¿Por qué la propiedad comunal está condenada al fracaso? O, mejor dicho, por qué de un tiempo para acá sólo un pequeño grupo de personas se atreven a defender la permanencia de bienes comunes y públicos: como la tierra, el aire, el agua o los servicios de salud. ¿De dónde viene esta oleada de fanáticos de la propiedad privada, que siempre termina ridiculizando a ese pequeño grupo y los tacha de retrógradas, comunistas, anacrónicos y demás linduras?
Parte de la respuesta tiene que ver con la caída del Muro de Berlín y el ascenso de las multinacionales. Pero, como dijera el bueno de Carlitos Marx, la historia primero se repite como tragedia y luego como comedia. Y es que uno de los “culpables” de esta moda ideológica fue un ecólogo con dotes de poeta: Garret Hardin.
El biólogo, los parquímetros y la retórica
Este 14 de septiembre se cumplieron 10 años del fallecimiento (suicidio a los 88 años) de Garret Hardin, el zoólogo, microbiólogo y profesor de ecología humana de la Universidad de California en Santa Bárbara, que publicó hace 45 años en Science el artículo que serviría a los economistas neoliberales para afirmar que sí, por supuesto, cómo carajos no, la propiedad comunal siempre está condenada al fracaso: La tragedia de los comunes.
El artículo fue un éxito y se sigue viendo en las universidades como un sustento filosófico del libre mercado. No importa que el bueno de Hardin haya sido acusado de ser eugenecista, estar a favor de la esterilización forzada y de que sus teorías pudieran justificar el genocidio. Eso es lo de menos. Tampoco importa que su artículo sea, más bien, un excelente ejercicio de retórica e imaginación más que un artículo científico con datos duros (¡y eso que se publicó en Science!). No. Tal vez porque difícilmente vamos a verificar las fuentes originales. Veamos.
Lo más interesante del artículo es la idea Weiser y York que reafirma al inicio: para ciertos problemas humanos, como el equilibrio de poder en la era de las bombas nucleares, no hay una solución técnica posible: dado el poder destructor de las bombas, no habrá un avance científico ni tecnológico que pueda declarar ganador a una de las partes pues, en caso de conflagración, sobreviene la destrucción (casi) total de ambas.
Más bien, la solución estaría en la política. Esta idea no era, ni es, tan fácil de asimilar como pudiera creerse. Pues en una era donde estamos acostumbrados a que la ciencia y la tecnología nos resuelvan todas nuestras broncas, afirmar que un problema no tiene una solución técnica ni científica nos suena un poco como al “fracaso de la civilización”. Pero si lo pensamos un poco más, tiene sentido: enamorarnos de dos personas a la vez no tiene una solución científica, tampoco la guerra contra el narcotráfico ni muchísimos asuntos más. Ésta idea es lo mejor del artículo aunque, como dije, la retoma de un Weisner y York en Scientific American.
Después Hardin hace un despliegue de un gran ejercicio de retórica. Su única observación empírica son los parquímetros de su rancho, Leominster, Massachussets, y cómo, según él, fue un fracaso que dejaran de cobrar durante la época navideña (porque la gente se volvió más gandalla). Luego propone un experimento mental que retomaré más adelante y después se la pasa hablando de una cosa y otra, cambiando los significados de las palabras (utiliza “good” como “bien material” o como “beneficio” a gusto y conveniencia, por ejemplo), para convencer al lector de que la propiedad comunal es una tontería.
Y lo hace muy bien. Mis izquierdosos alumnos de filosofía, luego de leerlo, quedan enojadísimos pero no encuentran forma de rebatirlo hasta que vamos desmenuzando párrafo por párrafo (cosa que puede hacer usted en la comodidad de su hogar: cada párrafo tiene, por lo menos, una contradicción, un salto lógico, una petición de principio y demás artimañas retóricas: es una delicia). Aquí no lo desmenuzaré sino que intentaré mostrar cómo, en la idea que toma de Weisner y York, está la clave de que la propiedad comunal de un bien no sólo no siempre termina en tragedia sino que es, incluso, la gloria de unos cuantos: las multinacionales.
Los pastores y los tiangueros
“Imagine un campo de pastoreo abierto a todos”, así inicia el experimento mental de Hardin. Y el bueno de Garret supone que cada pastor intentará tener el mayor ganado posible (para maximizar su ganancia). Si todos hacen lo mismo, entonces la parcela quedará sobreexplotada y será inútil para todos. Pero esto sucederá a largo plazo, dice. Además, dado que el componente negativo de la función (la sobreexplotación) se reparte entre todos los pastores, mientras que el componente positivo es individual (la ganancia por tener más chivas), cualquier pastor “racional” va a querer tener más chivas. Más aún, según Hardin, hay un componente “psicológico” y “evolutivo” que nos impulsará a tener más chivas. Éste funciona en dos sentidos. El negativo: si no lo hago voy a ser tachado de baboso, puesto que todos lo hacen, y yo no quiero que me digan tan feo. Y el positivo: si lo hago voy a ser el chicho del barrio porque voy a obtener mayor beneficio y voy a ser más feliz.
Y, voilá, ahí la tragedia: la sociedad en su conjunto siempre sufrirá con la propiedad comunal: el campo arrasado.
Dejando de lado ciertas particularidades culturales, como que no todos somos más felices al tener más chivas (hay ascetas y poetas pues) o la posibilidad de un impedimento religioso (las vacas en la India), veamos otro experimento mental.
Si a Hardin le gustaban las chivas y le parecía que los parquímetros de su rancho valían como ejemplo universal, yo creo que los tianguis mexicanos son superuniversales.
Si usted ha trabajado en un tianguis o se ha dado la vuelta por ahí, seguro se ha dado cuenta de que, por lo general, TODOS LOS TIANGUEROS QUE VENDEN EL MISMO PRODUCTO LO VENDEN AL MISMO PRECIO. El tianguis es una maravilla del libre mercado y la libre competencia, son un montón de pequeños empresarios y comerciantes y, entonces, ¿por qué no hay una competencia en los precios?, ¿por qué no hay un gandalla a la Hardin que dé todo más barato para maximizar su ganancia y tronar a sus competidores?. En resumen, ¿por qué falla la máxima neoliberal de que “cada empresario buscará el mayor beneficio y, por tanto, buscará dar lo mejor a sus clientes al mejor precio posible”?
Porque le parten el hocico. Si usted pone su puesto en el tianguis y se le ocurre vender lo mismo que venden otros veinte compadres a un precio más económico, ¿qué cree le va a pasar?
Eso: la solución no es científica ni técnica, es política. Y hay otros motivadores “psicológicos” y “evolutivos” que Hardin no tomó en cuenta.
Luego los economistas neoliberales nos dicen que, cuando “no se puede competir con el precio”, se compite por un “mejor servicio”. ¿De verdad? Cámbiese de compañía celular o de compañía de televisión por cable, ¿de veras recibe mejor servicio? ¿Por cuánto tiempo?
El tianguis de las multinacionales
Los economistas neoliberales tienen razón en algo: toda empresa busca maximizar sus ganancias. Pero pensar que esto se reduce a ofrecer productos más baratos y mejor servicio no sólo es una simplificación absurda, es propaganda. Puesto que siempre se puede maximizar los beneficios de otra forma, por ejemplo, gracias a la política.
El bueno de Max Weber quería que el estado tuviera el monopolio de la violencia, ésa era su cartita a los Reyes Magos. Y era su petición de principio porque él bien sabía que eso no sucedía. Ni sucede. La violencia como expresión máxima de la coerción: persuadir, por medio de la fuerza o las amenazas, a que otro haga lo que uno quiere.
En el caso de las compañías, la “libre” competencia toma muchas veces la forma de coerción o de violencia. ¿Qué otra cosa es el dumping o la fijación de precios “predatorios”? La metáfora ecológica es clara: se trata de depredar a la competencia, acabar con ella y lograr el monopolio (el cliente es lo de menos). Si, como en la guerra, hay un desequilibrio de poder y se enfrenta una compañía grande a uno pequeña, ya sabemos lo que va a pasar: la compañía grande quebrará a la pequeña. ¿Pero qué sucede cuando hay un “equilibrio de poder” entre las compañías, como el equilibrio nuclear entre Rusia y EE.UU.?
La solución la encontraron en la política.
Hace menos de diez años la telefonía celular en Colombia, un país con una extensión territorial equivalente a la mitad de México, era una maravilla para el cliente: a) no cobraba roaming, b) no cobraba larga distancia, c) los primeros dígitos del número indicaban claramente la compañía del teléfono (y así podías saber, más o menos, qué tan cara te saldría la llamada), d) antes de enlazar la llamada una grabación te decía, de forma gratuita, tu saldo y cuántos minutos podías hablar a ese número con tu saldo y e) al final de la llamada te llegaba un mensaje, también gratis, con el balance de tu saldo.
Igualito que en México, ¿cierto? Al inicio las compañías trasnacionales de telefonía celular, como Telefónica (Movistar) y Comcel (América Móvil), compitieron para atraer a los clientes con planes post-pago. Pero empezaron a proliferar los “teléfonos públicos móviles”: pequeños empresarios con cangurera que cargaban celulares de cada compañía (con plan) y se apostaban en los lugares públicos a ofrecer su servicio de llamadas entre $50 y $500 pesos colombianos el minuto, dependiendo el estrato social de la zona.
Las compañías montaron en cólera. Ya no había forma de competir (con precios o servicios) por nuevos clientes. El mercado se había saturado y todos los que podían tener celular ya lo tenían. Entonces, “misteriosamente”, comenzaron a cambiar las leyes: a) ya no te daban tu saldo, ni los minutos que podías hablar, antes de enlazar la llamada, b) la identificación de compañía por los primeros dígitos comenzó a volverse un desgarriate, c) se trató de volver ilegal el servicio de los “teléfonos públicos móviles” (“¡es comercio informal!”), etcétera.
Ninguna de estas leyes, inspiradas en las de países de “Primer Mundo”, como usted puede ver, beneficiaban al cliente. Sólo a las compañías.
Ergo, se logró la máxima de “buscar el mayor beneficio económico para la empresa” pero no la de “dar los mejor precio y el mejor servicio al cliente”. Igual que en el tianguis.
La gloria de los comunes
Si usted se da la vuelta por su ciudad y compara precio, calidad y servicio de productos iguales o similares cuya distribución esté en manos de dos o tres mega-compañías (transnacionales) se dará cuenta de que no hay diferencia en las variables: el mismo precio (caro), la misma calidad (chafa) y el mismo servicio (pésimo). Desde la cerveza (dos compañías) hasta los Construrama, pasando por los supermercados que hacen el juego de bajar el precio en unos productos para subirlo en los otros (mostrando, eso sí, los tíquets para que se vea que “sí hay competencia”), los útiles escolares, el servicio de telefonía fija e inalámbrica, la televisión y la televisión por cable, el internet, los automóviles, el cemento, las manzanas, los electrodomésticos, etcétera, etcétera. Lo único que cambia, si acaso, es cuando hay remates. Y cuando las compañías hacen campañas para atraer nuevos clientes. Y nada más.
Si para los pastores de Hardin, el “bien común” es el campo de pastura; para las compañías que venden productos iguales o similares, el bien común es la clientela. Y tratan de sacarle la mayor ganancia posible. Antes del equilibrio de poderes entre las compañías, si es que una no es lo suficientemente grande para agandallar a las otras, puede haber competencia con precio, calidad y servicio. Después, a diferencia de lo que pensaba Hardin, es la gloria de los comunes: los pastores se ponen de acuerdo para explotar al máximo el campo, a su clientela, sin destruirlo.
Es una clientela cautiva pues no tienen a dónde ir más allá de las dos o tres compañías. Cuando se da el equilibrio de poderes, cada vez se vuelve más costoso y menos redituable competir en precio, calidad y servicio. Así que qué mejor para todos nosotros (los empresarios) que hacer lo mismo que los tiangueros y ofrecer lo mismo (chafa), al mismo precio (caro) y con el mismo servicio (pésimo). No tiene sentido hacer una inversión millonaria en calidad para ganar unos cuantos pesos. No tiene sentido invertir en servicio si de todas formas la clientela no tiene a donde ir y las tiendas de la competencia están del otro lado de la ciudad. No tiene sentido bajar los precios aquí, en este país, porque si me quedo sin competencia me acusarán de monopolio (¿nunca le ha parecido extraño que Cemex, Lafarge y Holcin tengan presencia en los países de sus propios “competidores”?), o porque entonces mi competencia haría eso en otro país y allá ellos tienen ventaja.
Mejor incrementar nuestras ganancias, con menos inversión, logrando que los grupos parlamentarios modifiquen las leyes. “Diles que así es en el Primer Mundo, te la van a comprar”, “hay que acabar con el comercio informal”, “es para favorecer el libre mercado”, y otros eslogans. Si alguien más intenta entrar al mercado lo boicoteamos: sí, con los precios, pero mejor con las leyes.
Los pastores pueden ponerse de acuerdo. Claro que sí. Y explotar al límite al campo. Lo malo es que nosotros, los seres humanos comunes y corrientes, somos la pastura.