“El programa Erasmus ha hecho más por unificar Europa que cualquier otra iniciativa”, me comentó Javier Ordóñez, ex-vicerrector de la Universidad Autónoma de Madrid, hace casi diez años. Hoy día, la idea se ha vuelto tan popular que Umberto Eco pide que se extienda el programa para taxistas, plomeros y todo tipo de trabajadores. ¿Por qué? ¿Por qué la importancia de una Europa unida y qué aprendizaje podríamos obtener los mexicanos de eso (ahora, en plena guerra del narco)? ¿Sería concebible un programa como Erasmus en nuestro país?
La cuestión de la identidad
Europa, salvo por Oceanía, es el continente más pequeño del mundo: tres veces más chico que África y más de cuatro veces que América o Asia. No obstante, en los últimos 200 años, ha sido también el continente más violento: ya sea por sus guerras intestinas o por las guerras que provocó en el resto del orbe (incluso, en las llamadas proxy wars de la Guerra Fría, por lo general siempre hubo un país europeo involucrado). Caminar por una ciudad europea es caminar entre recordatorios de guerra: eso que también llaman “historia”.
Lo anterior viene a cuento puesto que hoy día es casi impensable una guerra entre Francia e Italia, o entre Alemania y Holanda. Y esto se debe, por supuesto, a la integración económica y política de la Unión Europea, a las vías de comunicación (sobre todo a los vuelos baratos) pero, más aún, a la integración cultural que han promovido programas como Erasmus para construir una identidad europea en contraposición de una identidad regional, ranchera, como las que se fomentaron en el s. XIX y la primera mitad del s. XX.
En el siglo XIX, ante la caída o el descrédito de las instituciones que otrora fomentaran la cohesión social (la monarquía, la iglesia, etc…), en Europa como en América se optó por darle mayor ímpetu a eso que se llamó nacionalismo. Y se le cargó de símbolos: banderas, himnos, estadios, deportes “nacionales”, vestidos “típicos”, música “folklórica” y un largo etcétera. En el caso mexicano los conocemos bien: el mariachi, el charro, el tequila, la china poblana, la Selección Nacional, el lábaro patrio, massiosareunextrañoenemigo y, por supuesto, la virgencita de Guadalupe. Pero también conocemos bien a qué ayudaron los nacionalismos a ultranza: a consolidar el fascismo en Alemania, Italia, España, etcétera, y ser la leña para el fuego, nada más y nada menos, que de las dos guerras mundiales.
Así, bien podemos decir que la cohesión social a partir de símbolos nacionalistas no es la mejor idea que se nos ha ocurrido a la humanidad. Pero, por desgracia, es la única que parece prevalecer en México.
En cambio Erasmus, en opinión de Umberto Eco o Javier Ordóñez, ha mostrado que hay otra forma más eficaz: la convivencia.
El programa Erasmus
Es una historia de éxito. Cada año, según la página oficial del programa, más de 230 mil estudiantes mudan su residencia y se van de intercambio a otro país de la Unión Europea. Ahí, en el día a día, en el país vecino, van aprendiendo sus costumbres y tradiciones, su comida típica, sus problemáticas y diferencias, sus similitudes. Un estudiante que ha pasado un año en otro país queda de por vida vinculado, lleva a su casa los recuerdos y las pláticas, las anécdotas y, en resumen, se convierte en un doble embajador: es embajador de su tierra cuando está en el extranjero y es embajador de ese país que le dio acogida cuando vuelve a su terruño.
Esto, por supuesto, en el caso más simple, ése en donde no se casó, donde no tuvo hijos binacionales. Pues en este último, no sólo los vínculos son mucho más fuertes, sino que sus hijos ya tienen una cultura híbrida, integrada, una cultura “europea” y no, como sus abuelos y bisabuelos, una cultura nacionalista y ranchera: lo único que importa, el ombligo del mundo, es lo que alcanzo a percibir con la mirada. De ahí que Umberto Eco haya propuesto que el programa se extienda a todos los trabajadores, a todos los ciudadanos de la Unión, para que esta cohesión social a partir de la convivencia sea común a todos.
Hoy día Erasmus es parte de un programa mayor que incluye, entre otras, intercambio de profesores y educación para adultos. Y sí, Europa está más unida que en cualquier otro momento de su historia, lo que diluye las posibilidades de una guerra interna.
¿Se imagina si en México existiera algo así?
Identidad e integración mexicana
Recorrer México por tierra, de una punta a otra, es atravesar varios mundos. Y todos los que lo han hecho terminan preguntándose más o menos lo mismo: ¿por qué diablos somos un solo país?, ¿qué tienen en común Tizimín y Mulegé? ¿Iztapalapa y Nuevo Casas Grandes? Para responderse, normalmente se hecha mano de los símbolos nacionalistas (y, los promotores de la legalidad, de las instituciones nacionales). No obstante, la práctica de vivir en distintos lugares del país, nos muestra que no estamos tan integrados como pensamos.
Algunos ejemplos. En Baja California Sur se quejan de que, cuando dan el clima los noticieros “nacionales”, la cabeza del comentarista tapa, por lo general, al estado (¿lo había notado?). Los mayas (huicholes, seris, purépechas, etc…) tienen que apoyar a una Selección “Azteca” cada cuatro años. Un norteño es incapaz de encontrar las cinco diferencias entre un tlaxcalteca y un hidalguense. Y viceversa: un capitalino es incapaz de encontrar las cinco diferencias entre las costumbres de Nuevo León y las de Coahuila. Pregúntele a un Nayarita sobre las diferencias entre el mole poblano y el oaxaqueño. Etcétera.
Lo anterior, es decir, este profundo desconocimiento que tenemos los mexicanos de nosotros mismos tiene varias causas que van más allá del sistema educativo nacional (el chivo expiatorio de moda). La primera de ellas sería el centralismo. Lo resuelvo rápido: un provinciano medianamente informado sabe lo que pasa en su rancho y lo que pasa en el D.F., mientras que un capitalino sólo sabe lo que pasa en su ranchito. Esto, a la postre, hace que los provincianos conozcan más del país que los capitalinos (si no me cree, haga la prueba y pregúnteles nombres de gobernadores, ríos o capitales). Un provinciano tiene que saber lo que pasa en el D.F. porque ahí están casi todas las instituciones nacionales, desde el Museo de Antropología y Sagarpa hasta la que usted guste. Pero, también, por la disparidad de notas en los llamados noticieros y periódicos “nacionales”. ¿Se imagina usted que todos los días, en cadena nacional, apareciera el alcalde de Colima o de Durango, hablando de algo que va a hacer en su ciudad?: pues es lo que ya sucede, sólo que el “alcalde” es el del D.F. Peor aún, si lo anterior ya tiene una relevancia dudosa, resulta que el resto del país tiene que chutarse, como notas nacionales, asuntos tan relevantes como un gato al que confundieron con un extraterrestre en alguna delegación capitalina o una mancha de aceite en el metro que, de veras de veritas, se parece a la Virgen.
El problema empeora cuando miramos la infraestructura de comunicaciones. Atravesar el país por tierra sin pasar por el D.F. es casi imposible, por lo menos hay que tomar ese periférico de cuota que llaman Arco Norte. Pero el asunto es peor por aire. Puede volar de Hermosillo a Campeche, cierto, pero le saldrá más caro que del D.F. a Nueva York. ¿Y un San Luis Potosí - Tepic? ¿Un Mexicali - Torreón? Lo más seguro es que le salga más barato volar a París (desde el D.F., claro).
Ya de trenes y de barcos de pasajeros mejor ni hablamos.
Así, no es de extrañar el poco contacto que tenemos los mexicanos con nosotros mismos, no es de extrañar que nuestra idea de identidad provenga de los símbolos nacionalistas de la SEP, de las telenovelas de Televisa y demás generalizaciones que haga algún capitalino. ¿Y por qué importa la cohesión social en México, en plena guerra del narco?: por lo mismo que en Europa.
Erasmus a la mexicana
Entender el siglo XIX mexicano es una labor titánica. Pero es muy ilustrativo. Por ejemplo, entender la apática reacción de los estados ante las invasiones extranjeras del XIX, nos ilustra sobre la reacción que tienen los estados y sus ciudadanos ante la guerra del narco: es problema de ellos, del otro, del que le pasa. Por eso, primero Juárez, luego Díaz y, con un programa mucho más amplio, Vasconcelos, se dieron a la tarea de crear una identidad nacional única: para que todos nos sintiéramos afectados si EE.UU. invadía Tijuana o Veracruz.
No obstante, en los últimos años y por las razones ya expuestas, este sentimiento de unidad parece ir a la baja. Lo vemos en la reacción de la gente que vive en ciudades donde no hay guerra del narco, en sus comentarios y análisis. También lo vimos cuando el huracán Alex arrasó Monterrey: “¿Por qué los vamos a ayudar si ellos tienen mucho dinero?”, oí decir varias veces en el centro del país. Y la reacción también se da en sentido contrario: por qué los estados norteños ayudarían a los sureños, los de oriente a los de occidente, los del altiplano a los costeños (ahí está la reforma a la ley para venta de playas a extranjeros, firmada por un montón de diputados de estados sin costa).
El problema, si se quiere, está en estado larvario. Pero puede empeorar y ahí está el s. XIX para mostrarnos cómo el gran país de América dejó de serlo (Humboldt). Para ayudar a evitarlo, las universidades estatales podrían iniciar un programa de intercambio tipo Erasmus: que todo estudiante tenga la posibilidad de cursar un año en otra universidad pública, los de Chiapas en Chihuahua, los de Oaxaca en Quintana Roo, los de Sinaloa en Tabasco, los del D.F. en Sonora, etc…
Más aún, desde el punto de vista académico, los programas de intercambio no sólo fomentarían la hibridación cultural sino también la transferencia de tecnología y, por lo mismo, el comercio: qué producto hidrocálido les puedo vender a los morelenses, qué asociación empresarial podemos hacer poblanos y zacatecanos…
Si Ordóñez y Eco tienen razón, esto haría más por la integración de México que cualquier otro programa (y, de pasada, también estaría fantástico que bajaran los precios del transporte).