el segundo movimiento de Bottessini. Incluso los guardias, que por lo general están más nerviosos y van de un lado para otro, se quedaron estáticos, bajaron los hombros y relajaron la mirada. Nunca en mi vida había visto a un policía tan tranquilo, tan en paz consigo mismo.

Eso es la música.

*

A las tres y tantas de la tarde a penas íbamos de vuelta. Todos contentos, todos con ganas de que este tipo de eventos no pararan nunca.

Muchísimas gracias a Saúl, Carlos, Araceli, Elvis y a todo el personal del CEFERESO 12: ha sido una experiencia inolvidable para todos.

A la salida, Óscar volvió a ser Óscar y Jacobo, Jacobo. Ya no el contrabajista de Süskind a la mexicana, ya no el profesor que bromeaba con ponerles un examen para tocar otra melodía; ya no el piano orquesta ni el hombre orquesta.

“Miguel trabajó en el CEFERESO en Juárez”, le digo a Araceli ya cuando vamos a subirnos a la camioneta.

“Entonces va a tener que acompañarnos, es peligrosísimo que haya entrado”.

Luego se ríe y a mí y a Miguel se nos pasa el trauma.

Vienen los abrazos.

De regreso, Óscar y Jacobo nos contarán de otro proyecto en el que trabajan, con una orquesta con los niños de los barrios de León: Imagina. “Así comencé a tocar yo”, dice Óscar, con una orquesta para niños y adolescentes en Tláhuac. Y entonces me lo imagino mucho más chico, con un contrabajo más grande que él, con ganas de que la música le cambie la vida. Lo logró. Y ahora retribuye esa esperanza a los niños.

Luis Felipe Lomelí
(Etzatlán, 1975). Estudió Física y ecología pero se decantó por la todología no especializada: un poco de tianguero por acá y otro de doctor en filosofía de la ciencia. Es miembro del Sistema Nacional de Creadores de Arte y sus últimos libros publicados son El alivio de los ahogados (Cuadrivio, 2013) e Indio borrado (Tusquets, 2014). Se le considera el autor del cuento más corto en español: El emigrante —¿Olvida usted algo? —Ojalá.
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