¿Puede la literatura cambiar nuestra percepción de la realidad? En el artículo anterior comentaba que para J.J. Rousseau y Lynn Hunt la respuesta ha sido afirmativa: para el primero, si se quiere, como una petición de principio (“los pueblos corrompidos [necesitan] novelas”); mientras que la segunda consideró fundamental, para que se pensaran como evidentes y universales los derechos humanos, la empatía provocada por los personajes de las novelas modernas. Así, cuando vemos que a nuestros intelectuales parecen no dolerles los soldados muertos en la guerra del narco, cabe preguntarnos dónde están los lazos de empatía en nuestra ficción. ¿Cómo son los personajes que ha producido nuestra literatura? ¿Con quién se identifica usted al leer una novela mexicana?
Víctimas, locos, fresillas y caciques: los personajes
Nuestro idioma dio, por lo menos, un par de las primeras novelas modernas más célebres: El Lazarillo de Tormes (1554) y El Quijote (1605). Sin embargo, los escritores en español no hemos sido capaces de crear gran variedad de personajes, en comparación, por ejemplo, sólo con el alud que creó Shakespeare. Así, nos hemos ceñido a unos cuantos.
El cacique es uno de los personajes más socorridos, cuantimás en América. Del Comendador a Pedro Páramo, Tirano Banderas, Bolívar o Trujillo, éste es uno de los personajes –si no el único– que sí piensa, decide y actúa como ser humano. Sus decisiones sí tienen consecuencias: tantas que se cargan a un pueblo entero nomás porque Susanita no le hizo caso al pelado. No obstante, éste no es un personaje moderno en el sentido de Hunt, sino más bien la versión americana de los personajes aristocráticos pre-modernos europeos: a las personas ilustres les suceden acciones ilustres. Y por tanto, siguiendo a Hunt, no es un personaje que provoque empatía y nos haga ver al resto de los seres humanos como iguales (más bien, genera frustración).
El loco o el pícaro fue otro personaje socorrido, desde el Lazarillo o el Quijote, y ha sido importantísimo para hacer crítica social. No obstante, se ha ido diluyendo de la literatura para pasar a la pantalla: Clavillazo, Tintán, Cantinflás, el NoHay o Ponchito el de los viajes. Y, siguiendo la tesis de Hunt, tampoco piensa, decide y siente como cualquier ser humano sino como lo que es: un loco o un pícaro. De modo que, si bien uno siente más empatía con éste que con el cacique, no tiende a pensar que todos los seres humanos somos iguales, sino más bien a que hay que hacerse el loco para sobrevivir en este mundo (asunto maravilloso, pero tema de otro artículo).
Las víctimas o nosotros los pobres. Ya sea en El Diosero, de Francisco Rojas González, o en La Rosa de Guadalupe, éste es el personaje que más se repite: el anodino, el que es víctima de sus circunstancias, el que no decide nunca, al que le pasa el mundo por encima y por lo general es bueno, bueno, bueno, retebueno y de todos modos le va de la chingada: ¡No te mueras, Torito! Siente, sí, siente muchísimo, melodramáticamente, pero no puede hacer nada más que sentir porque el mundo y sus fuerzas siempre son superiores a él y, cuando actúa, todos sus actos son nimios, intrascendentes, y sujetos al Más Allá del cacique, los fantasmas, el sistema capitalista, la familia o Dios. De modo que, en la práctica, sus decisiones tienen tan poca importancia que equivale a que nunca decidan (salvo idealismos del tipo loco/pícaro como creer en “el amor verdadero”). Así, estos personajes serían la versión americana de los “plebeyos” en la literatura pre-moderna europea, esos que invitaban a creer que el resto de los seres humanos no eran iguales, sino “como niños” a los que había que educar y ayudar.
Peor aún, estos personajes en la América Hispana, por lo general van acompañados de un pintoresquismo empachador y empalagoso, ya sea en la Historia de un peso falso, de Manuel Gutiérrez Nájera o el la película El Infierno, de Luis Estrada. Y este pintoresquismo, si bien es sabrosísimo para los etnólogos, dificulta la identificación y, por tanto, la empatía. Incluso en las obras donde el personaje sí decide como un ser humano igual a uno, como en La cabra en dos patas, del mencionado Rojas González.
Fuera de estos, por supuesto, hay excepciones, rarísimas anomalías donde la empatía se logra de forma maravillosa: El túnel, de Ernesto Sábato, o Nadie me verá llorar, de Cristina Rivera Garza. También están los autores que pretendían que el personaje estuviera subordinado al lenguaje o a alguna otra suerte literaria, y los personajes inclasificables, como Farabeuf, de Salvador Elizondo. Sin embargo, para terminar con el cuarteto de los personajes más trillados en español, falta uno muy importante: el fresilla.
Todos somos Luis Cervantes
Abundan los Luis Cervantes. Se pueden llamar Benito Torrentera (Fadanelli), Héctor Belascuarán Shayne (Taibo II), Juan Manuel Barrientos (Celorio), o como usted guste, pero siempre, por el propio nombre, uno sabe que no es un compadre que chafiretié un tráiler o haga trabajos de mampostería. Tomaré el caso de Luis Cervantes, alter ego de Mariano Azuela en Los de abajo, porque es una novela que tiene que ver con la violencia y ése es el tema que aquí concierne.
Luis Cervantes estudia medicina y se une a la bola. En la novela se la pasa criticando a los revolucionarios y tratando de “civilizarlos”, hasta que se harta y se va a Estados Unidos a terminar la carrera. O sea, para Cervantes, como para los legalistas franceses antes de 1789: las personas del pueblo no son iguales a él sino que son “como niños”. Pero el asunto mejora si uno revisa las críticas.
En la contraportada de la edición de Penguin se dice que Cervantes es “un aristócrata urbano”, mientras que en Wikipedia en español se dice que es “clase media”). ¿Quién tiene la razón?: Penguin. Y no porque una sea Penguin y la otra Wikipedia, sino porque a inicios del siglo XX estudiar una carrera universitaria era casi imposible y estaba reservado para una minúscula élite, en México o en cualquier lugar del mundo. Entonces, ¿por qué pensar que es “clase media”?
Otra confusión maravillosa puede ilustrar. Hace años le escuché decir a un catedrático de literatura de la UNAM que los personajes de Juan Rulfo eran indígenas. ¿Neta? ¿Has ido a Jalisco, compadre? ¿Conoces Tepa, Yahualica o Cocula?
Los razonamientos posibles (y errados): es campesino, es indígena; estudia una carrera como yo, es “clase media” (porque claro “yo no soy cacique ni indígena ni pícaro y, por tanto, soy clase media).
Los personajes aristócratas o fresillas, mal considerados “clase media”, abundan en nuestra literatura y son, al parecer, con los que los escritores pretendemos que se genere esta empatía de la que habla Hunt (en mi caso, así sucede en mi novela Cuaderno de flores). Sin embargo, esta empatía se trunca por dos frentes: 1) creemos que son “clase media” cuando no lo son y 2) su capacidad de acción y decisión es reducida y tiende también a ser nula, tanto en Luis Cervantes como en mi personaje o en el de Benito Torrentera, tal vez porque inconcientemente asumimos que los únicos que deciden son los caciques. Así, la empatía difícilmente se logra.
Otra opción: tal vez leímos a gusto a Rousseau y creemos que nosotros somos la atalaya, la antorcha, la luz del tren, los que vamos a iluminar a un pueblo de niños. Y en algunos de nuestros escritores, no hay necesidad de nombrarlos, esta opción parece obvia. Así, si Lynn Hunt tiene razón y las novelas que retrataron a personajes como Pamela (una sirvienta) como seres humanos completos e iguales a mí, fueron fundamentales para pensar que los derechos humanos eran evidentes y universales, ¿habría que suprimir las novelas del narco o replantearlas?
A favor de la novela del narco (o de lo que sea)
Replantearlas. No voy a hacer una lista de las novelas que considero que cumplen con su cometido y las que no. Cada lector es siempre mejor juez y ya se han apuntado en varios lugares muchas de las razones de por qué algunas de estas novelas se consideran fallidas. Sólo recalco la razón principal de su falla: la empatía no se logra.
La mejor muestra de esto es que, salvo que la violencia los toque, parece que nuestros intelectuales reaccionan ante la realidad de la guerra del narco como reaccionan ante los personajes de la ficción: siguen sin dolerles los soldados muertos, les duelen las víctimas que se parecen a las víctimas, se culpa al cacique porque se cree que el cacique es el único que puede decidir, se opta por hacerse el loco o hacer guasa (“¿por qué te empeñas en seguir hablando de la violencia?”, nos han preguntado cientos de veces a los que estamos en este tema), o se opta por pretender tomar la antorcha y tratar de iluminar a la bola, como Luis Cervantes.
Pero nada más, sin un acercamiento de igual a igual, como si la violencia siguiera siendo ajena, propia de seres pintorescos: con sombrero, botas y hebilla de ensaladera.
Creo que si Lynn Hunt tiene razón, y espero que la tenga, la literatura sí puede cambiar nuestra percepción de la realidad. No importa que sólo lean unos cuantos, si entre estos unos cuantos que leen también están los que toman las decisiones o los que pueden hablar con quienes toman las decisiones, como en su tiempo, cuando casi nadie leía: Jefferson, Rousseau, Richardson y Lafayette. Si entre estos unos cuantos podemos ir haciendo un efecto de bola de nieve (como en su tiempo, con la declaración de los derechos humanos) entonces podría cambiar la percepción que tenemos los mexicanos de nosotros mismos, para vernos los unos a los otros como iguales y no como las categorías que he señalado: víctimas, locos, caciques y fresillas iluminados. Vernos como lo que somos, seres humanos, y no como personajes pintorescos y demoníacos.
Cada autor escribe de lo que le importa, de lo que siente, y es imposible pedirle a un autor que vive en una zona arrasada por la violencia que no escriba al respecto. Ahí está la literatura colombiana: desde La vorágine a El olvido que seremos, parece girar toda en torno al mismo tema. Y no es fácil, por supuesto: la palabra “sangre” no significa lo mismo para quien sólo se ha cortado con una hoja de papel que para quien ha visto a su padre chapaleando sobre la acera, acribillado por una metralla. Cada autor tendrá su forma de abordarlo, desde la literatura realista hasta la fantasía, la ciencia ficción o la novela histórica. No tiene que escribir sobre el narco si no le place, tiene que escribir y hacerlo bien. Y, de preferencia, con personajes de cualquier ámbito social, pero que piensen, actúen y decidan como cualquier ser humano.
Entonces, espero, tal vez nos demos cuenta de que todos vamos en el mismo barco.