El futbol y la guerra del narco

05/06/2013 - 12:01 am

“Es que así es esto: a veces se gana y a veces se pierde”, dice el militar al teléfono y lo dice muy contento, mientras camina a la orilla de la alberca del hotel. Seguramente le iba al América y su novia al Cruz Azul. Ni modo. Una alegría nunca está de más. Sostiene el celular color fiusha con una mano y; con la otra, el casco: la ametralladora cuelga del hombro, sobre el chaleco blindado. Y sonríe, ganaron sus Águilas. Está en servicio en Nuevo Laredo y una alegría puede serlo todo. Lo único.

En 2001 viajé por primera vez a Medellín, Colombia, para una capacitación como consultor y auditor interno de ISO 9000. Estuve casi tres meses, muy poco tiempo para entender qué pasaba pero lo suficiente para sentir qué pasaba. Y entre otras cosas pasó la Copa América.

El único campeonato colombiano

Por primera vez en la historia, desde 1916, Colombia era el anfitrión y Medellín, una de sus sedes. Había fiesta. Una fiesta grande que, sin embargo, se iba opacando por los avatares de la propia guerra: los argentinos amenazaron con que no irían y los canadienses decidieron no ir, casi al último minuto, porque no se tenían –dijeron– condiciones de seguridad suficientes; el "Mono Jojoy" anunció que las FARC escalarían sus ofensivas a las ciudades, México era invitado especial y, poco antes, la guerrilla había secuestrado a dos mexicanos (dicen que en respuesta a que Fox había cortado relaciones con ésta), en lo que iba del año habían dejaron centenares de heridos dos carros-bomba sólo en Medellín (El Tesoro y Lebon) y cada semana se desactivaba un nuevo artefacto explosivo. Había fiesta. Una fiesta en medio de la atrocidad y la violencia.

Y ganó Colombia la Copa. México quedó en segundo lugar. Allá todo era revuelo y júbilo. Era el “sí podemos”. Era la esperanza sin importar que ya estuvieran descalificados para ir al mundial.

Acá se dijo que Javier Aguirre se había echado para atrás, que se había dejado ganar por la mínima diferencia aunque teníamos todo para el triunfo.

Pero allá, la victoria de su selección efectivamente cambió el ánimo de los colombianos y, a la distancia, no resulta extraño que un año después Álvaro Uribe haya llegado a la presidencia con una campaña triunfalista (misma que repitió para reelegirse), una campaña triunfalista que en el ejercicio del poder se acompañó de operaciones militares cuya fama trascendió fronteras: Orión, Fénix, Jaque

El mensaje fue claro: adiós a los diálogos de paz del Caguán, bienvenida la victoria armada.

La Liga MX en la “guerra del narco”

En el hotel en que estuve en Nuevo Laredo la semana pasada estaba ocupado casi completamente por militares. “Así está en todos”, me aclaró mi anfitrión de Estación Palabra, a donde fui a dar un taller de novela. Y, efectivamente, así es en varias ciudades donde la guerra se ha vuelto cotidiana, ya sea Piedras Negras o Nuevo Laredo: en el estacionamiento de los hoteles relucen las camionetas del ejército, de la policía militar, etcétera. Y muchos de los militares estaban contentísimos la noche del domingo con el triunfo de las Águilas.

Al día siguiente volvieron a subir a sus camionetas en silencio, con la cabeza gacha.

Si uno mira el historial de la liga mexicana de Primera División de Futbol algo resalta. El estado de Coahuila, con el Santos, ha obtenido cuatro campeonatos y cinco subcampeonatos en su historia, pero cinco de ellos sólo del 2008 a la fecha (dos campeonatos y tres subcampeonatos). Nuevo León, con Tigres y Rayados, ha obtenido de 2008 a la fecha tres de sus siete campeonatos y un subcampeonato. Baja California, con los Xolos, el único campeonato en 2012. Monarcas fue subcampeón en el torneo de clausura de 2011. Es decir, en el mapa de la guerra del narco, el único estado ausente con tradición futbolera es Tamaulipas, cuyas glorias se remontan al Tampico Madero, mientras que Chihuahua, Sonora, Sinaloa y Durango quedan descontados. En un país donde el futbol ha estado dominado por la región centro-occidente, llama la atención esta avanzada norteña.

¿Darle un triunfo a sus habitantes? ¿Pan y circo? ¿Y el triunfo del América después de tres norteños?

¿Pan y circo?

“Platico con mis alumnos de universidad y no, ya no salen”, me dice mi anfitrión. También dicen que ya se han ido tranquilizando las cosas en la Frontera Chica de Tamaulipas, que “ya no hay balaceras desde hace tres meses”. Pero cuando pregunto por un bar para ir por unas cheves, me dicen que mejor vaya al Oxxo y me las eche en la habitación, o que vaya al bar que está justo al lado de mi hotel. Era lo mismo que me decían en Medellín en 2001: que mejor no saliera, que ya estaba todo tranquilo pero mejor no saliera.

En Nuevo Laredo hay una diferencia: “Es que ya cerraron todos”, ya no hay bares, me dicen. No sé qué tan cierto sea pero tampoco fui tan intrépido como para ir a buscarlos. “Ahora todo está tranquilo, pero en esta nueva forma de vida que tenemos”, porque la raza ya casi no sale, no se arriesga, y los adolescentes y jóvenes llevan por lo menos seis años sin conocer de esa juventud que vivimos nosotros, los viejos, esa de salir todos los fines de semana, desde el jueves, de seguirla hasta el amanecer, de caminar toda la noche por la ciudad con una cheve en la mano. No saben de eso. Y difícilmente se puede imaginar uno lo que no ha visto ni de cerca.

Entonces ahí está el futbol. Y los vínculos de la Frontera Chica con Torreón o Monterrey son más fuertes que con Tampico. Ahí está la alegría para los oriundos. Porque ninguna sociedad busca tanto la alegría como una sociedad en guerra. Más aún si es una guerra que se ha metido hasta los poros, donde todos tienen un muerto, donde todos saben a qué huele la sangre derramada, la que empieza a coagularse, donde todos distinguen el calibre de las armas por su estruendo, donde todos los sobrevivientes han sentido cerquitas, a un palmo, la inminencia de la muerte y su vergüenza: hay que ser feliz cada que haya chance.

Eso lo viví en Medellín hace más de diez años: esa felicidad desbordada cada que se presentaba la oportunidad, una felicidad que es imposible de imaginar por quienes no han vivido la guerra. Y la felicidad da fuerzas, da garra, da el ímpetu necesario para no volverse loco.

Yo no sé si la Copa América haya estado arreglada para que ganara Colombia , si hayan estado concertados los últimos campeonatos mexicanos para que ganen norteños (y luego que gane el América, uno de los equipos más queridos por los soldados del centro y sur del país que están destacados en el norte), para darles una alegría nomás: pan y circo, puro circo. O si haya sido la fuerza de los aficionados y de los jugadores que saben que ganar un campeonato no es sólo ganar un campeonato: es levantarle el ánimo a una ciudad, a región entera, ahí donde los jóvenes no han conocido qué es una fiesta.

Porque sí, dicen que se ha ido tranquilizando, pero días después del triunfo de las Águilas escuché a otro militar en el hotel que hablaba al teléfono: “desde el primer día comenzaron a matar, y no han parado”.

Luis Felipe Lomelí
(Etzatlán, 1975). Estudió Física y ecología pero se decantó por la todología no especializada: un poco de tianguero por acá y otro de doctor en filosofía de la ciencia. Es miembro del Sistema Nacional de Creadores de Arte y sus últimos libros publicados son El alivio de los ahogados (Cuadrivio, 2013) e Indio borrado (Tusquets, 2014). Se le considera el autor del cuento más corto en español: El emigrante —¿Olvida usted algo? —Ojalá.
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