Los personajes femeninos: crónica de una igualdad inacabada

09/10/2013 - 12:01 am

I.

La literatura mexicana adolece de personajes femeninos memorables. Mejor dicho, la literatura en español. Más aún, no sólo están ausentes los personajes memorables sino que incluso nuestra literatura falla a la hora de intentar retratar nuestra realidad femenina a través de la historia. La personaje más célebre, la más querida y odiada, es por supuesto Dulcinea del Toboso: pero es un personaje ausente. Fuera de ahí, hay poco que escape de los estereotipos y de las caracterizaciones anodinas: la mujer como prostituta, como santa, como inadaptada, como víctima de sus circunstancias (es decir, como víctima de haber nacido con dos cromosomas equis), mujeres asesinas y mujeres incapaces de decidir más allá de la disyuntiva entre un hombre y otro o la disyuntiva entre el amor y la soledad.

Las excepciones –muy queridas– confirman la regla.

II.

Mi madre, María, se divorció en 1978. Casi siempre trabajó de secretaria y ahora vende servicios funerarios. Pero en el inter, en el tiempo que le quedaba libre, inició una empresa de ropa. Es decir, aparte de trabajar como secretaria en la Alianza Francesa, de laborar en una empresa de muebles a medio día y de atender a sus dos vástagos sola (pues no había una “abuelita” con quien dejarnos) construyó una empresa textil que creció a descalabros entre la hiperinflación de los 80's y terminó gracias a los buenos manejos del “error de diciembre” de 1994. Fueron más de 15 años de industria. Las tejedoras estaban en Cocula; las que armaban los patrones de tela, en San José de las Flores; las bordadoras, repartidas entre varios barrios de Guadalajara. Por supuesto, mis domingos de niño comenzaban a las seis de la mañana cargando la camioneta con conos de hilos y buena parte de mis tardes infantiles las pasé junto con mi hermana cosiendo etiquetas… Las amigas de mi madre eran, casi todas, mujeres divorciadas.

Mi hermana no terminó carrera universitaria. Un día, mientras trabajaba repartiendo volantes en un centro comercial, conoció a un galán que se la llevó a vivir a Huisquilco pues a él le dieron trabajo de policía en Yahualica. También está divorciada y tiene cuatro hijos. Lee el Tzolkin, usa la Singer que era de mi madre para hacerse su propia ropa, la de sus hijos y para confeccionar prendas de ocasión (por ejemplo, durante la “influenza” hizo y vendió un titipuchal de cubrebocas). Cada que puede, inicia una nueva empresa. Sus amigas, a diferencia de mi madre, ya no son solamente mujeres divorciadas. O, si lo son, es porque la mayoría de niños en las escuelas públicas donde están mis sobrinos viven con un solo progenitor: la madre o el padre.

Mi prima Cecilia siempre ha ganado más que su esposo Bonifacio. Y ha sido condecorada como mujer del año y no sé qué tantas cosas. Y, desde que tengo memoria, el Boni optó por trabajar desde la casa, por fungir como la madre. Mi prima Lupita se casó antes de terminar la prepa. Se divorció y ha hecho harto varo vendiendo triques: sus hijas estudiaron en el Tecnológico de Monterrey, Campus Santa Fe, sin beca. Mi tía abuela Lupita le mentó la madre al Presidente Cárdenas. Y cuando mi abuelo se tenía que ir del rancho en Ameca, mi abuela Lomelí se quedaba a resguardarlo con la pistola y la carabina.

Sí, por eso es que firmo mi trabajo en literatura con el nombre de mi familia materna.

III.

En el siglo XIX a los positivistas se les ocurrió que la unidad atómica de la sociedad era una cosa llamada “familia” y que su piedra angular era la madre. Así, aparte de la biología nada desdeñable del embarazo (una palabra atroz si la pensamos un poco, un asunto del que hay que “aliviarse”), se vendió la idea de un único papel posible para la mujer: lo vemos muy claro en la mayoría de las telenovelas.

¿Y la literatura?

En la literatura pre-revolucionaria y revolucionaria tenemos a la Santa prostituta de Federico Gamboa quien, pobrecita, por andar de enamorada termina de puta. También está La Pintada de Los de abajo de Mariano Azuela quien, presumiblemente, por mero gusto anda muy de puta entre los guerrilleros. Es decir, sin importar la cantidad de mujeres que eran soldados (y no sólo soldaderas como la historiografía victimista y machista quiere hacernos creer), Azuela decide que su personaje femenino sea una puta. En el Gringo viejo de Carlos Fuentes las mujeres mexicanas son algo así como música de acompañamiento. Y en Al filo del agua de Agustín Yáñez, ésa novela que sucede en Yahualica, el mismo pueblo donde era policía el ex-esposo de mi hermana, las mujeres lloran y lloran como plañideras.

En fin, no hace falta extender la lista, para el caso dan mejor fe los corridos de la época. Porque son los corridos y, más, nuestra memoria, los que han guardado la imagen de la mujer férrea y entrona de la Revolución: sí, mijito, tu abuela era villista/ Por supuesto, morro, tu bisabuelita tenía tan buena puntería que le atinaba a la cabeza de cualquier pelado a tres cuadras con la treinta-treinta.

IV.

La visión de la mujer como pilar del núcleo social, de la “familia”, no es exclusiva de los conservadores y católicos, sino que la compartieron y propagaron los estados socialistas. En la U.R.S.S. la mujer tenía que trabajar como cualquier obrero, ciertamente, pero nunca debería de tomar decisiones por sí misma ni intentar ser independiente o renegar de ser madre: traer niños al mundo era una de sus obligaciones en la construcción del nuevo estado soviético.

Prueba de ello no es sólo la ausencia de mujeres en el Kremlin o en La Habana (la viuda de Mao se cuece aparte), sino también la reinvención de la biografía de las nihilistas del siglo XIX. Sofía Kovalevskaya, por ejemplo, la primer mujer que se doctoró en matemáticas, la primera en pertenecer a la Academia de Ciencias Rusas y obtener todos los galardones posibles de la época, terminó siendo vilipendiada, sí, como puta y como triste solitaria. Y se corrió el rumor, vigente hoy día, de que una mujer no es apta para las “ciencias duras”.

La literatura del siglo XX en México y el mundo recrea entonces a este tipo de personajes, victimizados, tristes al estilo de Virginia Woolf, Plath, Pizarnick, Simone de Beauvoir, Rosario Castellanos, Elena Garro, etcétera. Todas éstas: mujeres súper inteligentes y súper solas.

Es decir, aunque se critique y ferozmente, el modelo no se rompe del todo: si te niegas a ser la base de la familia, estás condenada a la soledad sin importar el número de amantes que tengas.

La última versión de este tipo nace en Colombia con un gran personaje, una que ya no es súper inteligente por ser libresca sino por asesina: Rosario Tijeras. A la que le siguen las versiones mexicanas de La reina del sur, las variaciones de Camelia que siguen sin igualar al corrido de Contrabando y traición y la Perra brava regiomontana de Orfa Alarcón o la Celeste de Omar Nieto en Las mujeres matan mejor.

No obstante, y valga repetirlo, a pesar de que Jorge Franco recrea maravillosamente al personaje real de Rosario Tijeras (su tumba está en el cementerio de San Pedro en Medellín), o lo admirables que sean las vidas de Virginia Woolf o Rosario Castellanos, estos siguen siendo personas y personajes fronterizos, límites, que poco tienen qué ver con mi madre, mi hermana, mis primas Cecilia y Lupita, mi abuela o las mujeres con las que he compartido mi vida o con las que ustedes han compartido su vida.

V.

Si algún día pudiera escribir bien, me gustaría lograr lo que hacen los cuentos de Nadine Gordimer. En Which New Era Would that Be? aparece una mujer progresista, guapa, con altos estudios, revolucionaria, comprometida con la causa en contra del Apartheid. Al inicio del cuento un negro la tacha de pendeja y, al final del cuento, nos queda perfectamente claro que esa mujer es la máxima expresión de la estupidez.

Por supuesto, yo me sentí totalmente identificado con la personaje: tanto cuando aparece como mujer inteligente como, más aún, cuando termina como idiota. También imaginé a varias de mis conocidas y mis tías.

A mis amigas escritoras las he retado a hacer algo así, a que tengan las agallas de Nadine, a que tomen el supuesto modelo de mujer exitosa y la retraten como tarada. Por lo general, se enojan y esgrimen argumentos extraliterarios del tipo: “cómo voy a hacer eso si la mujer mexicana necesita liberarse”. Pues precisamente.

Por un lado, la autocrítica es una forma de liberación y; por otro, los criterios gremiales y panfletarios no ayudan al arte, como dejó muy claro el realismo comunista.

Otros personajes femeninos contemporáneos: las mujeres de ojos grandes de Mastreta, las lolitas de Ana Clavel (que si bien sí deciden y están bien construidas, su sexualidad parece girar en torno de una visión masculina), las niñas de Ethel Krauze, las mujeres ricas y atormentadas de Guadalupe Loaeza, más mujeres atormentadas y súper inteligentes en escritoras jóvenes y no tan jóvenes, la literatura de superación personal lésbica donde abundan los ritos de iniciación y la moraleja general es “vamos, tú puedes, sal del clóset y serás feliz” o “por supuesto, una pareja lésbica da mejor hogar a los niños que una pareja buga” (asuntos muy deseables, claro está, pero que son más panfletarios que literarios), etcétera.

Otro personaje genial tomado de la realidad: Matilde Burgos. La recreación que hace de ella Cristina Rivera Garza en Nadie me verá llorar hace que sea, tal vez, la mejor personaje femenina de la literatura mexicana. Sin embargo, oh sí, y aunque en la novela se critica férrea y acertadamente a la santa de Federico Gamboa, Matilde también trabajó de puta.

VI.

El caso y el punto es el siguiente. Ni mi madre, ni mi hermana, ni mis amigas, ni mis primas, ni mis tías, ni la mayoría de mujeres que he conocido y, supongo, ni la mayoría de mujeres que lean este texto ni las que ustedes han conocido son prostitutas, ni asesinas o narcotraficantes, ni mujeres súper inteligentes y súper atormentadas, ni que se auto-victimizan de la mañana a la noche, ni son tampoco música de acompañamiento o seres ausentes, ni mujeres ricas con ataques de pánico en el Superama de Las Lomas.

No. Valga la verdad de Perogrullo: son personas que forjan su presente y construyen su futuro, que toman tantas decisiones como cualquier otra persona (y no solo, como en las telenovelas, su única decisión vital radica entre un galán u otro ni, como en la literatura feminista, entre casarse y quedarse solas o volverse lesbianas).

La mejor campaña publicitaria de máquinas de coser ha sido la telenovela Simplemente María. En la versión original peruana, María rompe con los estereotipos de la víctima y no sólo no se casa al final de la historia sino que en todo momento va decidiendo, va transformando su entorno y creando su realidad.  Huelga decir que no solo por el nombre, María, sino por la forma de afrontar la vida, mi madre o cualquiera de mis amigas se parece más a ésta personaje de telenovela peruana que a cualquier personaje de literatura mexicana (con la salvedad de Mariana, la de Las batallas en el desierto de José Emilio Pacheco).

Ése es el meollo. ¿No sería maravilloso que, al leer, pudiéramos identificarnos con las personajes, independientemente de si tenemos un cromosoma X y uno Y o si tenemos dos cromosomas X? ¿Que pudiéramos identificarnos con ellas sin que sean, en palabras de la crítica feminista Evelyn Fox Keller, súper machos? Es decir, que las personajes de nuestra literatura se parecieran en verdad a nosotros y a nuestra realidad donde abunda gente increíble. Cualquiera lo puede ver en su propia familia.

Cuando leo a Nadine Gordimer, me identifico con casi todas las personajes. Y puedo ver a mi tía Lupita y a mi hermana y a mi ex novia.  Porque casi son personas de carne y hueso y no, a diferencia de casi toda la literatura mexicana, personajes idealizados como Dulcinea del Toboso.

Mientras no podamos escribir personajes femeninos con los que cualquiera, en cualquier lugar del mundo, pueda sentirse identificado, la igualdad de género en nuestra literatura seguirá siendo una crónica inacabada.

Luis Felipe Lomelí
(Etzatlán, 1975). Estudió Física y ecología pero se decantó por la todología no especializada: un poco de tianguero por acá y otro de doctor en filosofía de la ciencia. Es miembro del Sistema Nacional de Creadores de Arte y sus últimos libros publicados son El alivio de los ahogados (Cuadrivio, 2013) e Indio borrado (Tusquets, 2014). Se le considera el autor del cuento más corto en español: El emigrante —¿Olvida usted algo? —Ojalá.
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